Cromo Celeste – Del archivo de Claudia Prócula. Consulta 18 (4 IV 82).
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Anthaxia semicúprea
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Muy digna doctora:
Me llamo Marceliano, legítimo sucesor y descendiente del Condestable de Agramante, último de una noble saga, si descontamos a mi sobrina y heredera. El caso es que yo llevaba una vida tranquila, casi “beata” (en el sentido antiguo de feliz y santa). Con suficientes rentas como para no tener que servir a nadie (¡Dios tenga en su gloria a mis antepasados que tan bien proveyeron nuestra despensa!), he consagrado mi vida al estudio. La comunidad científica internacional reconoce mis aportes al conocimiento del copto y la cultura alejandrina, así como mis traducciones de algunos de los Manuscritos más interesantes de Nag Hammadi, joyas del cristianismo gnóstico primitivo. Tampoco soy del todo desconocido en el campo del coleccionismo numismático y filatélico, aunque yo tengo en mayor estima mi colección de estampas. Busco en ellas ese verde místico de algunos cuadros del Greco, el raro color del Cielo.
Cincuentón y soltero, sé poco de mujeres. La verdad, Claudia, me ponen nervioso. No me tenga por misógino, tal vez un poco por “ginófobo”, si me permite el neologismo. Le seré sincero, los pocos escarceos que sostuve de adolescente con chicas del servicio y, luego de joven, con fulanas de la capital, me fueron por completo insatisfactorios. Los confesé en sacramento, hice propósito de la enmienda, los purgué y luego los evité cristianamente, con resignación estoica. No se engañe: ni siento hacia las mujeres el desapego sexual del gayo (sic) ni la indiferencia del eunuco. Me atraen, pero el temor o el pudor me las volvieron extrañas. Quise mucho a mi madre, por desgracia desaparecida, pero jamás sentí la compulsión edípica del “madrero”. Una vez declaré mi amor a una señora muy señora, por carta, sin embargo, mis sentimientos no fueron correspondidos y mi anhelo de compañía decayó sin objeto.
Mi dificultad para intimar no me ha impedido ser amable con todas; lo tímido no quita lo cortés. He empleado mi vida en solitario, sin historia. Eso no importa. ¡Son los malvados, honrada Claudia, quienes ocasionan la historia! Se llamen Alejandro, Gengis Kan, Napoleón o Stalin…, dementes todos, gente desesperada, ni soportan la vida ni saben cómo trascenderla. Quieren estar por encima de la Naturaleza, ¡y caen en la Historia!
Esos caudillos del progreso han sido siempre inadaptados, resentidos, neuróticos y hasta psicópatas. El progreso es una falacia. ¿Cree usted que los cristianos son ahora mejores que en los tiempos de Pacomio? ¿Cree usted que el obrero en su grillera de cemento y cristal es más feliz ahora que el campesino o el pastor lo fueron en la Antigüedad? Quien cree en el progreso discrimina a las víctimas, porque son sus verdugos y descendientes quienes escriben la historia. Los justos no creen en el progreso, sino en la eternidad del Reino de Dios, ni creen en la Historia, ese becerro de oro modernista, sino en el raro color del Cielo… En realidad, usted ya sabe que nada en este mundo merece el esfuerzo que cuesta alcanzarlo. Siempre desearemos una realidad más grande, más larga, más perfecta.
Pero me voy por las ramas, doctísima Claudia… Sucedió que de repente murió mi cuñada viuda y tuve que hacerme cargo de su hija adolescente, mi sobrina, y entonces el frágil equilibrio de mi vida se vio amenazado. Araceli es guapa, inquieta, despierta como su madre, a la que siempre admiré en secreto. Al principio, no dio problemas en casa, alegre y formal, puso color, ritmo y melodía en las habitaciones del viejo caserón provinciano, pero en cuanto comenzó sus estudios de Derecho en la capital, que yo costeaba con gusto, se inició la pesadilla. Como sabe Claudia, las capitales están llenas de vicios disfrazados de novedades. Eso, o las malas compañías.
Al parecer le hizo frente a una monja que le reñía y pronto la despidieron del costoso colegio de señoritas. Se fue a vivir a un apartamento compartido y al segundo curso lo suspendió casi todo. Volvía a nuestra pequeña ciudad vestida de india apache, seguro que desvirgada, con el pelo mechado de verde esmeralda, apestando a mariguana… Por feria se trajo a un guineano con instrumento musical, un gigante más dócil que una mula porque Araceli lo manejaba a su antojo, al negro. Yo no hacía más que disimular con entereza mi malestar.
– ¿No serás xenófobo, tío? –me espetó a quemarropa antes del plato principal, sin esperar a que yo suspirase. Respondí que no, y le permití que acomodara al subsahariano Thierno Traoré en la habitación de invitados. Pero Jaime, el mayordomo, me chivó que Araceli se lo metía por las noches en la cama. Me hice el longui, el liberal con vista gorda.
– ¡Nos vamos a París, tito! A casa de un colega franchute…
No puse el menor reparo. Los euros, sí. Para Navidad, ya esperaba a mi sobrinita como quien teme al diablo. Se había rapado al cero, salvo una mecha que le colgaba de lado. Se había tatuado un mandala en el brazo y un aro –como para ronzal de bestia de carga- le atravesaba la nariz. Cantaba mantras a todas horas: “¡Hare Krishna, Hare Krishna, Hare Rama, Hare Hare!”. Me “reveló” que su responso no era mera oración, sino “vibración divina trascendental” en adoración íntima a ese “océano de misericordia” o “suprema personalidad divina” que alienta en cualquier criatura.
Cuando callaba -¡gracias a Dios!-, se enfrascaba en el estudio del Tratado del Niño-Dios-Azul, en la contraportada constaba a que dirección podían enviarse donativos en dólares usamericanos. A la semana, Araceli devino ecologista y vegana. Bajaba las escaleras como quien pisa huevos para no asesinar hormiguitas al descuido.
Se vestía como un paria, pero cada vez lucía más hermosa, incluso semicalva como Ocasión o cebolla. No me extrañé cuando a las vacaciones siguientes regresó con toda su magnífica cabellera trigueña, reconciliada con las chuletas de cordero, los huevos y el pescado.
– ¡Me he puesto al loro, tito! –me anunció. Siguió hablándome en spanglish, así que sólo la comprendía a medias (hablo con soltura francés e italiano, pero el inglés siempre me pareció bárbaro). Le dije que su discurso me sumía en melancólico desasosiego y ella me avisó que esos estados de ánimo ya no se estilaban, lo cool ahora era estar depre o con estrés, en todo caso mejor que padecer un toc o un desarreglo bipolar, muy comunes en la capital. Me animó a consumir ansiolíticos y productos lights. Le pregunté qué era eso y me aclaró que chocolate sin chocolate y cerveza de mentira.
Araceli me ponía al día. La gente guay ya no se casaba, todos se escoraban hacia la izquierda porque temían un invierno nuclear, el deshielo de los polos, una pandemia global o la desertización imparable…
-¡Diablos! –pensaba yo-, ¿no estaría Araceli destinada a contraer otra enfermedad rabiosa?
Exacto. Para Semana Santa se había convertido al marxismo-leninismo-maoísmo. No llevaba un gorrito de paja de arroz en la cabeza, pero le goteaban de la boca palabras con burgu-: “burgués”, “aburguesamiento”… Del capullo de su boca saltaban pequeño-burgueses en cascada para ahogarse en un lago de alta montaña del color de sus iris. Ya no le importaba su suerte particular si con su praxis revolucionaria (que podía ser “praxis teórica”, desde luego) mejoraba la condición del proletariado internacional y de la “famélica legión”.
¡Lucía preciosa cuando predicaba, posesa iluminada y antorcha a los cuatro vientos, el advenimiento del Comunismo Científico! Acosó sin descanso a Jaime y a Quiteria, la cocinera. Afortunadamente, no consiguió que me odiaran. Siempre fui generoso, pagaba sus seguros sociales, los mimaba con un sustancioso aguinaldo, siempre los traté con la debida consideración…
– Que sí, Quiteria, que mi tío le roba la plusvalía y le chupa la sangre. No se deje engañar por el paternalismo de la clase dominante, adquiera conciencia de clase. Usted y yo somos “compañeros de viaje”, porque yo soy huérfana y desclasada…
– No, señorita, no se llame usted esas cosas…
¡Conversación de besugos! De nada sirvió que le contara lo de la hambruna provocada por el “gran salto adelante” diseñado por Mao y sus secuaces, ni que le hablara de las deportaciones y genocidios de Stalin… Pensé que Dios me la había mandado como desafío en el otoño de mi existencia terrenal, para ponerme a prueba. ¡Y vaya si me tanteó!
Animado por el padre Hidalgo y por un dedalín de licor de naranja, decidí una tarde conferenciar en serio con Araceli. Le hablaría como un padre, le diría que era natural que quisiera divertirse, pero que iba siendo hora de sentar cabeza, de rematar Derecho, de buscarse un novio sensato… Revolucionar el mundo estaba bien, pero ser adulto consiste precisamente en reconocer que el mundo es para nosotros tan misterioso e injusto como ingobernable y que acabará devorándonos a todos. El mundo no es vegano, sino un formidable depredador.
Llamé a la puerta de su cuarto. Me contestó con un susurro, “¡pasa, tío, pasa!”. Al principio no lo vi porque no lo quise ver. Estaba desnuda sobre la cama, acariciándose eso. ¡De verdad que quise retroceder ipso facto, Claudia! Pero ella me sonrió impúdicamente…:
– ¿Cuánto hace que no follas, Papi?
Entonces sí que desperté. Regresé a la biblioteca dando un portazo. Excitadísimo…, ¡irritadísimo! Me puse el gabán, corrí al casino y no retorné hasta el alba. Bebí demasiado licor de naranja y cuando me desperté la cabeza me daba vueltas y la escena de Araceli me atormentaba como dantesca visión de un condenado.
Se fue apagando, ¡menos mal! Esquivé a mi sobria y casi le retiré la palabra, pero ella me asediaba con sus posturas de sátira y su insinuar zalamero. Por primera vez apuntó interés por mis traducciones del copto. Otro día me rogó que le mostrara mi colección de estampas. Consentí. ¡Me perdí! Ella me preguntó por aquellos álbumes con lomos de piel que se apretaban tras los archivadores de grabados devotos.
– Son fotos antiguas…, tonterías, recuerdos de viejo.
– Las he repasado cuando no estabas, galopín, sé que son fotos de “tías guarras” –con sus finos deditos hizo un gracioso gesto para las comillas de las señoras en desabillé- Ven aquí, tú ven aquí… Relájate, ven conmigo…
Yo pensé en Ulises con los oídos libres mientras las sirenas le asaltaban. Paralizado, cerré los ojos y me entregué a un apocalipsis de emociones nuevas. Me dejé hacer o no supe lo que hice después de que Araceli me pusiera la zancadilla y me tumbara en la alfombra. Me cabalgó como una bacante durante un instante infinito.
Reconozco que sentí en ese abismo en que caía toda la opulencia de la creación (no sé ya si divina o diabólica): olor a hierba recién cortada, a tierra mojada tras aguacero veraniego, olor a nardo. Oía los jadeos de Araceli como olas bailando sobre arena dorada. Por fin fue como si hubiera hallado en la frescura de un valle de alta montaña la clave del curso de los astros.
Acabé exhausto, medio muerto, más exprimido que limón en fonda. Pero no me importaba morir entre sus pechos tersos, tan acogedores como los gemelos de la gacela de Salomón. Allí, con los ojos cerrados, descubrí por fin el color que buscaba en las litografías: el raro cromo del Cielo verdadero.
¡Fue el momento más feliz de mi vida, Claudia! ¿Puede considerarse pecado un éxtasis parecido? ¿Qué debo hacer ahora? No me atrevo a confesarle esto al padre Hidalgo. Y es que por más vueltas que le doy al episodio, ni me considero culpable ni siento arrepentimiento. Antes bien, espero ansioso, con cada vacación, volver a disfrutar de los sutiles colores de la gloria. Pero ella me trata ahora como si no hubiera pasado nada. Fría como un témpano. Y yo ando depre y estresado. ¿Cómo recuperaré el extraño y maravilloso color del Cielo?
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Por desgracia, no contamos con copia de la respuesta a don Marceliano en los archivos de Claudia. O se ha perdido o fue directa y de palabra. Hemos indagado por impura curiosidad… Sabemos que Araceli, ya muy granada, remató sus estudios de derecho a trancas y barrancas. Se enamoró y se casó. Su tío les donó un pequeño apartamento en un buen barrio de la capital y desempeñó con dignidad el papel de padre putativo, padrino y consuegro. La relación con su marido no tardó en deteriorarse, pero ella esperó la muerte de don Marceliano para divorciarse, ya elevada a condesa de Agramante.
Jaime, ya jubilado, nos detalló que fue él quien encontró difunto a don Marceliano, más tieso y amarillo que bacalao en salazón, con un ojo guiñado, la boca abierta babeante y la cabeza reposando sobre un álbum de estampas. Jaime las recogió y las guardó en el álbum, que devolvió piadosamente a la biblioteca. Siempre había amado al conde.
Dijeron que murió de infarto, pero yo creo que fue por añoranza; murió de una herida profunda en las entrañas del alma, causada por un rayo de luz celestial. En todo caso, entregó el espíritu mientras barruntaba, por indicios del encuentro con Araceli, el inconcebible tinte de la Gloria.
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José Biedma López