Retazos de la bohemia madrileña, vista por un aspirante a escritor – Un relato de Rosario Martínez

Retazos de la bohemia madrileña, vista por un aspirante a escritor [Relato]
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Retazos de la bohemia madrileña, vista por un aspirante a escritor
Yo, Esteban Zapurrán, comienzo estas anotaciones, no con la pretensión de convertirlo en un diario, sino con la idea de recoger material suficiente para poder ilustrar mis futuras Memorias, si la salud y algún editor benévolo lo permiten. En esta Villa y Corte el que no escribe sus memorias no es nadie, es como si no existiera. Iré consignando experiencias y sucesos dignos de mención que den forma a mi futura magna obra. Por ahora, solo me queda observar, ir haciéndome un hueco entre la jungla de literatos que puebla Madrid, y sobrevivir, que no es poco.
8 de abril de 1930
LA BIEN PAGÁ
Desde el portal de la pensión en la Calle Postas, donde me alojo, esta mañana escuché disparos. Bajé hasta la Calle Mayor y el espectáculo era acorde con los hechos. Un hombre tambaleante, sujetándose un brazo ensangrentado, intentaba ganar la boca del metro de Sol. La gente corría despavorida en todas direcciones, como si una bota hubiera tapado un hormiguero. El silbato de los guardias llenó la Puerta del Sol de una sinfonía disonante que, más que calmar los ánimos, sembró el desconcierto. Dos guardias impidieron al herido iniciar su huida.
Somos un país feroz. Nací el 12 de noviembre de 1912. Cuando tuve uso de razón lo primero que me dijo mi padre es que mi nacimiento coincidía con el asesinato de Canalejas, Presidente del Consejo de Ministros. Con esa naturalidad se aceptaban y se incorporaban los atentados y las muertes violentas al acervo popular. Del mismo modo, esta mañana, cuando las gentes que transitaban la Puerta del Sol se percataron de que el espectáculo había terminado, volvieron a su rutina. Los tranvías hicieron sonar su campana llamando a los viajeros que se habían apeado, las mujeres avivaron el paso recolocándose los mantones, los vendedores y loteras volvieron a pregonar sus mercancías a voz en grito, mientras que los carteristas se afanaban aprovechándose de la confusión. Solo se oía: ¡Aquí se va a armar una…!
Son ya cinco meses los que habito esta ciudad y cada día me sorprende con alguna noticia que se quiere salir del calendario. La situación política es retorcida, inestable. Algo se cuece. Primo de Rivera ha dimitido hace unos meses y ahora no sabemos quién está moviendo el cucharón de la olla. La Universidad también está revuelta. Se esperan cambios, pero ¿cuáles? Estoy escribiendo a la luz de una vela. Debo dos meses a la patrona y me ha quitado la única bombilla que hay en mi cuartucho; no me la devolverá hasta que pague los atrasos. ¡Y mi pobre padre creyendo que con lo poco que me manda me sobra y me basta para cursar estudios de Derecho, pagar la manutención, la pensión y hasta los vicios! Me siento incapaz de decirle que no piso la Facultad, que estoy entregado en cuerpo y alma a las letras. Lo malo de todo esto es que la señora Patro no habla a humo de pajas. Y mira que ha visto mis poemas amatorios publicados en El Liberal que, cuando se los leí, lloró más que la Virgen de la Soledad… pero a la hora del cobro no conoce a nadie. Esa mujer, con el moño alto y su redondez de palangana parece sacada de un personaje de Chapí.
Pedro Luis de Gálvez me ha dicho que deja la buhardilla de El Rastro. Él me orientó los primeros días. También es de Málaga. Su padre, un viejo general carlista, era amigo del hermano mayor de mi padre. Ahora se muda a Cuatro Caminos; tiene familia y necesita un piso más espacioso. Me veo por los tejados, durmiendo con los gorriones y los gatos. Ha dado en llamarme Estebanillo y así me conocen todos los que forman su círculo de amigos. Maldita la gracia que me hace. Yo sé que se debe a la confianza que nos une y la diferencia de edad que nos separa, pero a mí me da que ese diminutivo se presta a consideraciones de autor menor, y yo no he venido aquí para eso.
Paulita, la criada, me ha traído una palmatoria. Sabe que escribo por las noches. El lápiz y las cuartillas los he cogido de la casa de Gómez de la Serna, un joven estrambótico que dispara frases como quien escupe hacia arriba. Le he conocido en los encuentros literarios que organiza en su casa Carmen de Burgos, de la que ya tendré ocasión de hablar. Sólo sé que escribe, es feminista y firma como Colombine.
Seguro que dentro de un par de horas viene Paulita con su sonrisa de ratón a preguntarme si necesito algo. Demasiado sabe ella lo que necesito. Con dieciocho años no cumplidos estoy siempre pronto a vaciar el depósito de mis ardores juveniles. Claro que a ella tampoco la viene mal un trasiego de cuerpos y un poco de calor; la primavera no acaba de calentar y las paredes rezuman humedad de calabozo, lo que hace sentirme como si estuviera en remojo. La señora Patro, a cuenta del no-pago me ha cambiado de cuarto. Al principio me adjudicó uno con balcón y lamparita de noche, pero ahora ando perdido por un cuchitril al final del pasillo con un colchón tan lleno de chinches y pulgas que parece tener vida propia.
La pobre Paulita es un saco de huesos, un escuerzo; no sé por qué se empeña en enseñarme los muslos, si no valen ni para un cocido. Hay qué ver cómo se conoce todas las canciones que suenan por la radio. La muy picarona no hace más que repetir la de “La bien pagá” y, con ojillos rebuscones, mira a la señora Patro, en clara alusión a mis deudas. Ayer la dediqué un poema lleno de esdrújulas. No lo entendió, pero los ojos se le llenaron de agua. Luego se rió tanto que, por primera vez, la vi toda la boca desdentada. Se la veía feliz. Luego le confesé que a los quince años escribí mi primer soneto, dedicado a la higuera del patio de mis padres, porque ya sentía el veneno de las musas traspasándome el alma y frunció el entrecejo como si la estuviera comparando con una breva. Las mujeres sacan conclusiones de pandereta. Si mañana recibo el giro de mi padre iré al Café de Platerías, en la Calle Mayor, donde los asiduos, muchos de ellos empujados al lodazal del hambre y la miseria, matan la tarde, y hasta la noche, con un café. Allí se retroalimentan de sonetos y guedejas de palabrería los últimos ejemplares de la vida bohemia. Los primeros días les escuchaba con la veneración de la beata cuando el cura le echa la bendición en latín. Ahora voy aprendiendo quién es quién. Ya tendré tiempo de hablar de cada cual. Porque en las tertulias madrileñas igual puedes encontrarte a Valle Inclán, con su rancia aureola de carlista, que a Pío Baroja, emboscado en la soledad y el mutismo de su inevitable bufanda. Aunque, la verdad, los que más frecuentan las aulas magnas de los cafés son los plumillas de tres al cuarto, sin forro en los bolsillos, que se acomodan a la sombra de los grandes solo por escucharles algún aforismo o exabrupto.
A propósito: tengo terminados unos endecasílabos que ya me gustaría que me los publicara El Heraldo, como colaboración. Pero hace ya más de dos semanas y no dan señales de vida. Seguiré esperando. Mientras tanto, escribo una serie de relatos costumbristas, de esos que hablan de modistillas, y barquilleros, y chupatintas de manguitos y visera, y aya de casa rica que se enamora del militar en el parque de El Retiro, y señoritos que embaucan a las criaditas, y meriendas en Las Vistillas, cuando no de historias melodramáticas en las “corralas” madrileñas, que así llaman a las casas de vecindad de corredores y patios verbeneros… Las vendo como quien dice a perra gorda, pero saco para tabaco: aquí no se entiende un literato que no esté envuelto en humo.
Todos coinciden en que hay que abrirse paso poco a poco… y sin pisar ningún juanete.
¡Si supiera mi padre que empeñé la cartera de cuero que me regaló cuando me matriculé en el caserón de San Bernardo! Mañana tengo que escribir a la familia. Echo de menos a mis padres, los amigos, a mis dos hermanas, que son dos clavelinas, y a mi querida Málaga.
¡Se me acaba la vela…! No puedo seguir…
17 de abril de 1931
ESCRITORES Y DEMÁS
¡Ya ha pasado un año! Se me ha ido en cogerle la horma a este Madrid bullicioso y dicharachero, que me tiene como acalambrao con la agitación de coctelera que se gasta.
Hace tres días que se ha proclamado la II República. Dicen que se gestó en el salón llamado La Cacharrería del Ateneo, y no me extraña porque la verdad es que siempre ha sido una institución de mucho ruido y muy criticona contra la Dictadura. Los buenos fríos me tengo yo pasados en aquel armatoste, todo por oír a los prebostes de las letras, que ni manguitos de castañera ni bufanda, que allí se crían los malos aires como liendres en pelambrera.
Y la calle, ¡ah, la calle! Es digno de ver el espectáculo de la multitud arracimada, subida por los árboles, con una alegría tan desaforada que hace desbordar las jardineras de los tranvías y las aceras… A falta de la sangre que parece reclamar los más recalcitrantes, muchos se van a los toros, a la Plaza de Goya, que es otra manera de desfogar sus ansias revanchistas. Está a punto de finalizar la construcción de una nueva plaza de toros. Va a llamarse Las Ventas del Espíritu Santo, pero ya los aficionados comienzan a hablar de la Monumental, por la impresión que causa. Estos madrileños se pirrian por los toros. ¡A los toros, a los toros! Nada nuevo, todo el país vive con fervor nuestra fiesta nacional, pero es de sorprender en el llamado pueblo de Madrid la forma que tiene de pasar del regocijo al insulto y viceversa, que está claro que va a desahogarse. Y la Puerta del Sol siempre haciendo de olla donde bulle lo mismo la alegría que el descontento. Con tal algarabía, hasta a los suicidas se les olvida tirarse por el Viaducto. Es la medida más higiénica que he visto desde que piso la capital. No hay día en que un poeta fracasado, una soltera embarazada con el espanto en la barriga o algún desasistido de la fortuna no se sientan llamados a estrellar el cráneo contra la acera de la Calle Segovia. Es de agradecer esta pausa porque, la verdad, es que lo dejan todo hecho un asco de salpicaduras.
Cambiando de tema, ya va para un año que ocupo la buhardilla que dejó Gálvez. Es sofocante en verano y heladora en invierno, como mandan los cánones. Este mes de abril no acaba de calentar. Por el día, la lluvia se ceba con la claraboya y, por la noche, la luz de las farolas se difumina en aureolas mezcladas con la niebla y las calles parecen las de un pueblo minero. El pobre mobiliario y las goteras reúnen unas condiciones más propicias para que broten los sabañones que para que me sorprenda la inspiración. Me paso las tardes en los cafés, calentito y acompañado. De todo voy aprendiendo.
No sé si debería contar que en el piso de abajo ha estado escondido un anarquista. Creo que me crucé con él en la escalera el día que subía al cuartucho de un carcamal que no saluda a ningún vecino. Al día siguiente estuvo a punto de explotar un artefacto casero en las proximidades del Congreso. Esa misma noche vino a buscarle la Guardia Civil pero ya habían huido. Es el pan de cada día. Voy recopilando datos del movimiento anarquista para escribir algo parecido a una crónica. Yo creo que va a dar mucho que hablar a juzgar por cómo se están moviendo las fichas y los adeptos que se unen a la causa. Y a mí que esto del anarquismo me suena a enfermedad de los bronquios…o de los ojos. Cosas mías. Algo que seguro curaría el Dr. Asuero ¡tocando el trigémino!
Escribo en los veladores de los cafés como algunos de los maestros. Frecuento El Gato Negro porque allí acuden y anidan Jacinto Benavente, Emilio Carrere y también Gálvez, mi introductor. Este lugar tiene su punto de intriga y lujo burgués, con ese corredor que le comunica con el Teatro de la Comedia. ¡El trasiego que no habrá visto en ambas direcciones! Con las actrices y meritorias apareciendo justo a la hora en que los posibles protectores acuden a tomar café…huy, huy, huy. Y son todas tan monísimas y tan castizas que se entienden las debilidades de la entrepierna del personal masculino.
Voy trastabillando por editoriales y periódicos. En eso no me diferencio de los demás gacetilleros. Pero hace unas semanas me han publicado un poema dedicado al incendio del Teatro Novedades, en la página cultural de El Heraldo de Madrid. He recibido unas críticas muy elogiables, se ve que las catástrofes ablandan la pluma o es que a las noticias tremebundas acuden los parroquianos como moscas al panel. Allí he conocido a César González Ruano, un periodista que se ha abierto brecha a base de buenos artículos. Tiene un esqueleto tan definido que el traje le cae a plomo. Me arrimo todo lo que puedo a él porque se mueve con soltura de dandy por todas las editoriales y, yo creo que la impostura hace tanto como la buena prosa. Ha conseguido colarse de colaborador fijo en el periódico ABC, que no es moco de pavo. Gracias a él me he relacionado con ciertos ambientes que hace unos meses me parecían vedados. ¡Si yo tuviera su pinta de tísico… otra gaita me soplara! Sin querer caer en ello, tengo que reconocer que, acorralado por la necesidad, he acabado por ver el plagio como algo cotidiano y hasta comprensible. En este cocedero de talentos, ¿Quién no ha prestado su firma a cualquier clase de escrito si en ello le va la cena y el menor decoro en el atuendo? Sin airearlo a los cuatro vientos, yo he colado un sainete y un poemario a nombre de un ilustre del parnaso. En su momento, si estas páginas prosperan, daré el aldabonazo sacando a la luz a más de cuatro de los consagrados que viven del engaño. ¡Si hasta a Martínez Sierra le escribe sus comedias de más éxito su mujer, María Lejárraga…! Esto lo sabe todo el mundo, no descubro nada.
Lo mío son cosas menores. Lo justo para vivir y poder invitar a chocolate con picatostes a las cupletistas que rondan los aledaños de los teatros y cafés a la caza de niños ricos y consentidores. Con esas tengo éxito, la verdad. Creen ver en mí un artista a punto de saltar a la gloria. Dicen que tengo andar brioso y piquito de orador. Debe ser verdad, porque se me abrazan como los borrachos a las farolas. Puede que sea porque me he dejado perilla, pelo más largo y bigotito recortado para aproximarme a la estampa de lo que a mí me parece que debe ser un poeta. Eso y el cultivo de la metáfora me llevan a declamar delante de los contertulios unos sonetos tan retorcidos que, después de leídos, tengo que hacer gárgaras para aliviar el escozor de la campanilla. Puede que abuse de las metáforas, pero es que me asaltan como pálpitos efímeros, vislumbrando en cada una de ellas un quiebro a mi inclinación literaria. ¿Se entenderá lo que quiero decir? Presiento que son mis últimos coletazos de romanticismo. Ahora priva el lenguaje con desgarro, no exento de vulgaridades, y también el surrealismo. Habrá que cambiar el paso si pretendo comer todos los días.
Intento no decantarme por ninguna ideología, entre otras cosas, porque me voy dejando ganar por el escepticismo y hasta, incluso, por el cinismo, los que me hacen de cortafuegos para cualquier veleidad política. ¡Qué atrás queda ese chaval recién llegado que en todo veía novedades y promesas!
A Ramón Gómez de la Serna le llaman todos Ramón, como signo de que el solo nombre le distingue, sin necesidad de apellidos. Valle Inclán permanece impertérrito ante estas confianzas: a él le llaman Don Ramón. Hay una diferencia, sin duda.
Bueno, pues a Ramón le conocí en casa de Carmen de Burgos, escritora, periodista, conferenciante y feminista. ¡Ahí es nada! Con todos esos apelativos se presenta ella. Todos los miércoles hay tertulia en su casa de la calle Luchana, esquina a la glorieta de Bilbao. Por allí acaban pasando todos los que se atreven a coger una pluma. Forman una pareja completamente distorsionada, como de infante y ama de cría. Ella, oronda, rotunda, más de veinte años mayor que él y Ramón con su cara de luna llena, dejándose atiborrar de besos a cambio de poderse refugiar en sus bamboleantes pechos como un niño con frío. Ella tiene una hija ilegítima unos años menor que yo y tengo la impresión de que está esperando que yo triunfe o, al menos, no sea uno más de los ganapanes que brujulean por doquier, para ver si me la coloca. Me han cogido cariño todos, la verdad. Una mano sí que me echan cuando ando en apuros y algún cocido también me he comido en su casa.
Gómez de la Serna creó una tertulia literaria en el sótano del café de Pombo, en la Calle Carretas, enfrente de un establecimiento de aparatos ortopédicos que siempre me paro a mirar; algunos son tan chuscos y elementales que se prestan a la cuchufleta; me refiero a los bragueros y los suspensorios. No puedo evitar imaginarme a ciertos personajes de los de frac, chaleco de ante y reloj con leontina con esos adminículos que actúan como correajes de uniformes, sujetando sus partes pudendas. Bueno, al grano, que no me quiero distraer. El Café de Pombo se ha convertido en el templo de una religión de vanguardia que dirige Ramón, dedicado en cuerpo y alma a la literatura. Tan es así que la llaman La sagrada cripta de Pombo. Son habituales Tomás Borras, José Bergamín… Gutierrez Solana. Este último ha pintado un cuadro tenebroso como un aquelarre, pero al que todos prestan admiración al verse retratados para la posteridad. Cuestión de gustos, a mí me parece un grupo de carboneros con traje y chaleco.
Ay! Hace tiempo que he dejado de intercambiar cartas con Toñita, la novia niña que dejé en Málaga. ¡Nuestras vidas han tomado rumbos tan distintos! Ella sigue con sus ideas románticas de formar una familia y de quererme para toda la vida, pero aquí me han borrado de un bofetón esas ansias conservadoras. Ya forman batallón las mujeres que van pasando por mi vida sin dejar rastro, pero llevándose la inocencia de mi adolescencia inacabada. Hay mucha golfería, la verdad. Pero, lo que son las cosas, a mí la que me hace tilín es una planchadora de la Calle de la Ruda que cada vez que la veo se me aflojan los bisagras. Y la muy ladrona se ríe de mí y me llama, ella dice que en tono cariñoso, macaco con melenas. Tanta gracia me hizo que estoy empezando una comedia con un personaje al que justamente le llamo así. Si me la estrenan la invito a la función para que vea hasta donde he sido capaz de llegar por sus huesos y su chispa desvergonzada.
Anochece. Me voy a mi buhardilla. Dejo el “Gato Negro” para encontrarme con los ratones. Mañana será otro día.
3 de junio de 1932 ¡ PITAS, PITAS!
Hace tiempo que no anoto mis andanzas. Será porque están cambiando las cosas a tal velocidad que lo que escriba hoy ya no sirve para mañana. Todo va demasiado rápido. Estoy dando pasos en el teatro con una obrita de tres actos que espero que pueda ver la escena más pronto que tarde. Hablo de un tabernero de barrio castizo y de los parroquianos que frecuentan su local, que no son, ni más ni menos, que el zapatero remendón del chiscón de la esquina, el albañil del segundo y su santa esposa, la cigarrera y su adonis, un hortera del obrador de pan y un linotipista que se las da de enterao. Aquí los que chutan son el teatro, la zarzuela y los toros. De la poesía no se come y el artículo periodístico está muy marcado por la línea editorial. O sea.
De manera que me he apuntado a la claque del Teatro de la Comedia. Estoy en el gallinero, como es natural. No me cobran la entrada, veo una obra de teatro y estoy a resguardo de las inclemencias del tiempo. Todo por aplaudir cuando, desde un rincón, el mocetón que nos dirige da la señal. Todo un personaje: cigarro de picadura, chisquero de mecha, vozarrón de arriero y manos callosas de cargar fardos. Parece mentira que por las noches frecuente las tabernas arrabaleras disfrazado de mujer. Yo no me lo creía hasta que le vi hecho un mamarracho con un vestido verde ceñido que dejaba asomar la pelambrera del cuello y de las piernas como si fueran matojos chamuscados. Se iba metiendo en todos los charcos con aquellos zapatos de tacón incontrolables. Y la cara pintada como una furcia barata. De Embajadores para abajo se ve de todo. No lo puedo remediar: las noches madrileñas siguen ejerciendo un poder especial sobre mis pretensiones. Haga frío o calor allá que me lanzo. Me gusta la luz de los faroles con cientos de insectos que sucumben a su embrujo sobrevolando enloquecidos. El farolero con su vara larga como la de un hada, prendiendo el gas que acude a la llama como un enamorado. Y las calles estrechas donde solo se escucha la
voz del sereno dando golpes con el chuzo. Algún día tendré que dedicarles un poema a estos cuidadores de la luz y del sueño.
Llevaba un año sin publicar con mi firma. Había llegado a admitir mi condición de negro como el hortelano que siembra para el amo. Pero un suceso me ha hecho cambiar. He conocido a García Lorca, el poeta andaluz de amores con la luna y complicidad con los gitanos. ¡Se acabaron las crónicas indigestas que, a fuerza de acumular adjetivos acaban sonando a epitafios y a novelitas de tres al cuarto! Pondré todo mi empeño en hacer poesía nueva, profunda, que me deje vacío y vayan fuera todas mis ansias. Ya no basta solo con soñar. Hay que penetrar en el alma de las cosas. Ir más allá, más allá, más allá. Cuidadito, Esteban Zampurrán, que te puedes salir del mapa, como diría mi madre.
A lo que iba. Fue en septiembre del año pasado. Yo había ido a Málaga a visitar a mi familia. Me enteré por la radio que Federico García Lorca iba a Fuente Vaqueros para inaugurar una biblioteca pública. No me lo pensé dos veces. Cogí el tren hasta Granada. Allí tuve que esperar a un destartalado coche de línea que hacía la ruta de los pueblos. Pero llegué a tiempo.
Tengo el recuerdo fresco como el primer día. García Lorca dirigiéndose al público con un semblante agradecido, pero serio. Hizo un alegato del conocimiento, de los libros, del hambre de leer, de saber. Tomé notas de lo que iba diciendo esperando que, en cualquier momento del discurso, apareciera su verso fácil y yo pudiera ser el primero en atraparlo.
Cuando me acerqué a saludarle, su sonrisa ya se había anticipado. Me había sorprendido tomando notas. La risita se agrandó cuando le dije que estaba preparado de lápiz y papel por si surgía alguno de sus poemas sobrevolando inesperadamente.
Fue un día memorable. Tiene razón. El conocimiento nos hace libres y une a los hombres. Voy aprendiendo a valorar todo de otra manera, incluidas las mujeres. Se me abre en abanico un horizonte lleno de novedades y misterios.
Al hilo de las novedades, las mujeres y los misterios, quiero dejar aquí constancia de un encuentro.
Hace seis meses conocí a una intelectual. Con este título me la presentaron en el Círculo de Bellas Artes. Era miembro del Lyceum Club Femenino, formado por señoritas de buena familia preocupadas por la cultura en todas sus vertientes. Atienden lo mismo a la llamada de la literatura, que de la enseñanza, la pintura, la filosofía, el arte…Yo, acostumbrado a las cupletistas y las modistillas, no sabía cómo reaccionar. No hizo falta. Ella sabía todo. Tan pronto como le dije que era escritor quiso ver alguno de mis escritos. Al día siguiente ya estábamos quedando en el Lyceum, en la calle de San Marcos. Allí, en uno de lo salones, leí por primera vez mi poema titulado Tarde de mayo. Tanta fue su euforia y entusiasmo que, nada más llegar a casa, esa misma noche, compuse otro que llamé Mujeres. Este iba dedicado a Natalia, que así se llamaba. En él hablo de las “mujeres valientes y obstinadas que luchan por conseguir sus derechos que hasta ahora la sociedad les negaba”.
Por ella dejé de ir al Ateneo, ese cenáculo que alberga todas las especies: románticos, arribistas, antimonárquicos…Demasiado ruido de palabras huecas. Por una tarde gloriosa te esperaban siete de tabarra.
Natalia lo tenía todo: belleza, elegancia, compostura y unos vestidos de seda que me daban escalofríos cuando veía cómo se la pegaban al cuerpo. Parecían guantes. Me enamoré como un zopenco. Ella jugaba al amor. A las mujeres les gusta vernos babeando. Cuando se me pasó el primer ardor comprendí todo lo que nos separaba. ¡Lástima! Ya era demasiado tarde. Había conocido una mujer diferente, ese término que las halaga tanto. En seguida comprendí que eso se paga con lágrimas y sangre.
Lo que empezó como una tormenta lejana se fue aproximando hasta descargar con furia inusitada. Descubrí una mujer inexpugnable, tan dueña de sus actos que cuando decía algo se aferraba a sus palabras como una mula al camino cuando se niega a andar. Me derrumbé cuando un amigo me dijo que me llamaba el vate en tono condescendiente. Dejé de acudir al Lyceum. Volví a la clientela canalla de los cafés, a los paseos por el Madrid de los Austrias, al hociqueo por las iglesias abiertas, solo por escuchar el runrún de las beatas, a las componendas, los sucesos luctuosos de las crónicas de los periódicos, la trapería de los barrios bajos, el piar chulesco de las modistillas, planchadoras, cupletistas y floristas, a las que con solo decirlas: Pitas, pitas, ya las tengo asomadas al ojal de mi solapa. Bribonas, que son todas requeteguapas y alegres, como hechas de cascabeles.
Y retomé el vagabundeo de los domingos por El Rastro, fisgando entre la tremolina de objetos inservibles alineados en el suelo o en puestecillos improvisados como si fueran reliquias sacadas en procesión.
Me dicen los amigos que estoy madurando. Espero que alguien me aproveche antes de que me caiga del árbol y me dé un trompazo que solo sirva para mermelada.
Hoy he oído por primera vez que hay demasiados conventos en Madrid. Miedo me da. He pensado en mi madre que, cuando llega siete minutos tarde a misa dice que no vale. Se oye esa y la siguiente.
Se me ha subido a las rodillas Micifú. Eso quiere decir que es hora de irse a la cama.
Y me voy con un presentimiento de los malos. He recibido carta de mi padre. Me huelo que lo de estrecho de pecho no va a servir.
He esperado a leerla con la luz del día. Las corazonadas son obra de la imaginación, igual que los alejandrinos, que en gloria estén. Tengo que presentarme en el servicio de reclutamiento. A ver cómo les explico que yo ya he sido reclutado para las letras, la bohemia, la gloria venidera, para la farándula, para el amor, la desmesura y los excesos. ¡Que no se enteran! Y lo que siento es que tendré que dejar todo a merced de mis adversarios, que verán en ello un abandono por inacción y desdoro, por falta de encumbramiento y sobredosis de hipérboles, elipsis, circunloquios y aliteraciones y, por cobardía torera ante los mihuras que pueblan la escena y los altares de los consagrados.
Y yo digo que allí, desde donde me reclame la patria, escribiré crónicas gloriosas ensalzando las virtudes de nuestro ejército…y loas a nuestras cantineras, que el ardor y el sobrecogimiento por las cosas bellas perdurarán en mi alma hasta que este cuerpo entregue su última gota de ambrosía. He dicho.
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Rosario Martínez