Satoko – [Relato]
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Satoko
Colocó en el jardín una gran vasija de madera de ciprés con agua para recoger la luz de la luna. La madera de ciprés expresaba por fuera su yo exterior y el agua expresaba su yo interior. Miró detenidamente dentro de la vasija y observó una negrura infinita en medio de una bruma palpitante. El aire encerraba una espesura de silencio. Luego el agua se agitó y creyó ver unos fulgores fugaces y perezosos, después un rotundo resplandor que en seguida desapareció. De pronto, el agua se aclaró y en el mismo centro brilló la pequeña esfera de la luna llena.
Satoko amaba las tradiciones y la cultura de Japón, su país: el arte, la pintura, el ikebana —aquel esplendor de los arreglos florales—, la elegancia de la ceremonia del té, la caligrafía; incluso sentía veneración por las artes marciales y el tiro al arco. Todo había definido su carácter. Tenía aversión por la tosquedad y, por el contrario, sentía deleite con los refinamientos. Sus delicados ademanes, su elegancia, esa serena complejidad y la sutil voluptuosidad interior eran expresiones sensoriales que había volcado en su galería de arte ubicada en un barrio céntrico de Kioto.
Permanecía apegada a los viejos ideales y era feliz sabiendo que aún existía el barrio de Gion, donde la huella de las geishas, maikos y casas de té llenaba el aire con el aroma del pasado. Le gustaban los paseos cerca del río. Era sentirse garza que siempre vuelve a su ribera.
Desde hacía un tiempo su vida sentimental había sufrido un cambio al que trató de aplicar toda la comprensión y paciencia, enjugando las lágrimas que rebasaban el límite de lo que la gente entendía como natural.
En la soledad de su despacho, en medio del silencio y la penumbra de los espacios vacíos, ensimismada en los recuerdos, revivió la llegada de aquel hombre a la galería. Le había sorprendido la infinita lentitud con que recorrió las paredes donde se exhibía la colección de facsímiles de grabados antiguos, y se congratuló con enorme satisfacción de que un extranjero de otro continente mostrara tan vivo interés por aquellos delicados cuadros que ella misma había seleccionado. Más tarde le vio centrado en los grabados de actores del teatro kabuki y en los llamados bellezas femeninas, que dibujan rostros, cuellos y tocados de mujer con una delicadeza y un detalle exquisitos.
Luego le observó aproximarse con suma atención a un shun-ga, una representación erótica de un hombre y una mujer vestidos con amplios kimonos de pomposas telas y sutiles colores, con la sola excepción de los órganos sexuales, que quedaban al descubierto y ocupaban el centro del grabado. Se giró bruscamente como buscando a alguien a quien dirigirse.
—Es un Utamaro del siglo XVIII —dijo Satoko en un perfecto inglés—. Muy valioso. Aunque el foco está puesto en el acto sexual, es el movimiento de los ropajes lo que da vida a la acción y lo hace creíble.
—Ha sido el cartel de la puerta lo que me ha invitado a entrar. Es una imagen poderosa el rollo de papel de arroz con esa delicada caligrafía.
Ese fue el comienzo. Amaterasu, la Radiante, la diosa del Sol, nacida del ojo izquierdo de Izanagui, a la que dirigía sus plegarias, había enviado a aquel hombre. Y como si quisiera hacerle partícipe de su pálpito, le habló del contenido de aquel rollo de caligrafía en tinta negra, del dios Izanagui, que habita en medio del océano Primordial, de pie sobre el puente flotante de los cielos.
—Las divinidades se han olvidado de los humanos en algunas partes del mundo —dijo el hombre, dando comienzo a una conversación que se prolongó cuando la sala quedó vacía y continuó al día siguiente y al siguiente del siguiente.
Ahora, un año después, Satoko tenía adormecido su pensamiento por meses de espera y en lucha permanente sus recuerdos ardorosos y vidriosos al mismo tiempo, pero, aun así, cuando le vio dejar la maleta y cruzar la habitación sin prisa, le dio la bienvenida con gritos apenas contenidos. Antes había oído el crujir de las hojas secas del jardín, el chillido del loro y el juego de sombras percibido a través de los paneles corredizos. Vio los ojos del hombre brillar como ascuas y le pareció que la clandestinidad, de la que él le habló, le había dado un aire de héroe legendario, de poseedor de tesoros, como el espíritu de los samuráis.
Cuando le tuvo cerca lloró sin aspavientos, sin empeñarse en vanas recriminaciones, y prefirió hundir los dedos entre su pelo enmarañado y acariciar la cicatriz de la base del cráneo, antes que hacer preguntas.
Era el primer hombre que, con su misteriosa fuerza interior, había adivinado el paisaje de sus pensamientos más íntimos, a pesar de que se movía en un mundo que no era el suyo. Ahora, su cuerpo cálido y firme, la gracia descuidada, la lucidez soñadora y su risa franca conjuraron todos los temores. Habían aceptado compartir un universo ambiguo.
El latido de la noche, constituido por el parpadeo de la llama de las velas, el efecto velado de la pátina de los objetos, el rumor del arroyo que vertía en el estanque, el aroma a tierra mojada, el juego de la brisa en las ramas de los sauces, propiciaban las confidencias.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Satoko.
—Ese es el enigma de mi vida. Hay que aprender a creer en lo imposible y a aceptar el dolor por ausencia —contestó el hombre. Siempre utilizando figuras retóricas, interpretó ella, como si eso le permitiera dar menos datos de sí mismo.
Volvieron los abrazos desordenados, la charla inagotable en la que hablaron del paso del tiempo, de sus deseos, de los prejuicios del mundo, de la gobernación de los pueblos y hasta de los misterios astronómicos que habían consentido el milagro de volver a sentirse vivos. «Nunca me voy del todo», dijo él. Y ella no le creyó. Sabía que el tiempo corría en su contra y no era el momento de las indagaciones.
Audaz, soñador y solitario. Quizás por eso se había aproximado a aquella mujer quince años mayor que él. Primero buscando aventura sin escándalo, luego por dependencia o comodidad. Ser reportero de guerra es tener una vida sin mañana, ser apátrida sin serlo, entrar en terreno vedado a la seguridad y los compromisos.
Tiempo de vientos, instantes de luz, silencios fríos en los que ella se agotaba en el ansia de recuperar la conversación en el punto en que la habían dejado un año atrás, tras su desaparición sin despedida. Se fue igual que llegó a su vida, de improviso. Entró a aquella galería de arte, aceptó una copa y le habló de los colores y matices de la naturaleza reproducida en varios cuadros.
Se impuso la realidad y la mujer permaneció atada a una antigua relación que discurría entre bostezos. Hasta el día en que les llegó la certeza de que el mejor de los mundos imaginados estaba contenido en sus encuentros tortuosos, opacos, y juraron no volver a plantearse la índole de sus relaciones, ni el tiempo, ni el destino, ni el futuro incierto.
Ahora, el sol abandonaba la habitación y buscaron abrigo en sus cuerpos y en el sake. La vigilia duró la noche entera hasta aprenderse de nuevo el relieve mágico de sus contornos, los pliegues de la piel y el efecto de sus fantasías aplazadas. En la penumbra de la habitación solo el suave resplandor de la luna y del oro molido del jarrón de laca negro.
Sakoto le miró ardientemente y topó de frente con la mirada del hombre, propicia a que nadie supiera cuál era su pensamiento.
Cuando la primera claridad pugnaba por romper la noche, la mujer salió al jardín, levantó los brazos al cielo como en un rito, invocó a la diosa Amaterasu y detuvo el nacimiento del sol con las manos hasta hacerlo volver al ocaso, mientras el hombre la observaba con indulgencia desde la galería exterior, volviendo a contemplar su cuello estilizado y el arranque de su cabello oscuro. Cualquier intento de aplacar las tempestades de la vida parecía tan imposible como llorar bajo el agua, pero el hombre no perdió la sonrisa hasta desaparecer de su vista.
Pasaron los días y el alma de Sakoto se ennegrecía más y más. Detrás del más simple aleteo del tiempo asomaba siempre la presencia silente de la nada.
En la noche del noveno día desde la última desaparición del hombre, buceando en el enigma de las sombras, adivinando presencias, buscó de nuevo la gran vasija de madera de ciprés, la llenó de agua y la sacó al jardín, cerca del arce, alejada de los reflejos del estanque y de las linternas de piedra. Necesitaba refugiarse en su yo interior, volver a recoger la luz de la luna.
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Rosario Martínez