Amores esquinados [Relato]
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Amores esquinados
Fue un roce suave, como de pluma de pájaro. Se posó en mi americana con la seguridad de saber que su fina blonda no merecía tocar el suelo.
Cuando lo tuve en mis manos sentí un temblor antiguo. Dos cavidades convexas de seda malva destinadas a albergar pechos femeninos, una delicada flor en el centro marcando los territorios y unos leves tirantes de encaje. Eran dos pompas de jabón desprendidas de un suspiro. Un soplo de aire caliente las hizo respirar como pequeños pulmones y emprendieron el vuelo hasta el límite del día.
Miré hacia arriba. La ventana estaba cerrada. Oscurecía. Todo había acabado.
Recordé el transcurso de la fiesta. Los invitados provocadoramente ataviados con ropajes orientales, las estridencias de la música dulzona, el alcohol, las fumatas de narguile. Luné se había apartado del alboroto. Interpretaba a la princesa Sherezade con sus mil historias que contar pero, de pronto, vi su mirada de hastío y desesperación. Lleva dentro el fatalismo de los países pobres, ese que a mí me resulta tan mágico y sabroso. Me imaginé el final de siempre: polvo blanco y un emparejamiento casual.
Saqué mi móvil y me erigí en fotógrafo improvisado. Me dediqué a captar rostros, momentos. La fiesta había decaído. La concurrencia comenzaba a adoptar posturas lánguidas. Un deseo incontrolado me empujaba a tomar la última fotografía de Luné. Me sobrecogí al notar su mirada de acero.
Antes de volver a sentir su rechazo, decidí salir a la noche. Llovía.
Una ráfaga de la memoria me trasladó al momento en que le regalé el sujetador malva. Ahora lo arrojaba a la calle en un claro intento por desprenderse de todo lo que había significado algo entre nosotros.
Sonreí recordando nuestros primeros encuentros, tan sugerentes y enfebrecidos. De eso hace mucho tiempo, cuando vestíamos juntos ropa transparente de mujer y nos recreábamos en el enloquecido juego de ser lo que no éramos. Luné, mi mulato consentido, al que había dedicado mi pasión, mi luminaria fantasía y mis juguetes más ardientes.
Guardé su fotografía en el archivo de amores esquinados y me adentré en el parque. Cerré el paraguas. Por la acera de enfrente dos mocetones marcaban el paso con las caderas.
Palpé los bolsillos de mi americana. En uno albergaba un liguero negro y rojo esperando a ser estrenado; en el otro mi tirachinas preferido, el mini tanga con el que cazaba mariposas de la noche.
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Rosario Martínez