El Barón Bermejo [Jornada XXIV. Giován y la flor carnívora] – José Biedma López
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El Barón Bermejo [Jornada XXIV. Giován y la flor carnívora]
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En Snaar.2, los caballeros descansaron a su sabor. Nicolaï y Aloï Pilioko, ¡nobles corazones!, les animaron a permanecer con ellos un día más. La invitación parecía sincera pues subrayaba lo de “un día”. Costaba rechazar semejante hospitalidad, Tordés quería ampliar sus conocimientos sobre el cuidado y propiedades de las plantas venenosas y Álex estaba interesado por la culinaria tropical, sobre todo por el estofado del vampiro de alas blancas (Diaemus youngi), animal diabólico más común de lo que la plebe cree. El vampiro aleto se hace pasar por mendigo, y cuando vas a regalarle un crédito, ataca; como lo hospedes, puede dejarte seco como la mojama.
… Sin embargo, supuesta la inocencia de Lynette como principio evidente por sí mismo, más acá de su representación virtual, había que buscar y enfrentarse, más allá, a su peligrosa y admirable presencia. ¿Dónde la tendría Salmanto cautiva? ¿Estaría en un torreón del Cerro de la Horca, privada de amor y sin cobertura?
Encargaron a Tordés el Recto y al escudero Artemio (de natural armenio) la devolución a Haltamisa del manuscrito Esmeraldino Hortal escrito por el Doncel de la Rosa, en la confianza de que la maga cubana sabría interpretar su extraña escritura y enigmáticos ideogramas y desenmascararía al doncel. La quedada con Tordés y Artemio sería en la Cala del Caimán, donde Bermejo contaba con que un piloto amigo, gran acordeonista, les ayudaría a atravesar el Mar Ilusionante en dirección a la costa de la Floresta Triste.
Cuando Álex, Radón y Bermejo abandonaban la finca pseudo-oceánica, cinco de las seis lunas de Fourier iluminaban aún lo que quedaba de noche, tres con motas de pelirroja y otras dos mofletudas y con nariz chata de africana, labios carnosos y cordilleras que simulaban pendientes. Vestía Bermejo, fecundo en ardides, doble manto de lana purpúrea ajustado con broche de oro y corchetas gemelas, más capa de piel de cebolla enjuta, pulida y suave, a la antigua luna semejante en su brillo. Álex protegía su cuello con bufanda de seda morada; el Ballestero recogía con una cinta su hermosa cabellera a la espalda, sin compostura aunque con gracia. El penacho de Radón parecía alegrarse con el recuerdo de Ausonia la marciana.
Alrededor de la Snaar.2 y bajo la claridad argéntea de los cinco satélites, uno lleno, dos crecientes y dos menguantes, en torno al camino de la costa y al paso de sus caballerías encontraban todo cuanto puede encantar la vista, bajo la apariencia de rústica sencillez: corrían manantiales murmurando apacibles entre violetas y amarantos formando en varios sitios balsas diáfanas como el cristal; mil flores lozanas esmaltaban el verde tapiz que cercaba el caserío. “¡La tierra parece plena de Cielo!”, exclamó Bermejo.
Por distraer la marcha, Álex preguntó a Radón y a Bermejo las cosas que más les gustaban compuestas de dos sustancias y una cualidad, como “el furtivo abrazo de unos ojos”, “el intocable cielo de estrellas” o “el acero sin tregua del mundo”.
‒ Labios de cinabrio y sangre (Radón).
‒ ¿De cinabrio por el color? -Preguntó Álex.
‒ Y por el veneno –respondió Radón.
‒ Ojos persas, lagos de sombra (Bermejo).
‒ ¡No vale, anotas dos cualidades! (Álex).
‒ Guiso de pichón marchenero (Bermejo).
‒ Vale, ¡y es de pluma suave! (Álex, sonriendo).
‒ Armadura de piel hermana (Radón).
‒ Surtidor de notas del Arroyo-Bach (Bermejo).
‒ Cataratas de melodías mozartianas (Radón).
‒ Bien –dijo Álex-. ¡Ahora dos sustancias y una cualidad que no os gusten!
‒ Pezuñas y garras que tropiezan de noche (Radón).
‒ Adobo de lechón en boca abierta (Bermejo).
‒ Un animal maltratado por un necio (Radón).
‒ Injurias en boca de fanático (Bermejo).
‒ ¡Imposibles! –Impuso Álex.
‒ Desvirgar a una ramera.
‒ Atrapar el viento.
‒ Limar una cordillera.
‒ Vida sin milagro.
Le escarabajeaban en la memoria a Bermejo malos ratos de humillación y miedo, cuando oyeron voces… Salieron pronto del camino, al encuentro de aquellas quejas enormes. Los broncos gritos procedían de la garganta de un tipo moreno, bien parecido, que se hundía en el cáliz de una flor gigante braceando inútilmente por escapar de sus densos y enmarañados pétalos.
‒ ¡Ayúdenme señores! ¡No puedo salir de aquí y los jugos de esta planta carnicera están deshaciéndome lo pies y los calzones!
Aquella flor olía a muerto. Bermejo echó mano al tercer fruto del árbol de los cobres que le regaló el hada tatuada de cabellera azul añil en las cabañas del Godo. No recordaba qué había hecho con el segundo fruto, si lo había usado o se lo habían birlado, pero desenrollado y transformado en escala sólida, el artefacto cobrizo sirvió para que el hombre abandonara su insólito presidio.
El tipo pudo lavarse en un arroyo cercano. Con unas hierbas secas que llevaba en el petate, Álex armó unas cataplasmas para los pies desollados del gachón. “¡Qué pena que haya vuelto Tordés al hospital de Haltamisa; es más fino enfermero!”, pensó Bermejo. El personaje, sin duda un dron galán, dijo llamarse don Giován Tumorro. Le dieron de comer un poco de cecina de murciélago y un buen trago de ron añejo. Cuando recuperó el aliento ya relucía garzón guaperas y barbilindo. El dron contó su historia:
Hubo un tiempo en que yo señores me di del todo al galanteo. Me llamaban la monada mónada porque era gallardo e instauraba donde iba mi propio espacio-tiempo. En lugar de aceptar los ámbitos que encontraba hechos, imponía mi prisa breve y mi espacio íntimo, en el que resbalaban, caían y se precipitaban las hermosas como moscas en panal, como en pozo de secretos, manoseándome el genio hasta despertarlo humeante. Finezas repetidas con damas desdeñosas elevaban puentes de sentimiento y túneles de cariño. Barajaba los afectos de doncellas, matronas, señoras, dueñas, funcionarias, ministras y damas optimates de alta alcurnia con suma cortesía. Robaba atenciones embelesando almas. Es verdad que muchas veces amores chocan con lealtades y apegos echan a rodar razones y hasta anegan buenos sentimientos. Yo despertaba con mis versos y mi lira bien afinada la triple concupiscencia de aquellas beldades: sorprenderse, sentirse, emocionarse…, hasta conducirlas al éxtasis.
Me hice a la ternura fugaz con cuerpos diversos y espíritus diferentes, hasta que esta señora…, sí, ¡señora!, porque esta flor salvaje que aquí ven ustedes fue avatar de mujer que me atrajo irresistiblemente con olor, sabor, color y fosforescencia. Ella poseía un órgano vomeronasal hipertrofiado, esa estructura donde se localizan los receptores que detectan feromonas. Yo arrugaba el labio superior cuando iba a besarla, en posición de Flehmen, para transferir productos químicos odorantes a su órgano de Jacobson. ¡Esa mueca la volvía loca! La gocé durante un mes entero, como suelo: “uno para seducirlas, otro para conquistarlas, otro para gozarlas”.
Acepto que resulté muy arrojadizo entregándome a una perfecta desconocida… Ya me encamé…, quiero decir me escamé un poco cuando la sorprendí abriendo aves para augurar futuros escudriñando enjundias de sus overas…, hasta que al final de la madrugada, cuando ya pensaba en abandonarla, hizo un círculo en el suelo, se destrenzó la rica madeja de sus hermosos cabellos y a fuerza de conjuros se nos representaron visiones espantosas. Todo mi pasado de engañador se desplegó ante mí, tridimensional en rápidas y fugaces secuencias. Una tal Inés a la que burlé y ofendí en mi juventud, ¡hacía tanto tiempo, que ya ni la recordaba!, protestaba porque le robé el alma con halagos y caricias, quería sacarme el corazón y comérselo a la plancha; un comendador pariente suyo pedía al Cielo que se me torturara, se me condenara y se me redujera… Me aterroricé tanto temiendo por mis atributos de zángano que me eché al suelo y pedí perdón mil veces inundándolo de lágrimas.
Yo había sido hermoso y terrible como un ángel, mis aventuras merecieron los elogios de críticas sagaces y vitalistas, incluso de algunas culturetas, y los desdenes envidiosos de doctores y de moralistas resentidos que me acusaron de ambiguo. Sin embargo, tuve que reconocer que los hechizos de mi mariposeo habían dejado un reguero de amargura en palacios y cabañas, idolatrías de amor que degeneraban en soledades, infiernos y abandonos, hijos sin padre, dueñas sin consuelo, esposos amargados por los celos y la deshonra, heridos o muertos en torneos y desafíos que yo siempre ganaba. Por último, ya saben en qué prisión floral me he visto, ¡embrujado por esa golfa, casi absorbido por esa ninfómana de órgano vomeronasal agigantado!
… Oyendo las insólitas vicisitudes de don Giován, se les fue pasando a los caballeros el día, hasta que la luz roja de poniente abrasó horizonte y cielo con brillos de hoguera enorme, de claridad purpúrea, sangrienta y devoradora.
Continuará…
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José Biedma López
[En la Asperilla, recién intervenido de prótesis completa de cadera, pero con buen talante y con perillas sanjuaneras, ciruelas caguetosas, pimientos italianos, pericones de Ibros y brevas de Jimena]