Segunda epístola a Claudia
Muy digna y estimada señora:
Soy una cabeza de ciervo con sendas cuernas ramosas de doce puntas, una cabeza montada sobre una peana de madera de nogal y enganchada en la pared del hogar de una casa rústica. ¡Ahí es nada! O casi nada. Comprenderá que mi vida actual resulte penosa, muy lamentable. Allí, colgada como una cosa, como un trofeo de otro, me tiene mi verdugo, mi amo… ese animal feroz que me privó de mi cuerpo y de mis extremidades, pero no de mi alma que, por siniestra maldición, persevera en callejón sin salida, en vía muerta.
Con el tiempo, sin embargo, he conseguido vengarme. A base de concentración, paciencia y poder mental, primero logré hacerme sitio entre sus pensamientos y luego he logrado que mi asesino haga cosas por mí mientras duerme, como si fuese mi esclavo. Prueba de ello es que, sirviéndome de sus garras, querida Claudia, le escribo esta carta. Tras la vigilia, muy especialmente cuando llega a casa muy cansado, mi verdugo pierde el dominio de sí mismo y yo tomo las riendas, y así le escribe a usted, como en trance, lo que yo le dicto.
Sepa que mi ser, convertido en un grotesco símbolo de la inútil violencia desatada por una bestia bípeda contra un animal herbívoro y pacífico, coronado por el arabesco de mis astas, ha acabado por dominar las pesadillas de ese cazador que un día de otoño me derribó de un tiro en mi sierra, hace ya más de veinte años, poniendo así fin abrupto a mi libre existencia de venado montaraz y silvestre.
No me tome por quejica. Desde entonces he aprendido mucho, es verdad. Cuando el hombre se queda «frito» en el sillón junto al fuego, me concentro y consigo dominar su cabeza. Le levanto el cuerpo si se me antoja y le hago llegar, como si fuera una máquina, al escritorio. Hago míos sus músculos y nervios. Fatigo su imaginación con mi nostalgia de yerbas y de barrancos, de bosques y de lunas, y por fin le hago recordar, una y otra vez, las veredas y trochas por las que me persiguió en el monte hasta darme caza para degollarme.
Sorpréndase, Claudia, he llegado a compadecerme del depredador -¡yo, que soy su víctima!- ¡Pobre hombre!: mi matador convertido en marioneta de mis antojos. Ya no le odio, Claudia, ¿cómo podría odiar a quien ni siquiera existe ya autónomamente? Es curioso…, durante años me asqueaba la contemplación de esa alimaña que acabó violentamente con mis berreas y lujurias otoñales, me despojó del cuerpo, y mandó que un taxidermista dejara rígida para siempre la parte esencial de mis despojos, incrustando dos bolas de vidrio en el hueco de mis ojos…, ¡y ahora le compadezco! He llegado a sentir como propia la tristeza de su estéril soledad. Es el aislamiento de un bicho asesino, de una fiera acorralada en su madriguera por la violencia que ha desatado contra su entorno. Cuando mataba animales por placer, ¿no estaba matándose también a sí mismo, puesto que animal es como yo lo era?
Se preguntará usted por qué le cuento todo esto. (Vi su anuncio mientras mi matador hacía un crucigrama y se deslizaba en la duermevela). Lo que deseo, Claudia -¡no puede imaginarse cuánto!-, es que usted me ayude a morir del todo, ¡una luz que me consuma!, pues estoy hasta las más altas puntas de mi córnea corona…, harto de esta vida vicaria, ahumada, minusválida y tontorrona, que padezco en la prisión de otro.
También estoy cansado de la actividad artística a la que me dedico alienado, en un lenguaje extraño cuyos conceptos apenas me importan, me siento desconsolado sin remedio, como si dijéramos, en ajeno mundo y ajena cabeza.
Respuesta
Mi estimada Cabeza de cuernos coronada, ¡alegre esa cara de rumiante! Puede usted soñar, recordar, pensar, y hasta ver las cosas de ciervo a través de los ojos de un hombre. ¡No son experiencias desdeñables! La mayoría de nosotros no hacemos bien ni la mitad de esas actividades. Usted es una cabeza que funciona, ¡cuánto daríamos porque, a muchos de esos cuerpos que se pasean por la calle, les funcionara bien la cabeza! A usted le quitaron todo lo demás, pero, por lo que me cuenta, le dejaron los sesos, o algo que hace su oficio. No amague sus astas. Levántelas con orgullo. No tenga prisa por entregar el espíritu.
A usted lo que le faltan son excitantes psíquicos, esto es, ilusiones; se ha contagiado del mal de esta época. ¡Oiga la radio!, ¡vea la televisión! Haga que su compañero de cautiverio le saque de vez en cuando, y fuércelo a que le esparza cada primavera, a contra pelo, un poco de insecticida perfumado, no vaya a apolillársele la piel como se le está apolillando el alma.
Milagrosamente, vive usted una segunda vida, ¡y encima se lamenta! No me sea ingrato. Los dioses se entretienen con nosotros como niños con sus juguetes, caprichosos, fastidiosos… Deje que sean ellos quienes decidan el momento y la hora de su tránsito. ¿Y si, ya segregado de su cornúpeta cabeza, su espíritu dejase esta vida para reencarnarse en un despojo más miserable?
¿Qué sabe usted de la muerte si todavía no ha muerto? ¿Y si fuera imposible morir? ¿Y si su alma se quedara circunscrita a la prisión de uno de sus cuernos? Piense usted: si las cosas pueden cambiar para bien, también pueden degradarse, acabando usted en un basurero y su espíritu anidando en las pesadillas de una rata. Usted no podría ordenarle a una rata que pensara como ahora lo hace y mucho menos que escribiera sus pensamientos, ¿no?
En fin: creo que usted no ansía la muerte de verdad, sólo juega con esa idea, por puro aburrimiento (otra enfermedad de nuestros días, humana demasiado humana, que le ha contagiado su cerebro huésped). Y el tedio es el peor de los consejeros.
Anímese a escribirme todas las semanas y distráigase con el espectáculo de la estupidez de los hombres. Por las noches resulta mucho más evidente. No llore ante sus vicios como Heráclito, ría con Demócrito. Recorra con su zombi las discotecas de moda. O échele a nadar al río. Hágale viajar por los montes y dar largos paseos. Disfrute así como un sabio cíclope de aquellos altos pastos…, hasta que consiga convertir a su cazador en un ecologista.
Anímese con la idea de que no es usted una cabeza de ciervo que sueña ser un hombre, sino un hombre que huye de su vana condición para anidar en una cabeza de ciervo.
Tal vez muy pronto y por mayo, los cuernos le florezcan.
……..
José Biedma