La dama del espejo [Relato]
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La dama del espejo
Hemos vuelto a Viena. Bertha no quiere retornar a Brasil, nadie la espera. Veo la nieve caer a través de los ventanales de nuestra habitación. Ella repite que es un invierno inclemente, duro y frío, como la misma muerte. Paso los días recordando nuestro reencuentro. Aquel balneario…
En el vestíbulo, una mujer acababa de dejar abandonada su imagen en el gran espejo de cornucopia. Era una bella dama de unos treinta años, con la mirada baja y el cabello rubio recogido en un moño. Apoyaba su mano derecha en una sombrilla de encaje. En el brazo izquierdo sostenía un pequeño caniche, al que dedicaba toda su atención. Detuve la mirada en su postura. Inclinada hacia el perrito, dejaba ver cómo los pliegues de la falda de cuadros en tonos verdes, impecablemente ceñidos a su esbelto cuerpo, se agrupaban en la parte trasera en un abultado polisón. Cuello y corbatín de color blanco completaban el atuendo. Al fondo se adivinaba un jardín tropical. Un jacarandá dejaba traspasar la luz a través de sus flores azuladas, dejando reflejos perlados en el vestido. Su cabeza, hasta aquel momento de perfil, se volvió. Unos ojos azul intenso, de pupila amarilla, con la profundidad y la luminosidad de un felino, me lanzaron una mirada con un ardor imperativo que yo entonces no supe interpretar. Todo el conjunto transmitía un ambiente húmedo y pegajoso, tan lleno de vida y sensualidad que creí percibir gotas de sudor brotando de mi frente.
Eché un vistazo a mi alrededor, seguro de que alguien habría visto el giro de aquel rostro. Nadie parecía haberse percatado. Los clientes entraban, salían, cruzaban el
vestíbulo; ni una señal de extrañeza adiviné en su comportamiento. Es más, indagando cerca de las personas del servicio del balneario, el estupor debió quedar esculpido en mi cara, a tenor de su expresión de asombro cuando me aseguraron que en el espejo no había ninguna figura de mujer.
Siguiendo su consejo, el día anterior había llegado al balneario acompañado de Klaus, un antiguo amigo y colega de la Universidad. Él escogió aquel establecimiento de aguas salutíferas. Ocupaba un lugar privilegiado en un valle situado entre montañas, poblado de hayedos, robledales, plantas de mil especies. Parecía el sitio apropiado para disfrutar de una temporada de reflexión y sosiego. Graves sucesos habían sacudido mi vida. Tres meses atrás mi mujer había muerto en extrañas circunstancias. A pesar de mi condición de médico, no supe averiguar las causas de su enfermedad. Un periodo de descanso quizá contribuyese a apaciguar las aguas revueltas de mi espíritu.
Achaqué la extraña aparición en el espejo, de la que tampoco Klaus había sido testigo, a mi deplorable estado de ánimo. Corría el verano de 1905. Las teorías del psicoanálisis hacían furor entre la familia científica y las clases altas de la sociedad vienesa. ¿Merecía un estudio especial aquella aparición? ¿Se podría clasificarla como un sueño?, ¿quizá fantasía…o delirio? A instancias de mi amigo intentaba desechar aquella bella imagen de mujer impregnada en el espejo, pero mi curiosidad e inquietud hacían que, tantas veces como pasaba por el vestíbulo, me fijara en nuevos pormenores. Así un día tras otro.
–Klaus, ¿y si te dijera que hoy ha aparecido desplegada la sombrilla?
–Solo soy un neumólogo. Hans, te conozco hace años. Sé que dices la verdad, tu verdad, pero has sufrido demasiado con la muerte de Esther. Sinceramente, creo que empiezas a padecer anomalías en tu comportamiento.
–¿De verdad crees que todo es debido a la muerte de mi mujer?
–Sinceramente, así lo creo. Desecha de una vez la idea del envenenamiento, es demasiado macabra. Era una mujer frágil, tú lo sabes. Su salud se había deteriorado desde muchos años atrás. ¿De qué sirve mortificarte? Cuando volvamos a Viena quizá podríamos visitar… ya sabes… Tenemos buenos amigos especialistas. Necesitas ayuda. Si pudieras prescindir de la imagen que dices ver… No existe la tal dama. ¿Tan difícil te resulta interiorizar esta idea?
Sí, me resultaba imposible. La silueta de aquella mujer, que, en un principio, me hizo pensar en una alteración grave de mi mente, llegó a hacérseme familiar a fuerza de verla tantas veces como atravesaba el vestíbulo. Convencido ya plenamente de que yo era la única persona capaz de darle vida, empecé a sentir, y hasta desear, la excitación del momento en que, traspasado el salón de té que daba acceso al hall, volvía a verla. En mi más íntima ofuscación llegué incluso a pensar que nos comunicábamos con la mirada. Una mirada siempre fría, capaz de acaparar mi interés con uno solo de sus parpadeos.
La vida en el balneario transcurría sin novedades, indolente. Salvo los baños sulfurosos y las largas caminatas, el resto del día tenía la pesada monotonía de un sanatorio. Era mi amigo el encargado de organizar alguna merienda al aire libre en compañía de residentes del establecimiento con idea de cambiar la rutina, de obligarme a participar en reuniones sociales. Por las noches, después de la cena, el establecimiento organizaba veladas musicales a cargo de un pianista que amenizaba las horas previas al retiro de los huéspedes a sus habitaciones. Una pieza cerraba siempre su pequeño repertorio: el vals nº 2 de Shostakovich. ¡Delicioso! Uno de mis valses preferidos.
Con cada amanecer, nubes amenazantes surgían por detrás de las montañas. Solían descargar a media mañana dejando un aroma a hierbas y matorrales que perduraban hasta la llegada del crepúsculo. Esa era la única variante a lo largo del día. ¿Cómo no iba a sentirme atraído, intrigado, por la dama del espejo? Es más, diría que se había convertido en mi único punto de interés.
Así transcurrieron los diez primeros días. Empezaba a sentir el consuelo reparador del paso del tiempo cuando, una mañana, al disponernos a salir para nuestro paseo matinal, vi con estupor cómo la muchacha de dorados cabellos dejaba el perrito en el suelo con el primor del que deposita una joya en un estuche. Me sonreía por primera vez. De nuevo me encontré de frente con aquellos ojos azules de retina amarillo intenso y resplandor de filo de espada. Sin poder evitarlo, consiguieron humedecer los míos con la sola fuerza salvaje de su transparencia. Quedé aturdido por unos momentos, clavado al suelo. Cuando me atreví a mirar de nuevo, pude ver cómo un papel resbalaba a lo largo de su falda. Me aproximé y comprobé que se trataba de una carta, en la que apenas se dejaba adivinar el encabezamiento: Salvador de Bahía, 13 de agosto de 1892. El resto quedó oculto por el pliegue que formó en su caída. Al levantar la vista, un chirrido de frenos y relinchos de caballo me sobresaltaron.
Fue pasado unos días cuando relacioné el ruido con lo ocurrido aquel 13 de agosto. Sí, mi memoria corrió al encuentro de esa fecha. Vi con total nitidez el tranvía arrollando a mi hijo de seis años cuando cruzaba la calzada para encontrarse conmigo, que le llamaba desde la acera de enfrente. Constantin salió despedido. Murió a consecuencia de un fuerte golpe en la cabeza. De nuevo sentí el agudo dolor que creía adormecido. Los demonios de la angustia volvían como bestias extrañas, revolviéndose por salir a la superficie. Pero, ¿cómo relacionar el hecho con la aparición de la fecha en la carta? Una idea iba ganando terreno: aquella mujer conocía cosas íntimas de mi vida. Lograba comunicarse conmigo utilizando señales crípticas: su aparición en el espejo, el juego con los cambios de imagen, la carta…
“¿Y si le hablara a solas? No sería difícil cuando ya todo el mundo se hubiera retirado a descansar. Pero, ¿qué digo? ¿Se estará trastornando mi razón de una manera seria, como insinúa Klaus?”. Esa noche soñé no con un caniche sino con perros negros babeando ansias asesinas que corrían a mi encuentro en una desenfrenada carrera, para luego pasar de largo perdiéndose en la oscuridad. La imagen de la bella muchacha se mantenía en la distancia, con la sombrilla desplegada, en la cima de una pequeña colina. Tuve un despertar alterado. El sudor empapaba todo mi cuerpo.
La mañana siguiente la pasé arañando el pasado en los recovecos más oscuros de mi memoria, intentando sorprenderme con el recuerdo proveniente de algún pasaje olvidado. Pero mi esfuerzo por encontrar un solo vestigio del paso de aquella mujer por mi vida fue en vano. Mi cerebro no la reconocía.
Agosto avanzaba. El cielo se revolvía entre corrientes huracanadas luchando contra débiles rayos de sol. Los huéspedes comenzaban a abandonar el balneario. Una quietud triste se apoderaba día a día del comedor, los salones, el piano. Lejos de pensar en volver a la ciudad, la idea de encontrarme a solas, en silencio, con la devoradora de mi tranquilidad, me atraía con más fuerza. Esperaba la llegada de la noche, cuando la soledad se hacía más profunda, para deslizarme con sigilo y dirigirme a su encuentro. El canapé redondo tapizado de terciopelo granate con palmeras ornamentales en el centro, me impedía ver desde cualquier ángulo el que ya empezaba a denominar “retrato de mi amada”. Repasaba una y mil veces los más nimios detalles de su delicado rostro, el traje, la postura. Así pasaba todas mis horas vacías. Me comportaba como un actor que se niega a salir de la escena. Comprobé, una vez más, que estaba en sus manos cuando, tan pronto como sonaron las últimas notas del vals de Shostakovich, la mujer se desvaneció por detrás del azogue del espejo. Es hora de descansar, pareció decirme.
La fascinación iba ganando terreno. No solo ansiaba acudir al encuentro secreto, sino que, incluso, me molestaba la idea de los huéspedes echando una última mirada a su aspecto antes de salir al exterior, distorsionando por un momento la imagen admirada. Inútil explicar a mi amigo el embrujo que ejercía sobre mí aquella mujer. Se había convertido en una obsesión. Buscaba cualquier pretexto para pasar por delante de aquel espejo. En la noche la integraba en mis ensoñaciones. Empezaba a manejar la idea de juegos eróticos, envolviéndola, al mismo tiempo, de mil y una cualidades particularísimas y raras. ¿Alguien podrá creer que llegué a percibir el aroma salvaje de aquel jardín tropical?
Al mes exacto de nuestra estancia en el balneario, Klaus habló del regreso a Viena. Nos esperaban tareas y compromisos. Estuvo todo lo convincente que se podía esperar de un amigo verdadero, aunque yo adivinaba su preocupación por ponerme cuanto antes en manos de un profesional de la mente. Los últimos acontecimientos le habían llenado de malos presentimientos en cuanto a mi estrafalaria conducta. En una cosa coincidíamos plenamente: tenía que cuidar mi salud.
El día anterior había vivido el más inverosímil de los sucesos. Fue al atravesar el engañoso vestíbulo para comenzar nuestra jornada con un paseo por los jardines, cuando un fulgor blanco cegó mis ojos dejándome totalmente deslumbrado. Mi amigo se percató de que algo trágico ocurría porque me agarré fuertemente a su brazo al sentir un mareo que me prevenía de un posible desvanecimiento. Sentía cómo me desabrochaba la camisa, el chaleco, se deshacía de mi corbata, me tomaba el pulso. Su voz me llegaba como un susurro. Sentí el agua fresca humedeciendo mis labios. Aquel incidente duró apenas unos minutos. Cuando percibí la recuperación avanzando por mi cuerpo me atreví a fijar la atención sobre el espejo.
Difícil explicar lo inexplicable. Aquel cristal me ofrecía el retrato de una niña de unos doce años. El pelo rubio, dividido en dos bandas por una raya central, caía por encima de las orejas y quedaba unido en la nuca en una cascada de bucles dorados en forma de tirabuzón. Su liviano vestido de organza y encaje dejaba al descubierto la pálida piel de hombros, antebrazos y piernas. Una escalera de mármol, también blanca, servía de fondo, dando al conjunto el resplandor que me había enceguecido. La única nota de color era el tono sonrosado de unos labios perfectos y los principescos zapatos en tono frambuesa.¡Aquellos incisivos ojos azules como agujas de hielo ! Y la escalera de mármol del palacio del barón Von Friedman, amigo de mi abuelo. Tuve que desandar un camino de casi veinte años. Yo tenía veintisiete. Acababa de casarme con Esther.
–Klaus, lo que has escuchado es solo una parte. El hecho que viene a continuación ha dormido en los anales de mi memoria hasta el día de hoy. No por eso deja de haber recobrado toda su importancia con la nitidez que solo proporcionan los acontecimientos insólitos. Deja que acabe de contarte. El barón había organizado una fiesta de despedida de uno de sus hijos. Partía hacia Brasil para hacerse cargo de la herencia de su tío, un hermano soltero del barón, rico terrateniente en posesión de grandes plantaciones de café y explotación de árboles de caucho. Después de los postres y el café, pasamos a la sala de música. La dueña de la casa interpretó una selección de lieder y, al piano, sentada con la solemnidad de una reina, estaba la nieta del barón, ataviada con el mismo vestido que ahora se me aparece en el espejo. Sí, puedo recrear el pasaje con claridad.
Finalizada la velada, después de recoger los aplausos de todos los invitados, la pequeña se acercó a mí con la seguridad de quien se sabe poseedora de algo especial.
–Tú no me conoces, no sabes nada de mí.
–En realidad sé que eres nieta del barón Von Friedman y que has deslumbrado a todos con una delicada interpretación al piano. Perfecto el vals nº 2 de Shostakovich. Es uno de mis valses preferidos.
–Eso es no saber nada. Me refiero al pacto de misterio que he establecido entre nosotros.
–¿Que has establecido un pacto…? ¿Eso qué significa?
–Ahora no lo entenderías. Solo puedo decirte que soy un Espectro de Luz. Me voy a Brasil con mis padres, pero volveré. Me llamo Bertha.
Mirándome fijamente, igual que ahora lo hace desde el cuadro, giró en redondo y desapareció escaleras arriba. Esas palabras fantasiosas que, en aquel momento, no dejaban de ser las de una pequeña jugando a intrigas de adultos, ahora parecían cobrar sentido en vista de los extraños sucesos. Exaltado, pregunté a mi amigo si sabía algo acerca de los espectros de luz.
–Dicen que son seres con dones sobrenaturales, capaces de premoniciones, de visiones fantásticas, apariciones…, protectores unas veces, destructores otras. Para entendernos, sus habilidades están relacionadas con otros mundos. Creencias populares. Posiblemente sea gente que practica alguna suerte de brujería o sortilegio. Nada más alejado de lo que es la verdadera ciencia. ¿Por qué lo preguntas? ¿No pensarás que acaso esa superstición pueda estar influyendo en tu vida? Tú, un prestigioso médico, hombre de cultura, de conocimiento…
Poca o ninguna paz me aportaron sus palabras. Mis noches se habían convertido en un verdadero suplicio. No quería creer en falsas manipulaciones del tiempo y el espacio, pero el caso es que las visiones perturbadoras continuaban, creándome una dependencia absoluta de aquella transfiguración. Porque ahora sabía que era una transfiguración en dos etapas de la vida de aquella mujer. Una forma de hacerme llegar por mis propias conclusiones a hechos para mí ignorados.
A la mañana siguiente de mi desvanecimiento, aún convaleciente, lleno de aprensiones, bajé al vestíbulo dispuesto a destruir aquel espejo que se había convertido en mi torturador. Alterado mi ritmo cardiaco por una noche de pesadillas, comprobé que el espejo cumplía simplemente con la función de reflejar las imágenes que estaban en su ángulo de acción. No había ninguna figura femenina ocupando su espacio.
–Sencillamente han cesado las alucinaciones– aseveró Klaus.
El feliz suceso y su carácter abierto, hicieron recobrar a mi amigo el tono jovial de siempre. Todo había sido a causa del padecimiento de mi maltratada mente. Ya no había motivo de preocupación. Pronto estaríamos de vuelta a la ciudad. Mi recuperación, lejos de aquel lugar, sería completa.
Pero el destino me tenía reservados otros planes.
Subí al dormitorio.
Cavilando, envuelto en el silencio y la penumbra, sorprendí a la joven a través de los cristales de la ventana que daba al jardín. Un viento huracanado agitaba su cabello suelto. Su vaporoso camisón de seda y encajes revoloteaba como una gigantesca ave enloquecida.
No fue fácil para mí admitir aquella presencia. Cerré los ojos. Me negaba a pronunciar una sola palabra. Intenté concentrarme en las notas aisladas del vals que llegaban del piso bajo. Cuando abrí los párpados el Espectro de Luz ya estaba dentro de mi dormitorio. En medio de una claridad sobrecogedora, avanzaba sonriendo con mirada maliciosa. Se dirigió hacia mí traspasándome con la mirada.
–Vengo a cumplir mi promesa. Sé que has recordado mis palabras. Esa es una de mis facultades: conseguir que los demás caminen por el tiempo en las dos direcciones. Yo he llegado hasta ti porque tú has sido capaz de retroceder al día en que nos conocimos.
–No comprendo. ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué has perturbado mi cerebro hasta el punto de creer que me había vuelto loco? No recuerdo haberte hecho ninguna clase de promesa. Apenas una leve conversación con una niña…
–Esa niña ya entonces estaba enamorada de ti…y hasta podía ver tu futuro. Te llevo esperando desde el principio de los siglos. Tú has podido ver mi transformación, sólo tu. Es otra de mis propiedades: escojo y juego con la irreverencia del que posee el don de estar entre dos realidades.
Su risa extemporánea llenó la habitación como un eco interrumpido. Comenzó a hablar.
Sus palabras salían apelotonadas, como palomas al vuelo. Tenía prisa. Había un espacio en blanco que quería ocupar con todo lo vivido. Habló, habló… Unas veces con ímpetu desbocado sobre su pasión, sus ansias de posesión; otras calmadamente, con susurros y palabras de embeleso. Un aroma a plantas tropicales se desprendía de sus ropajes. Me llegaba acompañado de la melodía del vals que, veinte años atrás, había escuchado a la luz de infinitas velas. No necesitaba ninguna espada flamígera para sentirme aniquilado: esos ojos azules transparentes lanzaban dardos capaces de paralizar. Bajo el hechizo de aquellas sensaciones, me sentí caer en un sueño profundo.
Dormí en sus brazos plácidamente, como no lo hacía desde muchos meses atrás. Cuando desperté, la atractiva mujer dejaba caer su cabello sobre mi frente haciendo signos cabalísticos inentendibles que me llenaban de paz. Hice un cálculo rápido del tiempo transcurrido. Yo tenía en la actualidad cuarenta y siete años, ella debía tener algo más de los treinta.
Una sola vez nombró a mi esposa. Dijo, con una severidad calculada, que fue afortunada por disfrutarme por tantos, tantos años. Luego añadió que ella nunca hubiera rechazado el tener más hijos conmigo.
–Si he trastocado los frascos de los medicamentos de tu difunta ha sido por el gesto de desdén y repugnancia que sorprendí en su rostro cuando aplaudías mi actuación al piano. Sabía que no sería fácil desprenderte de sus cadenas. No eras consciente del aborrecimiento que la provocabas. Siempre te culpó de la muerte del niño, aunque nunca lo dijera abiertamente. Si estoy ahora aquí es porque cabía la posibilidad de que tú partieras antes que yo, sin saber lo que ahora ya sabes.
–¿Y has esperado casi veinte años…?
–Y más hubiera esperado. Ahora quiero acompañarte en el final.
Klaus me ha diagnosticado tuberculosis. Trata de ocultarme su avance. Pero yo sé que para esta terrible enfermedad no existe tratamiento médico. La siento agazapada esperando el momento para darme el último zarpazo.
Bertha ha entrado en la habitación con un libro en las manos. Ha cerrado los postigos. Continúa nevando. Repite que es un invierno inclemente, duro y frío. Soporta con una dulzura envidiable mis persistentes ataques de tos. Se ha sentado al piano. Los dos sabemos qué pieza sonará. Más tarde leerá hasta verme dormido. Vela a la cabecera de mi cama, en la que permanezco postrado, no sé por cuánto tiempo. Insiste en que un Espectro de Luz siempre cumple sus promesas. Cuando le menciono el espejo del balneario una sonrisa aflora a sus labios.