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De los Archivos de Claudia Prócula [Directorio Tomando en paz la luna] – Jacinto – José Biedma López

De los Archivos de Claudia Prócula [Directorio Tomando en paz la luna] – Jacinto – José Biedma López
02/09/2018

De los archivos de Claudia Prócula

(Directorio Tomando en paz la luna)

 

***

 

Choreutis nomorana

 

***

 

Estimada doctora:

Me llamo Jacinto Álamo Parra. Comprenderá que mis nombres ya anuncian un singular destino…

En estas fechas para muchos comienzan o acaban las vacaciones, esas interminables hileras de vehículos que contemplo todos los años desde una colina cercana a la autopista, tan ordenaditos como procesión de hormigas, abandonan la capital. Quien puede deserta, en automóvil, en tren, en autostop o en avión…

No tengo coche. Me estresa conducir. Imagino con sincero dolor que algunos de esos tránsfugas del agujero negro de la megalópolis no volverán jamás; o peor, temo que alguna de esas familias ni siquiera alcanzará las ilusorias sierras o el alivio de la brisa del mar, sin un susto o una trágica pérdida irreparable…

¡Me pierdo en divagaciones! Igual que otros se agitan cambiando de lugar pero no de vida, alborotan en mí pensamientos pintorescos y patéticos, más que lógicos. Y luego se esfuman en el aire como vilanos a principios de otoño.

Sé mucho de vacaciones, del terrible peso de una vacación indefinida y forzada, de la ociosi­dad, “madre de todos los vicios” porque al que se mueve algunos le fallan, pero al que permanece quieto, todos los vicios le atinan… Sé demasiado del tiempo sin meta, vacío, que adorme­ce energías mentales y aliena más que las manualidades o el trabajo mecánico. Si al exceso de tiempo libre le unimos la soledad, la explosión está garantizada con ese cóctel enloquecedor. El aburrimiento y la soledad corroen la personalidad muy lentamente, como una tortura, como un ácido.

Pero no se crea, ¡yo no estoy solo! Liberado del trabajo antes de tiempo por un accidente laboral, luego por jubilación anticipada y reajuste de plantilla, empleo los  veranos y el resto de las estaciones provechosamente, hablando con las plantas.

Sí, ha leído usted bien, estimada doctora: ¡me comunico con los vegetales! Y de ello vivo en un sentido más espiritual que físico, creyéndome predestinado a amar a esos organismos que se alimentan de luz pura. En la escuela, ¡ya me pareció maravillosa la fotosíntesis! Desde entonces he desarrollado la rara habilidad, el extraño arte de hablar con esos seres vivos que, en vez de piernas y patas, esconden raíces; en vez de bra­zos, extienden ramas; y en lugar de lenguas y labios, lucen flores y hojas.

Los maliciosos me acusarán de misantropía porque prefiero las plantas a las personas. Justifico mi original ocupación, que los impulsivos tomarían por un síntoma neurótico o una manía senil, diciéndome que es una actividad extraordina­riamente instructiva y, además, barata; una ocupación con la que no fastidio a nadie y me proporciona un buen pretexto para andar de aquí para allá manteniéndome en forma.

Con mi ligera cojera, efecto de una desviación incorre­gible de cadera, recorro los arrabales de la ciudad en busca de nuevos amigos: heroicos cereales silvestres, pertinaces solanáceas que luchan por recuperar el suelo vital que el cemento voraz de la ciudad les ha robado. Animo con pasión a diminutas higueras cimarronas que abren, con sus serpenteantes raíces, fisuras de vida como cuñas vengado­ras en los bloques grises de fábricas abandonadas. Me conmuevo ante el atrevimiento salvaje de un lustroso “ombligo de Venus” desarrollándose sobre lecho de musgo en la horquilla húmeda y acogedora de un viejo cinamomo. Sufro con los geranios al sentir cómo sus médulas tiernas son devoradas sin piedad por larvas de mariposa africana, una oportunista del cambio climático. Salto de alegría cuando descubro un nuevo amigo alimentándose de las basuras de un solar: ¡una momórdiga!, una de esas matas de “pepinillos del diablo” que los franceses llaman “pistola de damas”, porque cuando los cohombrillos están maduros se desprenden súbitamente de su pedúnculo por una contracción convulsiva y lanzan las semillas en chorro, a cuatro o cinco metros de la planta originaria… (“¡Esos gabachos en asuntos eróticos son la monda, o mejor, la pera!”, pienso). Por fin, me detengo para charlar durante horas enteras con los inmensos, viejos maestros de los parques públicos. ¡No hay miedo de que estos venerables amigos me dejen plantado o falten a una cita!

No es que aquellos corpulentos plátanos orientales, o los olmos oscuros de copas cantarinas, o los pinos veteranos, perfumados y crujien­tes, no se muevan, como supone la ignorancia común… Quien conoce bien a estas pacientes criaturas sabe que cambian de forma cada día y a cada hora, pues están vivos, y así la savia, como la sangre que nos fluye por las venas, circula por sus vasos, tejidos y ramas… Sin embargo, siempre los hallo en el mismo lugar, dispuestos para la confidencia o la cháchara, vueltos ligeramente al sol, siguiendo su trayectoria, o convertidos a la cambiante regularidad de las sombras y al capricho del aire fresco de cada mañana.

– ¿Esta mañana sopla el cierzo o el ábrego? –les preguntaba.

Los álamos me contestan con un temblor de obleas de plata. Los árboles y las flores se comportan con reserva y misterio, como una madre embarazada.

Percibo en cada cambio las modificaciones sutiles de sus estados de ánimo, como síntomas de su sentir y su pensar. Sus quejas, como crujidos. A veces me suena tan oscuro su mensaje, tan enigmática su melodía, que me obliga a concentrarme. Me acerco para oler las cortezas, palpo con ternura sus hojas… Dudo entre una interpretación y otra, pero siempre escojo como verdadera la más alta. Cuando rozó sin querer una guija tuberosa, sus flores amariposadas, de un delicado rosa vivo, me dicen: “bésame”. Sin querer, me ruborizó. No tengo ya edad para esos lances, pero agradezco la incitación halagadora. Pronto, donde ya el campo alarga sus tentáculos resistiendo a la ciudad para abrazarla, una clemátide, la “gata rabiosa” o “jazminorro”, se abraza y enrosca a una zarzamora y, donde no puede, la hierba muermera se enrosca sobre sí misma. Al lado, las colas de alacrán de la verrucaria marcan la hora, siguiendo al sol como agujas de reloj. La humilde forrajera me ha contado que en remotos días sus simientes, pasto de tórtolas y pardillos, se empleaban para desecar verrugas. Los ramilletes en que están dispuestas sus florecillas se doblan en la punta sobre sí mismos, como el abdomen del escorpión, y se encogen de noche como viudas atribuladas…

A mí me parece, Claudia, que el Genio de la Tierra obra en las plantas, en su lucha por la existencia, exactamente como obraría en un hombre. O mejor, ya que las plantas enraízan en el suelo saben mejor que nosotros, pues dispersamos localmente nuestros esfuerzos, contra qué rebelarse. Eventualmente se envilecen o pervierten por necesidad o placer en formas parasitarias e inmorales. Existen plantas que viven del trabajo de otras, plantas asesinas, plantas pirómanas que se abren camino entre sus competidoras favoreciendo los incendios para luego rebrotar rápido, como el ave Fénix de sus cenizas, para hacerse con todo el terreno ganado y plantar sus reales en el prado limpio, nutriéndose, para más inri, con los despojos de la combustión de sus víctimas. Me recelo que estos tipos se han escapado del huerto del Señor de las Moscas, Belcebú, de un huerto no, ni de un jardín, sino de una selva caótica, umbría, inhumana y cenagosa, donde habita el Maligno.

¡Disparates! En realidad prefiero ese estilo asilvestrado, mejor que los céspedes de los estadios de fútbol o mejor que esos setos de aligustre podados a la francesa como rediles de geranios pequeñoburgueses haciendo juego con pájaros enjaulados. No es la planta el peor adversario de la planta, el peor enemigo es el más feroz de sus parásitos inteligentes. En verano cierro los ojos para no ver el resplandor escatológico, me tapo los oídos para no oír el crepitar de los bosques en una pira fúnebre y gigantesca. La Bestia Triunfante hace rugir en los montes su estupidez y a mí me llega el eco de la destrucción como un trueno interior y, luego, como la confidencia de una amiga, de una acacia mimosa…

Una tiniebla espesa se extiende por montes y collados,

un infierno de espanto rueda por las cúpulas

encendidas de los árboles, y gritando

estalla los cascabeles del Aurora.

Un sol demente asuela el color de todo,

revuelve en una escarcha sucia, pegajosa,

mil cerebros en el barranco con cenizas.

 

Persisten espectros de llamas muertas

entre cadáveres de Elfos y llantos de Titania,

despojos de Ninfas y horrores de Oberón.

Esas lenguas del diablo desuellan la piel de la tierra,

despueblan sus jardines de espíritus iluminados,

hunden sus garras encrespadas en acolchadas madrigueras,

desgarran con sus picos el corazón de los troncos,

y los lentos frutos del paciente amor,

las filigranas del sueño de la vida

se deshacen en nada en un instante de terror,

profundizan en el aire preñándolo de muertes,

arrastradas al fondo sin belleza ni valor

de la insondable estupidez de los hombres tristes.

 

Eso me canta la acacia fúnebre. Entonces me hundo abajo, hacia su centro.

En efecto, cada especie vegetal expresa en su misma existencia una intención artística y sobrehumana. Hay plantas de idiosincrasia triste y otras de temperamento optimista. Todas entonan un canto a la grandeza del Supremo Genio de la Naturaleza, un murmullo -si llueve o hiela- que a veces suena más bien a lamento, por culpa de esos animales que malquieren con conocimiento, de esos bípedos que ni siquiera conocen lo que quieren, empeñados en legar a sus nietos herencia de soledad estéril, desierto poblado de autómatas sin corazón.

Pero mañana saldrá el sol. Todavía cantan algunos pájarillos. El Genio de la Tierra evoluciona; esto es, se adapta, se modifica, progresa inteligentemente. Emplea los mismos métodos y la misma lógica en todos los seres vivos, animales, hongos y plantas… Tantea, vacila, suspende y vuelve a empezar; añade, elimina, reconoce y rectifica; se aplica, inventa penosamente. El Genio de la Tierra tampoco sabe en las plantas adónde va, para qué crece, también allí se busca y se descubre poco a poco, como en noso­tros, sacando fuerzas de flaqueza, ensayando armonizar con el entorno, imponiéndose a un medio, en parte hostil, hasta apro­piárselo.

A fin de cuentas, el Espíritu que anima todas las cosas –eso barrunto‑ es el mismo que anima nuestro cuerpo, que vibra y fluye por nuestro cerebro y nuestros nervios. Todos los poderes de la naturaleza son parientes próximos…

Sueño con una gran Inteligencia esparcida por todo el universo, penetrando como un fluido universal todos los orga­nismos vivos y reconociéndolos como partes de sí misma… Y me siento en deuda con las plantas por haberme revelado la actividad incesante de este poderoso agente activo.

En la silenciosa compañía de los árboles amigos, he desarrollado una especie de mística: me extasío, me ensimismo, divago, especulo, fantaseo, recuerdo, razono y aprendo, ¡Dios mío!, ¡cuántas cosas puede uno aprender de los árboles con tal de que use ojos para mirar, oídos para enterarse, y tiempo para recibir todos sus secretos como don de una amistosa confidencia!

Para empezar, al contrario que los seres humanos, las plantas son siempre sinceras. Al principio yo las suponía desvergonzadas igual que, a fuer de sinceridad, el exhibicionismo del vulgo asquea: ¡casi todas llevan los genitales a la vista en el ápice de sí mismas, mientras en los animales las gónadas ocupan el lugar más recóndito!; y todas manifiestan sin el menor pudor su afán por crecer, trepar, ser más altas que el competidor más próximo, chupar, sorber la luz más transparente; y expresan directa­mente odio o temor mediante pilosidades y espi­nas, casi invisibles y venenosas como las ortigas, o enfáticas, como las de ciertos cactus y acacias; es decir, las plantas son como nosotros pero con menos dobleces, sin simulaciones, ¡a las claras!

Cada una representa una idea que se remonta desde las tinieblas de sus raíces, organizándose y manifestándose en la luz de su flor, ese espectáculo incomparable. Escapan hacia el Cielo desde la fatalidad del suelo, inventan alas para vencer al espacio y enfrentarse a su destino, ascendiendo.

No me dirijo a ellas buscando explicaciones, sino comprensión, pero he deducido que en reali­dad son ellas las que me quieren a mí para alcanzar a través de mi mediación algún tipo de consciencia. Tuve al principio esta convicción por una extravagancia, hasta que un buen día oí cómo mi idea resonaba en las palabras de San Agustín citadas milagrosamente por un diario local:

 

«Las plantas presentan sus formas variadas a la percepción de los sentidos y mediante ellas se configura hermosamente la forma visible de este mundo; es como si, puesto que ellas, según parece, no pueden conocer, quisieran al menos ser conocidas».

 

¡Sí señor!, hubiera estado completamente de acuerdo con San Agustín, si no fuera porque esa afirmación que subrayo: “según parece, no pueden conocer”, me parece cada día más débil. ¡Hemos de admitir formas de conocimiento diferentes del nuestro!, ¡vaya si las plantas saben cosas!

¿Conoce usted, estimada Claudia, el famoso pasaje de la Recherche de Proust en el que el narrador, sumergido en la contemplación de una oxiacanta, tiene el sentimiento inexpugnable de que esta flor tiene algo que “decirle”, y pierde la consciencia del aquí y el ahora en tal contemplación, en tal “estado de escucha”? Cuando descubro a un nuevo cómplice vegetal, yo también me pregunto:

– ¿De qué frenesí tenebroso, de que impulso ciego procede esta nueva forma viviente que surge como un orden armónico y milagroso en mitad del caos y el ruido?, ¿qué quiere decirme esta planta?

Como verá he devenido perito en el arte anti­guo de descifrar enigmas conversando calladamente con un dios verde. Cuando me miro en el espejo –poco, sólo al afeitarme-  me veo como un oráculo discreto, como un poeta sin pena ni gloria…

Sin embargo, mientras paso el tiempo en conversaciones con las plan­tas, también aumentan mis cabellos o me cambian de color, me brotan botones de cariño en el corazón y luminosas florescencias en el alma, en tanto el Genio de la Tierra madura en mí, envejezco sin remedio.

Así que un buen día noté que me empezaban a crecer raíces en los pies y verdes brotes en los brazos. Los tejidos de mis ropas se transformaron en cortezas cada vez más oscuras y sinuosas. Ya no necesité comer ni beber cuando las puntas radicales de mis plantas empezaron a absorber jugos y sustancias de las ubres escondidas de la Tierra… Me sobraba con mirar al sol, cuya luz buscaba derecho. Por las noches, respiraba.

Hasta que una magnífica mañana del mes de mayo, una extraña flor albiceleste se abrió en mi mano.

 

***

 

RESPUESTA

Estimado Jacinto:

Una puede entender que llamaran a la Virgen María “Rosa de Jericó”, o que un hombre se llame Jacinto Álamo Parra… Son metáforas, figuraciones, rodeos. Recuerde que Yavé hizo de un árbol emblema paradisíaco del bien y del mal. A usted le gusta pensar en la botánica como una serie de bellas imágenes que ilustran verdades morales. Sólo le salva su entusiasmo.

No discuto que podamos hablar de un alma vegetativa, ni pongo en cuestión nuestro parentesco con las plantas, hasta es posible que experimenten algún tipo oscuro de placer y dolor, aunque sin conciencia, sin saber que lo están experimentando, lo cual, respecto del dolor, es una gran ventaja, pues no se duelen  por dolerse ni se miran tristes a sí mismas afligidas.

Piense que la luz de esa flor que le ha nacido atraerá a insectos, gusanos, larvas y arañas. No es más que un reclamo, una trampa para la reproducción cruzada. Piense en la depredación, en el parasitismo… Ningún reino de este mundo es perfecto. No se engañe.

Tenga cuidado con el Genio de la Tierra, puede que sus intenciones no sean del todo limpias y, desde luego, no están claras. Además, la mayoría de los bosques y espesuras que sobreviven a los incendios no han sido precisamente plantados por la mano del Amado, muchos nacieron para acabar convertidos en papel higiénico o soporte de infamias, y el “genio” que ha pasado por los prados de verduras, esos que usted ve sufrir esmaltados de latas y plásticos, no es distinto del que alienta en abrojos, cizaña, orobanches, yedras estranguladoras y plantas carnívoras…

¡Ojo, que no todo el monte es orégano!

 

***

José Biedma López

La Asperilla, estío 2018

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