La Corte del Rey Planeta – Un relato de Rosario Martínez [Primer Premio de la VIII Edición – 2017 – del Certamen de «Relato histórico» del Ayuntamiento de Tres Cantos – Madrid]
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La Corte del Rey Planeta [Relato]
[Primer Premio de la VIII Edición – 2017 – del Certamen de Relato histórico del Ayuntamiento de Tres Cantos – Madrid]
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La Corte del Rey Planeta
A ti, lector, que quizás acoges con desdén estos papeles por venir de gente de placer, te confieso que mucho cavilé sobre la conveniencia de darlos a la luz, advirtiendo que su conocimiento más podría traerme pesares que alegrías. Y luego de calibrados sus pocos beneficios, di en desistir de desvelar ciertos sucesos. Pero, avisados de su existencia, gente principal me lo pidió con apremio y solicitud, arguyendo que eran testimonio de una época y que bien podían resultar de interés, así como de mi provecho en forma de maravedíes o fama, que de todos es sabido el regocijo con que se reciben las nuevas, y más si son perniciosas.
Cierto que es oficio al uso el de escribir papeles, coplillas y libelos de hechos escabrosos, difamatorios o chuscos, que luego corren por los mentideros de Madrid con la impunidad de ratas por vertederos. Más no alcanzo yo a estos extremos, que solo busco echar luz en asuntos poco claros o extraños y que, por su alejamiento de lo ordinario, provocan exaltación o asombro en el vulgo, que siempre tiende a exagerar y aun torcer la verdad. Y a este fin me aplico.
Yo, Juan Calabazas, mal llamado “Calabacillas” o “Bobo de Coria”, bufón al servicio de su Majestad Católica Don Felipe IV, Rey de todas las Españas, desde el año del Señor de mil seiscientos y treinta y dos, en que tuvo a bien acogerme, después de haber estado en el séquito de su hermano el Cardenal Infante D. Fernando, afirmo que tal encomienda me permite, a través del ingenio, la adulación y la broma, decir verdades o medias verdades que a otros les serían vedadas, así como excederme en comentarios y juicios. Así, me dejo llamar “tonto sabio” por los que creen que he sido tocado por la mano de Dios, si con ello consigo su favor o gracia. Pero he de hacer acopio de prudencia cuando es gente de palacio la que anda de boca en boca porque nada me infligiría mayor daño que dejar de contar con su benevolencia, pues gozo, aunque no de vida regalada, sí de buena reputación, sueldo, ración, carruaje y mula, que no es poco. Y dejo dispuesto que estos papeles aparezcan cuando llegue el momento oportuno, que será el de mi muerte. Para entonces ya estará vacío el corazón de lealtades y afectos.
Puestos a alimentar leyendas y habladurías, vates habrá que se congracien con la versión que aquí se ofrece de episodios acaecidos no ha mucho, y no es de los menos importantes el que se menciona en primer lugar, por estar relacionado con su Majestad y gentes de hábitos. Dejo testimonio de lo que oí y escuché, que viene a ser lo mismo, en esta corte de las milagrerías y de cómo dicen que tuvo lugar el acto de la profanación.
Y como no siempre podré hablar de primera mano, es decir, de algo que yo sepa y vea, me valdré de personajes de esta villa que menudean por los cenáculos y mentideros, siempre dispuestos a vender su mercancía de murmuraciones a aquel del que esperen favores. Queda dicho.
Y vale la entradilla, que ya comienzo.
Esta mañana, no bien el sol anunciaba tímidamente el día, ya se dejaba oír el trajín callejero de vendedoras pregonando sus mercancías. Desde la ventana del tercer piso del Real Alcázar llamé a aquella que vendía letuario de naranja y aguardiente, con los que tenía a bien desayunarme a diario. Comenzaba un nuevo día en la Corte del Rey Planeta.
Bajé a ver a su Majestad por ver lo que gustaba mandarme. Le hallé pensativo, mirando al horizonte desde una de las ventanas que dan al Campo del Moro. Desde la penumbra vi su perfil recortado, en el que percibí lo que, a mi parecer, era una mueca de hastío. Calabacillas –dije para mis adentros–, eso quiere decir que su Majestad se aburre. Conozco ese aire ausente, la pesadez de hombros y el belfo caído.
Se me hace fácil pensar que meditaba sobre los divertimentos que ofrecía la Corte: paseos por los jardines, jornadas de caza, bailes, representaciones teatrales, corridas de toros, juegos de caña y hasta autos de fe, que parecerían bastar para cualquier alma de este mundo. Pero yo sé bien que ese rostro apático solo desaparece cuando va de noche al encuentro de hembras oscuras, bellezas ocultas o citas con amantes clandestinas. Bien se comprende el afán del Conde Duque de Olivares por facilitar a su Majestad las salidas de palacio, viendo cómo con tanto gusto las aprovecha. Esto viene a cuento con lo que a continuación se relata.
Cumplido que hube con mis deberes de la mañana, a medio camino entre el entretenimiento y los consejos, marché a encontrarme con el que había de ser mi confidente: D. Luis de Cedilla, hidalgo arruinado, informador y gacetillero de damas y pisaverdes, con el que me une una amistad antigua por ser gente que frecuenta los patios de palacio y aún los pasillos y antesalas. Mi amigo mata el hambre a base de sablazos y recomendaciones, a cambio de cumplidas informaciones que recoge en los lodazales en que se alimentan los escándalos.
Estaba en mi ánimo dar brío a mi pluma esa misma noche, comenzando mis pequeñas crónicas mundanas, como así fue y más abajo se cuenta, por lo que convoqué a D. Luis para saber de su propia boca la versión del último chisme que corre por Madrid y que ya atraviesa palacios, casas de vecindad y hasta chozas de los arrabales. Los habitantes de esta villa, no importa su condición, llevaban dos días arremolinándose alrededor de la noticia, llenando corrillos, patios, lugares de juego. No era menos concurrido el Figón de la calle Postas, donde concerté nuestro encuentro.
Allí me encaminé.
– ¡A fe mía, que huele bien el cocimiento! –dije saludando al mesonero.
–Adelante, Juan Calabazas. Pase a este humilde figón, donde siempre es bien recibido.
–Hasta la Plaza Mayor llega el buen tufo.
– ¡Ah! Es el de la olla podrida y las perdices estofadas, que tendrá ocasión de probar.
–Sabremos dar buena cuenta.
–¿Espera a alguien vuesa merced?
–Si, un caballero. Puede que tarde. Viene de las gradas de San Felipe.
– ¡Mozo, un cojín y una espaldera para Juan Calabazas!
–Tráeme, entretanto, una jarra de vino de Cebreros, por ver de suavizar el gaznate y hacer más llevadera la espera.
En esas estaba cuando me dio por pensar en todo lo que ahora aquí transcribo. Es la noche de Madrid lugar de conjuras, traiciones, citas clandestinas y hasta crímenes, que surgen de lugares recónditos con el aroma agrio del vicio y el delito. Calles mal empedradas y peor iluminadas por donde transitan maleantes, putas cantoneras que acechan a los hombres en cada esquina, -vigiladas de cerca por sus rufianes-, espadachines, malhechores, caballeros y tahúres a la busca del juego. Y aún ladrones y criminales que, al amparo de las sombras, perpetran fechorías y a quienes solo les espanta la ronda y los avezados corchetes.
A la mañana siguiente ya corren los sucedidos por los mentideros, recubiertos de las sutiles sedas de la imaginación popular y el veneno de la maledicencia.
Y siendo noche cerrada sucedió el hecho que me ocupa, tal como me lo refirió D. Luis, al que ya vi llegando como una sombra del purgatorio, enjuto, macilento, con cumplida barba, ropilla y calzas descompuestas de tanto remiendo, y los pies boqueando en los zapatos de falsa puntera cuadrada. ¡Cuánta necesidad esconde debajo de su orgullo de hidalgo y de ese barrido de suelo con la pluma de su viejo chambergo!
– A ser verdad lo que cuentan, mi señor D. Luis, es el mayor escándalo desde la muerte del Conde de Villamediana, de la que corren ya diez años.
–A fe cierta, Calabacillas. Hasta Roma, donde yo cumplía servicio, llegó el acaecimiento envuelto en el velo del escarnio y el morbo. Nunca se supo la identidad del criminal. ¿O quizás, sí?
–Es agua pasada. Ocupémonos de la noticia del día. Quiero escuchar las nuevas cocinadas en las gradas, y contrastarlas con las que circulan por las losas de Palacio y los representantes de la Calle León.
–Esta vez no es cuestión de puñales de odio, antes bien son de pasión amorosa. Los dos sabemos de los galanes de convento. Esta afición se ha instalado en Madrid con un interés morboso que alcanza a las más altas señorías del reino.
–Y su Majestad no se anda a la zaga.
–No, bien al contrario. Se venía mostrando hace tiempo interesado especialmente en la novicia de belleza singular de la que tanto le hablaban D. Jerónimo de Villanueva y el mismo D. Gaspar de Guzmán.
– ¿Es verdad que dicha novicia brilla con luz propia en el firmamento de beldades vírgenes?
–Y aún más. Apenas quince años debajo del hábito benedictino, adornados de una suave cabellera rubia, piel alabastrina y ojos candorosos. Su galanura está en boca de los más avezados cazadores de bellezas. Pura ambrosía, dicen los entendidos.
–El fervor religioso de nuestro Rey es solo comparable a su lujuria. Cierto y demostrado. Habíais de ver cómo se le descuelga la mandíbula inferior por debajo de los niveles habituales y el cuello almidonado empieza a rozarle de tanto dar vueltas a la cabeza cuando su interés queda prendido de alguna mujer.
–Más de cincuenta hijos naturales se le atribuyen…
–Tan hijos de Dios como cualquiera de los legítimos, si a eso vamos.
–Parece ser que todo fue urdido por el Conde Duque.
–Sí, Yo pude oír en cierta ocasión cómo su Majestad interrogaba a D. Gaspar. Quería saber el nombre de la novicia y si todavía no había profesado la fe del Señor. No acerté a escuchar la respuesta pues se acercaban pasos por el corredor y me retiré, no sin desgana, la verdad.
–Se lo digo yo, Calabacillas. La novicia se llama Sor Margarita de la Cruz y cumple en el Convento de San Plácido de la Calle de San Roque. El Rey mandó al valido acomodar su encuentro con ella.
–Pensaría que ya que no arregla las calamidades del reino, al menos que le complaciera en sus deseos.
–Pero callemos, que ahí llega el Capitán Sotomayor, de la Guardia de Alabarderos, tan afecto a la Casa de Austria…
–Comamos, pues.
A media voz, continuamos la conversación. D. Luis explayándose en las confidencias y yo, callado, para mejor almacenar en mi magín todo lo que allí me estaba siendo referido. Nos despedimos con el buen ánimo de proseguir nuestra amistad. El bien sabía de la complacencia que su Majestad mostraba hacia mi persona y no quería perder una línea de contacto tan directa, cuando todos sabíamos que sobrevivía de los conocimientos, las trampas en el juego y los halagos, por mucho empaque que mostrara en sus presentaciones.
–¡Quedad con Dios, Juan Calabazas!
–¡Que Él os acompañe, D. Luis!
De vuelta al Alcázar encontré al Rey enfrascado en los planos que le presentan una y otra vez los arquitectos. Quiere ver concluidas cuanto antes las obras del que será Palacio del Buen Retiro. Me he retirado a mi cuarto. No creo que me reclame.
No bien he retomado los papeles cuando he sido requerido para llegarme al taller de D. Diego Velázquez, que se halla en el mismo Alcázar. Es el pintor hombre discreto, reservado, con una serenidad y melancolía en la mirada que llama al respeto. Son de admirar sus pinturas. Es igual que pinte a miembros de la familia real o personas de baja estofa. Siempre cuida de penetrar en su interior. La riqueza de los ropajes de la familia real cobra resplandores en los bordados de oro y plata que ni los mismos trajes tienen al natural. Todo el esplendor y lujo de la Corte quedará reflejada para la posteridad en los cuadros de D. Diego.
Me pidió permiso para hacerme un nuevo retrato, a lo que no pude negarme. Esta vez me mostraría sentado, con una calabaza a los pies, para que no fuera nunca confundido con ningún otro bufón. ¡Cuánta razón tenía! Fue el único que supo administrar en los cuadros el alma distinta de cada cual. Para los demás todos éramos enanos, contrahechos y malparidos.
Yo soy bizco y con dificultades en el andar, pero mi estatura, con ser menguada, no es raquítica y mis miembros tampoco son excesivamente cortos. Antes bien, si, de acuerdo con las normas no dictadas, el talento se mide por la anchura de la frente, hasta bien se podría decir que soy un adelantado en buen entendimiento y razón.
Y así, he sabido representar el papel que quisieron darme por mi oportuno nombre, calabazas, que así llaman a los mentecatos o simples de juicio. Yo finjo admitirlo y saco provecho de la confianza que me brindan. Aunque debo aclarar que el nombre se lo debo a mi familia, que Calabazas era mi padre y mi abuelo y el abuelo de mi abuelo y ninguno fue nunca bufón de palacio, que yo sepa. Solo fue gente ignorada y humilde, que a base de honradez y trabajo sobrevivió a las hambrunas y la mala vida de un pueblo reseco. Y aquí quiero desafiar a aquel que anuncie que soy hijo bastardo del Sr. Duque de Alba, apoyando su opinión en su derecho a mayores sobre los criados de su casa, siendo la verdad que mi madre me confesó que la tal calumnia era salida de vecinos malquistados con la familia de mi padre, lo cual yo sustento.
Y parece que este pensamiento convocó a los espíritus de la familia pues esta misma tarde ha aparecido por Madrid mi hermana, que es la primera vez que sale de Coria y viene a visitarme con su hijo. Allá dejó a su marido, un labriego casi anciano a cuyo cuidado y al del niño, ha entregado su vida.
¡Qué felices éramos de niños! Cuando la inocencia cubría de normalidad y hasta disculpaba la desgracia, las carencias y la injusticia. Y razones teníamos para sentirnos desgraciados pues mi padre murió de unas tercianas al año de nacer yo, después de una larga sequía que nos arruinó las tierras arrendadas al Señor Duque de Alba, Don Antonio Álvarez de Toledo, y cuando estaba a punto de marchar a las Indias, por ver de salir de la miseria. Mi madre siempre fue una sombra enferma arrastrándose por la casa.
Coria era en aquel entonces, y aún ahora, un pueblo extremeño polvoriento y olvidado, con vecinos mal nutridos y rencorosos con la vida. Si muchos de sus habitantes nacimos con taras más se debe a una mala alimentación y peor trato que a la aviesa fortuna.
Cuando el Duque aparecía por el castillo era solo para solazarse con las partidas de caza. A mí me acogió como niño criado con derecho a una menguada comida diaria. Mi madre vio en ello una bendición del cielo, pues el hambre era para ella algo que no solo no podía remediar, sino que más bien nos había habituado a mi hermanita y a mí, a convivir con ella, igual que hacía con las pulgas y las enfermedades.
Recuerdo el día en que apareció por el camino la polvareda de una cuadrilla de caballos y un carruaje negro. Lo divisé desde la altura y en seguida supe que tenía que ser gente relacionada con el Duque. Por allí no transitaban ni hombres ni acémilas y, mucho menos, caballos.
Bajé corriendo hasta donde me daban mis maltrechas piernas y me dirigí al castillo. Lo primero que vi en el patio fueron los ojos desorbitados de mi hermana. Se le escapaba de la mirada la escena que acababa de presenciar. Su Majestad bajando de un carruaje, con traje negro, sombrero y guantes; el Duque saliendo a su encuentro; criados atendiendo al cortejo. Ella, con apenas trece años, parece que atrajo la atención de los caballeros. Hasta el Rey dicen que se encalabrinó de ella. No la creí cuando me lo confesó. Pensé que era fruto de su propio deslumbramiento. Solo a los dos días oí que su Majestad hablaba de la criadita lozana de las buenas ubres.
Al día siguiente salieron de caza. Con el alba desaparecieron los caballeros, seguidos de la jauría. Y así fue los dos días siguientes.
Todo el tiempo que permanecieron hospedados los ilustres visitantes estuve solícito al lado del Duque, no queriendo perderme ni una palabra de sus conversaciones con el Rey por ver si las aprensiones de mi hermana tenían fundamento. De poco me sirvió. Más tarde supe, cuando ya las evidencias eran notorias, que el señor Duque yació con mi hermana las cuatro noches de francachelas que disfrutó con el Rey y los caballeros acompañantes. ¡Esta vez era verdad!
Coincidió el nacimiento de mi sobrino Juan, al que mi hermana quiso bautizarle con mi nombre, con mi partida a la Corte en el séquito del Duque. Los pobres no tienen el derecho de elección, y menos con dieciocho años, sin oficio alguno y taras en el cuerpo. Pero, aun si la tuviera, yo marché a Madrid gustoso, con la firme empresa de pasar lo mejor posible el mal trago de la vida. No se me aparta el pensamiento de que mi sobrino Juan y yo podríamos haber sido hermanos…¡Pero no!, que los ojos extraviados son patrimonio de los varones Calabazas desde tres generaciones y yo soy digno heredero de la lacra familiar.
Se han apaciguado los ruidos del exterior. Es momento de hacer discurrir a la memoria y pasar al papel todo lo que D. Luis me contó.
–Baje la voz, D. Luis, que yo estaré atento al movimiento de su boca. Pidamos otra frasca de vino, que bien nos va a hacer para bajar las perdices al lugar que corresponde. Prosiga, vuesa merced.
–Y se cumplió el deseo del Rey. El Conde Duque…
–Como era de esperar, que no hay capricho o fruslería que niegue el valido a su protector para así tenerle regocijado y él manejar a su placer los asuntos graves.
–El momento llegado, acudió su Majestad de tapadillo, casi disfrazado. Ropilla, calzas y capa de color oscuro, para confundirse con las sombras de la noche.
El encuentro fue a través del pasadizo que unía el palacio de Don Jerónimo, protector del cenobio, y el sótano del santo recinto. Y, cuentan que tanta afición cogió el Rey a Sor Margarita, que las entrevistas a solas con la novicia se repitieron y aún pasaron a mayores. Se puso en evidencia entonces que la novicia no tenía vocación ni de virgen ni de mártir.
De todo ello fue informada cumplidamente la Madre Abadesa, lo cual la escandalizó sobremanera. La profanación del sagrado lugar por muy Rey que fuera, la hizo estallar en cólera. Su orgullo herido urdió un macabro plan hecho a la medida del infame. El siguiente encuentro se hizo a su manera.
Cuando el ilustre asaltador llegó a la celda de Sor Margarita, no podía creerse la estampa que se le ofrecía a la vista: su amada metida en un ataúd con las manos cruzadas sobre el pecho, un crucifijo entre los dedos y cuatro candelabros vertiendo tenues resplandores sobre su rostro angelical. Una auténtica capilla ardiente. Como era de esperar, huyó despavorido, pálido, sudoroso, atemorizado, pidiendo confesión, ofreciendo dádivas para salvar su alma. El Conde Duque atendiéndole en los vahídos y flaqueza de piernas, y D. Jerónimo santiguándose por ver de protegerse de Satanás que, a buen seguro, andaba cerca.
Me imagino a las monjas dando por finalizado el falso duelo, con abrazos a Sor Margarita entre risas sofocadas y gritos de alborozo.
Esto que cuenta D. Luis viene a encajar con lo que yo vi esa noche desde una de las escaleras de entrada a palacio. Salía el Rey del carruaje medio desmayado, gravemente confundido, chorreando culpabilidad, arrepentido de sus torcidas intenciones y con promesa de mudar de malos hábitos, según se desprendía de sus alaridos: ¡Un castigo del cielo, ha sido un castigo del cielo! ¡Novenas, que encarguen novenas para lavar mis pecados! ¡Nunca más, nunca más!
Dicen que la lengua afilada del poeta Góngora, al serle referida la falta de compostura y el total desatino, osó adelantar: ¡El Rey Planeta está fuera de órbita!
Muchos rabos de pasas necesitará D. Felipe para no olvidar los buenos propósitos de enmienda que voceaba para todo el que quisiera oírle. Y, a fe mía, que con tan largo escándalo retumbaba su voz por paredes y techos, que a mí me pareció fuera de lugar para un soberano de natural inalterable, serio y comedido.
Y yo me hago la reflexión: ¿Qué raro embrujo le ha mandado el Maligno al convento de San Plácido? No acaban los ecos de la secta de las Alumbradas y ya tenemos nuevamente corriendo por Madrid la serpiente del sacrilegio. Hay quien dice que se la oye silbar en las noches de viento calmo, señalando los conventos, las iglesias y los hogares de los conversos de Puerta Cerrada y el Lavapiés. Causa miedo. El Santo Tribunal no ceja en sus persecuciones y juicios severos, arreciando en sus condenas. Se espera un severo castigo para todos aquellos que se aparten de las ordenanzas de la Santa Iglesia Católica. Ya se comenta que el sobrenombre de la secta puede ser un signo premonitorio de las llamas de la hoguera.
Hubo mucho tiempo en que yo dudé de todos estos extremos por considerarlos sobrados. La exageración es un solapado instrumento de verdades inciertas. Pero más tarde fui testigo, por formar parte del acompañamiento del Capellán de Palacio, de la entrega al Convento de un Crucificado salido de la mano de D. Diego Velázquez, que enviaba el Rey como regalo. Era el Cristo de tanta belleza y perfección, que su cuerpo irradiaba luz propia y la corona de espinas dejaba dolor en el alma y hasta en el cuerpo de quien lo contemplaba. Ahí comprendí que muy grande debió ser el agravio, para ser de tal calidad la reparación.
Pero yo digo que su Majestad Católica es hombre culto, sensible y bien intencionado. Quizá su fragilidad y falta de decisión para el gobierno le ha echado en brazos de gentes ambiciosas que le mantienen alejado de las arduas cuestiones de estado con toda clase de entretenimientos. Es verdad que el Rey gusta de las hembras y las piezas teatrales del corral de la Cruz; también se regocija sobremanera bailando la zarabanda y la chacona. Pero yo le he visto triste y preocupado con los asuntos de familia, los de Flandes y los de la flota de Indias, siempre expuesta a los piratas ingleses, de cuya llegada a buen puerto depende la abundancia o no en las arcas del Reino.
He oído ruidos por el corredor. No es este momento para extenderse en más detalles, que la Corte es lugar de envidias, trajines y malas querencias, y es mi intención mantener estos papeles en el mayor de los sigilos, por si pudieran interpretarse aviesamente como contrarios a su Majestad porque, de todos es sabido, que la difamación es un látigo envenenado que, a la larga, se vuelve contra el que golpea.
Aquí finalizo la crónica que ya tocan a ánimas en la Iglesia de San Nicolás. En días de aire limpio y algo de viento llega el sonido de las campanas hasta palacio, adueñándose de la Calle Mayor como si de un cortejo o procesión se tratara.
Es esta una de las iglesias más antiguas de esta villa y, sobre piedra caliza, en la parte exterior del ábside, se halla una enigmática inscripción que… Pero no, no sigo, que continúan los ruidos en el corredor… ¡Ave María Purísima, a ti me encomiendo!
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Rosario Martínez