La mujer imperfecta – Un relato de Rosario Martínez

La mujer imperfecta – Un relato de Rosario Martínez

La mujer imperfecta [Relato]

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La mujer imperfecta

Instalado en el ático de cúpula acristalada, alternaba sus lecturas de viejos libros con paseos por la azotea y con la tarea autoimpuesta de dar de comer a las palomas. Esa tarde decidió dar una vuelta por las tiendas del Rastro, quería estar al día de las piezas recibidas.

Alto, de buen porte, el anticuario se paró en el vestíbulo delante del aparador taraceado que albergaba la fotografía de Debussy, cogió el sombrero que reposaba encima del baúl de viaje, la bufanda del perchero, siempre la misma, de seda adamascada, debido a su hipersensibilidad a ciertos tejidos, y rescató el bastón de malaca del paragüero. Todo por ese orden, de una manera maniática.

Acabó sus pasos en la almoneda del gitano donde solía desembarcar, muchas veces avisado por el dueño, conociendo su interés en muebles y objetos del siglo XIX.

Era un recinto situado en las estribaciones del Rastro madrileño, alejado un poco del ajetreo de los puestos callejeros, pero conservando el sabor de lo inesperado y el aroma de lo antiguo, de lo que antes ha pertenecido a otros dueños.

Todo ordenado en un perfecto desorden, este establecimiento acaparaba algunas tardes del anticuario que, siempre buscando la pieza del día, trabajaba en perfecta simbiosis con el gitano, siendo él quien muchas veces satisfacía sus caprichos especiales. Allí se apilaban cuadros, candelabros, muebles, espejos, juegos de porcelana, bibelots, objetos de bronce, de laca, entre los que se movía con la soltura del que ha pisado sus pasillos y buscado en sus recovecos una y otra vez.

Después de dar unas vueltas por la tienda echó un vistazo somero alrededor, se paró en seco y, sorprendido, reparó en un espejo veneciano. Enseguida supo que era una copia, que no tenía que entusiasmarse, pero seguía el modelo auténtico a la perfección y merecía su interés.

Al levantar la vista comprobó que el mismo objeto había acaparado la atención de una mujer. Hablaba con el dueño del negocio. Su voz le llegaba como notas de contrabajo, oscura, salpicada de palabras de más allá de los límites de las lenguas latinas. El anticuario la miró con la misma intensidad con que solía tasar los objetos. Llegó a la conclusión de que no era una mujer ni demasiado joven ni demasiado bella. No, no era una mujer perfecta, pero movía su vestido de brillos verdes con maestría de vedette, dejando un hombro al descubierto, ciñendo su pronunciada cadera como una serpiente alada. Le recordaba los posters de hermosas artistas de películas italianas: el mismo pelo negro, los mismos pendientes desafiantes y las mismas contundentes nalgas.

Llamó su atención que aquella mujer, a la tenue luz que iluminaba los objetos –una luz más intensa los hubiera perjudicado- no desentonaba en absoluto, se convertía a sus ojos en una pieza de arte más que producía reflejos y sombras en la semioscuridad.

Un tirante negro asomaba en su hombro derecho. El anticuario se quedó absorto adivinando su ropa interior. Siguió la dirección del tirante, se deslizó hacia abajo hasta encontrarse con su carne blanquísima, mórbida, palpitante, contenida en dos cavidades convexas de encaje negro y malva que pugnaban por romper el cerco: dos pompas de jabón desprendidas de un suspiro, fantaseó.

De carácter inexpresivo, consciente de su alergia a las personas desconocidas, se mantuvo indiferente, callado, observando. Al fin, viendo que coincidían sus intereses sobre el espejo veneciano, se atrevió a darle su opinión profesional y cederle la opción de compra.

La mujer se mostró agitada, con un vaivén estudiado, hasta que finalmente clavó su mirada en el anticuario con una mezcla de pasión y desvalimiento. Quedaba en deuda.

El hombre aspiró con fuerza el olor de su cuerpo. Almizcle y ámbar. ¿De dónde provenía?
¿Libanesa, serbia, afgana…?

Sin saber por qué, aquel pequeño encuentro le resultó premonitorio. Ya no podía apartar su mirada de aquellos labios rojos pintados más allá de los límites de sus sensuales labios, ni tampoco librarse de la atracción exótica de aquella mujer.

Él se consideraba un fetichista, siempre a la búsqueda de cosas únicas, y creyó haber dado con uno de sus mejores hallazgos de los últimos tiempos, y no se refería al espejo.

La azotea languidecía con los oblicuos rayos del sol; las palomas picoteaban los últimos granos de arroz.
En el salón, severamente dispuestos en las estanterías que cubrían las cuatro paredes, dormitaban los libros antiguos encuadernados en piel, los mismos que había ido reuniendo a lo largo de su vida profesional. Una sillería capitoné y muebles de nogal convertían la estancia en un espacio cálido donde disfrutar del último aliento del día. En la mesa baja reposaba un servicio de té para dos y una bandeja con restos de dulces sin chocolate.

La mujer se metió los dedos entre el pelo, echó hacia atrás la cabeza y le siguió sin decir palabra.

El golpeteo sobre las losas del interminable pasillo excitaban la imaginación del anticuario pero no fue consciente de la carga erótica de la pierna ortopédica hasta que la vio abandonada sobre la bañera de mármol con patas de león, junto al sujetador negro y malva que había presagiado.

Cuando se despertó con los primeros ruidos de la mañana, la mujer había desaparecido. Observó con indulgencia ciertos cambios: la camisa y los calcetines estaban lavados y tendidos en una percha, los zapatos habían sido abrillantados, el traje estaba recién cepillado y la corbata tenía el nudo impecablemente realizado.

Desde entonces, cuando la soledad de las tiendas de antigüedades le convierten en un hombre inexpresivo, indiferente, insoportable, mira con ansiedad por los rincones, detrás de los biombos, de las estatuas, de los espejos, de los muebles…en busca de mujeres imperfectas.

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Rosario Martínez

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