El Barón Bermejo [Jornada XXXIV. Arañas volantes]
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Comentaban los caballeros el extraño episodio del chaparrón de peces y mariscos… El color de besugo le señalaba en el cogote a Tordés la inflamación del golpe, lo que no le impidió lucir su erudición…
‒ Ya el historiador Ateneo en el siglo IV antes de la Visitación de María Zeotoka menciona una lluvia de peces que duró tres días en Queronea. Todavía mandaba Magdalena en la Ekklesia luminosa de Éfeso (o vegetaba en una gruta de Marsella descubriendo los siete nombres del Espíritu del mal) cuando Plinio el Viejo describió una lluvia de carne, sangre y lana. En el siglo XVI ratones amarillos cayeron en Bergen; en 1836, una lluvia de sapos asombró en Tolosa; no había terminado ese siglo cuando un chubasco de serpientes asustó a los de Memphis y sendos turbiones de codornices divirtieron y alimentaron a gaditanos y valencianos…
‒ ¡Ni castigo ni señal ni pronóstico ni prospectiva ni augurio! –señaló enérgico Radón, augur titulado-, todo eso se explica como efecto de fuertes tormentas y trombas marinas: ¡El cielo que lame, succiona y luego espurrea! Seres volantes por capricho de Natura en uno de esos tornados cuya base recoge como un cazo enorme y eleva a cien kilómetros una mezcla de arena, agua y seres vivos.
‒ ¿Y las lluvias de cachorros de perro, Es regnet junge Hunde!?
‒ No me extraña que esos eventos sucedan en parque germano –respondió Tordés con media sonrisa irónica-. Sin embargo en Salta, Argentina, llovieron oportunistas arañas.
‒ Eso es peor. No son comestibles, por venenosas.
‒ ¡Pero Azorín las adoraba! Consideraba a esos “artrópidos” de ocho patas y ocho ojos los seres más fuertes y universales del planeta. Hallarás arañas en todas partes, incluso en el agua: vuelan, saltan, nadan, bucean, minan, paralizan, envuelven…, envenenan. No se da en los géneros y especies humanoides una vitalidad tan amplia. Creía Azorín que la Tierra se había hecho para ellos: arañas e insectos. De todas sus ventajas biológicas, El Pequeño filósofo destacaba el orden de su vida…
‒ ¿Qué quería decir con “el orden de su vida”? –preguntó Bermejo.
‒ Nosotros los humanos somos primero niños, luego adolescentes, maduros un par de décadas, tal vez tres o cuatro, y al final, muy pronto, caemos por la edad ligera hasta devenir viejos decrépitos. La escasa plenitud de nuestras energías coincide con el comedio de nuestra existencia. Mas cuando tenemos aún la fuerza, nos falta el conocimiento, y cuando ganamos experiencia y sapiencia, entonces nos falta la fuerza, e impotentes buscamos consuelo en el recuerdo y nos amarga el espectáculo de la necia pujanza temeraria de la juventud que nos rodea, ¡o nos aparta! Es patético, ¡o mejor dicho trágico! ¡En los insectos no se da esta ordenación absurda y dolorosa!: son primero viejos, perezosas orugas que se retuercen sobre su alimento y cuyas espinas urticantes hacen las veces de gruñidos y quejas seniles. Luego son menos viejos transformados en “ninfas” y al cabo entran por metamorfosis parcial o total en el tesoro de la juventud triunfadora. La mayoría acaban celestiales, perfumados y elegantísimos como ángeles alados, a veces sólo aptos para libar flores, para el cortejo y el amor, la cópula y la puesta (y has de saber que la mayoría de mariposas no gozan ni ponen por donde mean). Es verdad que esta fase sublime es muchas veces efímera. ¡Qué importa! ¿Quién ha demostrado que una vida más larga sea mejor que una vida más alta? Según El Pequeño Filósofo, los insectos mueren en plena juventud sin amargura, sin culpas, sin añoranzas abrumadoras.
‒ Cada especie tiene lo suyo.
‒ Y lo de otras, gracias a la ingeniería genética.
‒ Cierto.
Además de la calefacción que irradiaba desde el suelo, la llama y las brasas de un hogar magnífico calentaban y embellecían los rostros de Misolinda y Lynette en uno de los mejores salones del llamado Torreón del Cerro de la Horca, el cual a pesar de su siniestro nombre contaba con estancias propias de un palacete rococó… Las damas charlaban y jugaban perezosamente al ajedrez embutidas en sedas con brocados.
‒ ¿Crees que “tu salvador” llegará a tiempo como para ganar algunos créditos después de tanto cuento y tanto tropiezo? –preguntó Misolinda.
‒ Acaba de cumplirse el mes. Tiene margen. Los hay menos intrépidos. Además, ¡no estamos encima de un charco ni en un reventadero! Dale tiempo al barón Bermejo –respondió Lynette.
‒ ¿No muestra excesiva parsimonia para creer que estás en peligro? ¿O tal vez dude de que estén abusando de vos? –especulaba la dueña, Misolinda.
Comprensiva, Lynette movió lentamente un peón dos pasos y comentó:
‒ No se lo ponen fácil a Bermejo: le calentaron el pandero, le hincharon la cara, le sustrajeron el todoterreno… Él y sus colegas, bastante marchitos, marchan a pie, con un burro y un escudero reducido, hijo natural de madre díscola… Viejas lascivas, magas poderosas, hadas malignas y santas optimates conspiran para retrasar su empresa…
‒ Pero algunas le auxilian… –dijo Misolinda, y contestó amenazando el peón de Lynette con caballo y caballero.
‒ Bueno, ya sabes que en este Parque muchas optimates juegan a su aire… Los grupos que hacen grandes apuestas al rocín segundón mueven también sus piezas.
‒ Juegan como nosotras, por no aburrirse…
‒ El ajedrez no es sólo un juego. Su verdadera esencia parece radicar en aquello que más gusta a la naturaleza humana: el combate (Lynette).
‒ ¿Hablas de naturaleza humana? ¡Qué antigua! ¿En todas las edades y a todos los géneros y especies, crees que es la pelea lo que les importa? ¿No prefieren algunos y muchas, amas, dueñas, damas u optimates, conejos y liebres, el amor, antes que la lucha? (Misolinda)
‒ ¿No tiene el amor también algo de pelea? Y suele perderla el que más ama (Lynette).
‒ ¡A peleas de amores, colchón de plumas! Los amores reñidos son los más queridos -sentenció el gayo Nasón (Misolinda).
‒ Riñas de damas y caballeros, no de bestias naturales… (Lynette).
‒ A esas, las reducimos o las mejoramos… Aunque tal vez no rebajemos a todas las que lo merecen (Misolinda).
‒ … Riñas en las que, como en el ajedrez, jamás se le pierda el respeto al contrincante. ¡Ni llevando ventaja material! (Lynette).
‒ Aunque la lleves, un solo error, una mala jugada, y todo lo pierdes. Y no hay excusa; ¡la cagaste, hermana! No hay azar, sino férrea causalidad cuando te dan mate (Misolinda).
‒ Así acaban por desgracia todos los juegos. La Verdadera Jugadora nos saca con su guadaña del tablero, seamos damas o sacerdotisas mitradas (Lynette).
‒ Sí, querida, escaqueadas a la fuerza. En la caja o en la pira de reciclaje (Misolinda).
‒ A la fuerza, aunque tardía, la agonía. ¿Se acabó por eso la guerra?… No te engañes con el mito de la paz eterna; no es más que una tregua. Jamás cesa el flujo de la diversidad (Lynette).
‒ Tales son tus maravillas, poderosa Natura, que al mismo tiempo das luz y asesinas, alzas al Azur, que arrojas al infierno. Haces del toque fúnebre cascabel alegre. Nadie puede detener el fuego transformante de tu imperio –Misolinda parecía recitar de memoria un poema o una oración aprendida hacía mucho tiempo.
‒ Pero, gracias a la Diosa, nuestro mundo no es un cuadrado de sesenta y cuatro escaques. Eso fue antes de que las dueñas y amas fuesen fertilizadas con espermatozoides selectos de caballeros de mérito, incluso de zánganos anónimos discriminados según protocolos del CLD [Centro de Control Demográfico]. Eso fue antes de que se naturalizaran –puso énfasis Lynette en esa palabra- los trasplantes de útero y se industrializara la producción de matrices.
‒ … Eso fue antes de que se mezclaran las especies y los géneros. ¡Ay! ¿No sientes nostalgia de aquella santa prostitución del alma que se entregaba entera, poesía y caridad, a lo imprevisto, al desconocido que pasaba y al efecto de su afecto? –preguntó Misolinda.
‒ Nuestras hermanas, doctoras cultistas, sostienen que el Espíritu no es Naturaleza; no tiene naturaleza, pues es una mera colección de ideas que ni siquiera forman de partida un sistema ni se colocan según el orden estricto en que nosotras colocamos la dama y las torres, los peones y las mitradas. El espíritu es imaginación, teatro, escenario inmaterial y fantástico que aspira a congelarse en sistema, a detenerse sujeto y en sujeto, ¡esa es su cima!, el privilegio de que el nombre propio signifique algo, el privilegio de la ilusión de causalidad o su fin inalcanzable, pues el fondo del espíritu es delirio, azar, indiferencia (Lynette filosofaba entusiasmada y sus hermosas pupilas negrísimas centelleaban como brasas).
‒ Sabes, amiga…, algunas cultistas han acabado por reconocer la imaginación y la fantasía, estructuradas por principios de asociación, como verdadera naturaleza, tanto humana como posthumana. Adviértoos, querida, que la palabra “asociación” debe entenderse aquí tanto en el sentido lógico como en el sentido social, puesto que la faena de todo entendimiento y de toda IA [Inteligencia Artificial] es hacer sociable una pasión o un motivo, o hacer social un interés o una función. Semejanza, contigüidad y sucesión, espacio y tiempo, eso es todo, ¡costumbre es la argamasa de todas nuestras ideas! (Misolinda).
‒ Concedo que no hay Necesidad, salvo en lo limitado de reglas y cuadros del ajedrez o en el imaginario de los sistemas numéricos y lógicos, y todo eso no es natural, sino convencional, artefactos culturales, instrumentos técnicos o pasatiempo inventado. No hay pues relación necesaria (Lynette)… ¡Ja! No hay “relación necesaria”. Si vos faltaseis, ¿creéis que me sería muy difícil convertirme en dueña absoluta de vuestro barón Bermejo, que ahora sólo me sirve idealmente, como en un juego? (Lynette).
‒ ¡Ni relación necesaria ni predestinada! Sólo conjunción constante…, o, mejor dicho, acople acostumbrado, porque la constancia o permanencia de una relación es siempre relativa. Incluso la subjetividad es efecto de la cultura, una impresión refleja, porque no hay yo sin espejo… (Misolinda).
‒ Y a falta del espejo social…, faltando el espejo de la mirada de los otros a Narciso, desesperado y sin colmena, para ser Narciso únicamente le quedó el charco en el que ahogar su vanidad (Lynette).
‒ Incluso la fea debe mirarse en el espejo para ser. Lo que importa de Natura madrastra es su efecto sobre el Espíritu, o sea, sobre la imaginación que pugna por ser estable (Misolinda).
‒ ¿Que pugna? O sea lucha, pelea, ¡combate!… Quod erat demonstrandum! –sonrió a su amiga Lynette al decir esto y añadió: “¡Jaque!”.
Era una amenaza rutinaria al rey blanco, que fácilmente podía cubrirse con una de sus sacerdotisas mitradas que, como los antiguos alfiles u obispos, dominaban las diagonales.
El juego consistía en acosar y ahogar dama, y tanto la dama negra como la blanca, tras el enroque, se ubicaban seguras, igual que la señora oscura (Lynette) del barón y la señora blanca (Misolinda) de Bermejo. Ambas se sentían calientes y bien protegidas en aquel salón de la Torre del Cerro. No conocían las dobles y triples intenciones del malvado que las hospedaba, Salmanto el Quejumbroso, uno de los más perversos de los caballeros del megaparque paleártico, amigo de Gracián Vasaltar, caballero de moda, con el que en ese momento y por razones que desconocemos, volaba lejos del Cerro de la Horca.
Continuará…
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José Biedma López