El Barón Bermejo [Parte Cuarta]
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– Me llamo Driseida, ¡Driseida!, con dé, de decente, ¡ni Briseida ni Criseida!, que esas fueron hembras oprimidas y otras desgraciadas. Ejerzo como optimizada geóloga en una mina de cobre a cielo abierto en los Andes, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, trabajo ocho días y descanso seis. Una labor de notable responsabilidad, muy estresante. Por eso decidí alquilar en WWW.JOLLAMA.ORG un par de zánganos de la reserva verde, cultistas*, o eso creía yo, para relajarme con ellos en el parque. Me aseguraron que serían dóciles y mansos. Pero enseguida se pusieron a discutir. Uno de ellos, enano para más inri, un gobelino normando, defendía tesis contrarias al dogma cultista, proposiciones próximas al naturismo, tales como que “el arte, aunque no siempre imita, debiera imitar a la Natura naturata o al menos armonizar con Natura naturans”. El otro, un gigantón holandés bebedor impenitente de cerveza, peregrino oficial del santuario Pilsen en Bohemia, que según él mismo sólo se emborrachó una vez, pero le dura la vida entera, ¡ay!… (suspiro, puchero, suspiro).
– El caso –siguió- es que se pusieron iracundos, a discutir vehementes, excandescentes, y se olvidaron de mí, ¡una optimizada geóloga! Se enfrentaron físicamente, ensayé separarlos y salí malparada, luego me dejaron aquí olvidada, sin móvil, sin polvo y embarrada, con los atavíos rasgados y apestados. ¡Más me hubiera valido comprar un satisfyer personalizado!
Por dónde se habían escapado estos dos malandrines fue algo fácil de decidir cuando Radón el Augur, puesto en cuclillas, estudió dos pares de huellas, una de un cincuenta y otra de un treinta, o menos.
– Venid con nosotros, señora, y os daremos derecho.
A la rienda la colocó Bermejo, que ella se agarraba con sus dos manos regordetas al cuerno y a la horquilla. Procuraba Bermejo no darle patadas con el estribo y que no notase ella en la rabadilla su íntimo incremento. Y pronto dieron con los zánganos. “¡Malos, traidores!, ¿por qué hicisteis mal a esta optimizada geóloga?” – les gritó Radón, el del Penacho.
¡Ni caso hicieron los peatones!
– No tuvimos miedo –habló el liliputiense chato. Y extendió desde uno de sus bolsillos un rayo con forma de hacha que se ensanchó como aspa de ventilador. No le fue posible blandirla, pues el Morado le ensartó una de sus flechas entre ceja y ceja. El otro bellaco cayó de hinojos pidiendo clemencia; tan grande era el holandés que al postrarse la tierra tembló.
– ¿Cómo darás enmienda a quien deshonraste? –Le preguntó Radón al normando, y como buen augur ya conocía la respuesta.
– Cumplía órdenes –respondió el truhan, cambiando de tema.
– ¿De quién? –Radón, sefardita de penacho amarillo, le abofeteó sin saña pero con fuerza, sin prisa pero sin pausa. Tres veces, porque Plutarco llamó Justicia al número tres y tres veces se conclama a los difuntos y tres se les dice “vale”.
– ¡Dale otros tres guantazos al gobelino! –pidió el Micólogo-, que tres fueron las ventanas de la torre en que Dióscoro, padre cruel, encerró a santa Bárbara.
– ¡Pégale otras tres bofetadas! –pidió el Morado-, que tres son las potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad.
Y al acabar Radón, pesado como el gas homónimo, y aunque las dos mejillas del enano ya estaban moradas, pidió Álex:
– ¡Endílgale otros tres lapos!, que en la voz humana está lo que engendra palabras, las palabras mismas y el efecto de hablarlas.
Y por fin Bermejo:
– ¡Encájale tres ostias más!, que tres son las virtudes teologales, tres las harpías, tres las parcas y tres los promontorios.
– ¿Qué son los promontorios? –alcanzó a murmurar el gobelino tamañico sangrando por la boca y ya ciego de un ojo.
Hacía rato que la doncella había descabalgado de la Isabela, y como el enano no respondía tras los doce tortazos que había aguantado, la geóloga solicitó un multiusos suizo de ultimísima generación totalmente electrónico. Álex el Certero se lo sirvió. La geóloga seleccionó el modo elastrator y cortó de un tajo los testículos al bribón. En lugar de las pelotas, desmesuradas, podía verse ahora una enorme quemadura, sobre la cual colgaba a derechas un excesivo pene flácido. Luego de rebanarle, vengativa, uno a uno los dedos de la diestra, por fin habló el gobelino.
– Servimos al Quejumbroso… –musitó entre ayes y lagrimones. Sus quejas conmovían como gaita o pandereta, sin sobrepasar un nivel muy primitivo de emotividad. No obstante, al oír el nombre de su archi-enemigo, a Bermejo se le inflaron las narices. Pensaba en la dama de sus introspecciones, Lynette, en su fablar dulce, su plática siempre animada, en ese andar suyo con tal reposo, tan sensual y seguro, y en su continente por el que, físicamente libre, vivía ahora en ideal cautividad. E imaginaba sin quererlo la barba doble del Quejumbroso baboseando sobre el seno desnudo de la señora de sus pensamientos, que no era la de su lecho, su esposa y dueña Misolinda, amiga tan suya como de Lynette.
Se le inflaron las narices y cuando esto sucedía los labios de Bermejo desaparecían, la boca toda dientes, las napias tan dilatadas que fácil se le escurría el moco por sus ojales. Por eso, por estética y ética había seguido voluntariamente un cursillo obligatorio de amansamiento para iracundos durante su caballeresco pulimento.
No tuvo que contar hasta cien. Pasó de la irritación al susto y del susto a la sorpresa cuando él y sus compañeros percibieron cómo los cuerpos de los dos malhechores y el de la geóloga mutaban en imagen tridimensional hasta desaparecer del todo como una lumbre de pajas que se extingue lentamente.
A esto se hizo de noche y en su firmamento, que de firme nada cuenta, un enjambre de satélites proyectaba un spot publicitario, o eso creyeron. Lo que presume novedad envejece rápido, así que no prestaron atención de inmediato, alejándose del fango hediondo, defraudados por la desaparición misteriosa de la oronda y simpática geóloga. No obstante, ya apeados y acampados, Radón reconoció algunos símbolos propios de su oficio mántico en el anuncio del cielo.
– ¡Atentos –dijo-, Haltamisa la Adivina nos saluda! Tras la prueba de la geóloga, nos recibirá en su cortijo a diez leguas de aquí en dirección norte.
– ¿Mañana? –preguntó Bermejo.
– Cuando arribemos –repuso Radón con barbarismo à la page.
En consecuencia, todo había sido un juego de hologramas, un tanteo de la famosa curandera de nombre misterioso. Bermejo se la imaginó riendo delante de un monitor; la risa es lo que las mujeres más aprecian, después de la pasión. Así computan caballeros.
*Cultismo: Una de las dos escuelas principales en que se distribuían los zánganos o drones, es decir, varones no “reducidos” (castrados) ni “pulidos” (educados o instruidos), en los tiempos del Barón Bermejo. La otra escuela, naturista, considerada reaccionaria, recuperaba la idea de Ley Natural y era combatida por el PFS de las optimizadas estériles, instituto del que se nutrían las principales autoridades de las instituciones más importantes de la Cibernación. Ningún caballero pulido o aún eunuco se declaraba públicamente de uno u otro bando intelectual. Por decoro.
Continuará…
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José Biedma López
para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne
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