El Barón Bermejo
Parte Primera: Búsqueda de Lynette
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Escarabajo leopardo (Cicindela campestris)
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“Mas yo siempre leí que ni del matar mujeres lleva honra el varón, ni caballería se da salvo para las defender y amparar”.
Paulo Hurus, Alemán de Constancia: Johan Boccaccio, De las mujeres ilustres en romance, Zaragoza, 1494.
Su dama le mandó un email desesperado. Le escaseaban los recursos y el hidalgo Salmanto el Quejumbroso la acosaba. El Barón tiró las citas de su agenda a la papelera de reciclaje. “Saber querer es más importante que querer saber”, se dijo y “¡nobleza obliga!”. Le hervía la sangre con la imagen del depravado Quejumbroso aprovechándose de la debilidad de Lynette para someterla. Se equipó para incierta pero necesaria empresa: el rescate de su Señora, ¡de su amada Lynette, resplandor grande de fermosura perecedera! Se calzó las botas sobre el pantalón bermejo de muchos bolsillos en los que colocó el armamento automático desplegable. Cubrió su camisa colorada con armadura roja fabricada con tela de araña. En el capó de su todo-terreno lucía la gran cruz de Santiago. Recordaba las consejas del Maestro Malabar, ministro de la Iglesia de Santo Tomás: Si moría en el empeño, renacería en la gloria de Avalón, libre de la niebla de la sensualidad, más allá de la carnalidad y sus miserias.
Pronto abandonó la autovía, atravesó a toda velocidad el Páramo Granate, tierra de herrumbres y amarillos por donde enormes robots cortaban y recogían mieses de tallos cortos defecando poliedros de paja entre ruinas de adobe escarlata, y cogió el camino de Las Lagunas Altas. No podía correr por aquel camino estrecho, balcón del agua, y por eso pudo disfrutar el vuelo de la oropéndola. Desde una centenaria sabina albar un macho amarillo atravesaba la Laguna Honda en dirección a una oscura chopera. ¡Buen augurio!
Entre la tercera y cuarta laguna tendría que atravesar el Canal de Pestilencia. Por aquel estrecho desagüe se perdían los humos tóxicos de La Posada del Tuerto, una turbia cantina donde se mercadeaba con ruidos excitantes y estimulantes sustancias. Comprobó que las ventanillas iban cerradas y puso el aire del vehículo en recirculación. Al final de la décimo-séptima laguna, la del Arenal, siguió por un camino de tierra, dejó atrás la Llanura de la Amapola hacia la Floresta de los Locos.
¡Allí apenas tuvo tiempo de frenar! Pero pisó violentamente el pedal y evitó el choque con la Procesión de Orates. Parecía presidirla San Felipe Neri, con su barba medio afeitada deseando pasar por loco antes que por santo. El hombre de Dios iba preguntando a todo el mundo cuándo nos empeñaríamos en diseñar y fabricar lo bueno.
Nuestro Caballero Bermejo pensó que alucinaba, quier por el cansancio, quier porque le habían hecho efecto las pestilencias tóxicas y psicodélicas del Canal del Tuerto. El caso es que la procesión no cesaba tal que espectáculo gratuito al otro lado del parabrisas del Nissan. Todo género de jóvenes marchaba en desfile multicolor celebrando el Día de la Vanidad. Tras ellos, otros tantos vestidos de amarillo y negro así que avispas insultaban y amenazaban a los primeros, que reían y soltaban grititos. Detrás de estos corría un temible jabalí dentro de una nube, bestia horrible, velluda y feroz. Y lo peor, rugiendo y errando rompió con su colmillo siniestro uno de los faros del coche. Tras el jabalí, un grupo de filósofos sostenía el estandarte de La Jirka del Mochuelo. Presidía el cortejo el anciano Merlín, enjaulado en un alto baldaquín dorado. Aún detrás, liderados por El Pobre de Solemnidad, una manada borreguil guiada por desvergonzadas cabras negras rogaba al Estado con voz humana que lloviera siempre en lunes y miércoles y escampara todos los fines de semana. A continuación, Ginebra y Lanzarote marchaban de la mano, cabizbajos, arrastrando pesadas cadenas en neta penitencia a causa de su flagrante adulterio… Tras ellos, una doncella con una lanza sangrante, otra con una fuente para marisco, y por fin, muy solemne, una tercera en cueros lucía sus tres pechos sobre una ensaladera de plata, todo rodeado de un halo de luz siniestro… Aquello podría transcurrir interminable si también asomaba el cabrón de Arturo con todo su reata de juglares, damas y caballeros.
El barón Bermejo aguardaba inquieto un hueco entre dos guiones o cortejos. Encendió el motor, que había parado escatimando gasoil, pisó el acelerador del Nissan y por fin pudo pasar entre el Trono de la Gran Vagina y el Tótem de Toro Negro, que había sido púdicamente castrado. Vio por el retrovisor que al Toro seguía un tabernáculo con el falo de Príapo envuelto en platilla azul. De la platilla asomaba el glande, descapullado como una enorme cereza en sazón.
Sin mirar atrás se dirigió hacia el norte, hacia la Floresta Triste. A la izquierda, entre los árboles, el sol declinaba a modo de luciérnaga rosa saltando de tronco a tronco. Puso el aire acondicionado y Radio Clásica. Supo que se dormía entre un adagio y un allegro cuando ya en el horizonte asomaban las cabañas de la Aldea del Godo recortando las siluetas blancas de gigantescos, generadores molinos…
Paró el coche delante de la choza cuyo ventanuco lucía encendido. Una cacatúa colgaba en su jaula, guardiana de la puerta tabernaria. “¡Puta noche, puta vida!” –soltó la cacatúa. El tal “Godo” era menos alto que gordo. Lo recordaba menos bajo, menos viejo, menos feo. “No tengo dónde esconderte” –escupió como saludo. “Me conformo con la cochera” –respondió el caballero Bermejo. En el tugurio del Godo, una vieja alcahueta echaba cartas, cuatro parroquianos jugaban al parchís, otros que se miraban en el espejo de sus móviles no merecieron su atención, menos una doncella con el pelo azul y los brazos negros de tatuajes, que servía en las mesas desvencijadas. La misma doncella que le proporcionó un trozo de queso, un chorizo requemado, una morcilla antigua, un mendrugo de pan, una cerveza tibia y un vaso de vino con repunte del que vendía Asunción.
De pronto sintió en la nuca la mirada de cuervo de la vieja y se volvió taimado. “Si quieres volver a ver a Lynette tendrás que pasar la prueba del excremento de perro antes de llegar a la Floresta Triste”, dijo, presumiendo de adivina. “¿Quién te ha dado vela en este entierro?”- respondió contrariado el caballero Bermejo. Sentía las miradas de otras sombras, aldeanos que observan con curiosidad las reacciones de cualquier forastero. Cuando la chica se acercó para retirar los trebejos, le guiñaba el ojo y le dejaba en la mano tres frutos del Árbol de los Cobres. “Guárdelos, señor, los necesitará”, le susurró secreteando.
Tras curar el apetito marchó a la cochera y se echó en el asiento del todo-terreno, tapizado en cuero azul. Pensó en Misolinda, su esposa, la espió en sueños mientras ella leía aquel libro sobre Bernardo de Claraval que Lynette le había regalado al barón Bermejo. Éste no lo sabía, pero Misolinda había encontrado una nota en la página seiscientos setenta y seis en la que Lynette le confesaba a Bermejo su amor apasionado: «Siento caloradas epidérmicas, humedades íntimas, escalofríos en las asaduras y caloradas cordiales, por ese orden, y noto que labios y pezones me crecen y palpitan trémulos cuando oigo tu nombre…».
Misolinda, dueña oficial del Barón Bermejo, suspiraba de vez en cuando porque había perdido la Joya d’Antojo en la Mota de Larry, un sello de cera roja encerrado en berilo, reliquia artúrica de gran valor. De eso se quejaba, de que pudiera ser que se la hubieran “distraído”. Pero Bermejo desconfiaba, se maliciaba ya que la Joya d’Antojo aparecería cualquier día en el Rincón de los Borrachos o en la Ribera de los Pecados, a la venta o al rescate. Y en efecto allí una enana sordomuda se la devolvería con el tiempo. Aquel recuerdo de un recuerdo le revolvía las entrañas.
El sueño no dio para más honduras porque un fuerte golpe en el cráneo le dejó inconsciente el inconsciente. Tres figuras negras le sacudieron (de) lo lindo. Cuando se dio cuenta de su despertar, el caballero Bermejo yacía caliente, de bruces en la ribera de un arroyo, los costados magullados. Menos mal que palpándose agradeció al Apóstol que ningún hueso estuviese roto. La cabeza le pesaba y los bolsillos también, aunque menos de lo previsto. Y ahora, desplumado y sin coche, ¿adónde iría? Se enjugó las lágrimas de rabia en el agua corriente del riachuelo, que sabía a cloro. ¡Aquellos hijos-de-puta de las Cabañas del Godo le habían jodido! Sicarios de Salmanto el Quejumbroso, ¡seguro! Pero cuando se preguntó por qué le pesaba tanto uno de los bolsillos, palpó los tres frutos del Árbol del Cobre que le había regalado aquella doncella de ojos zarcos y pelo cerúleo. Los puso a la vista. Uno relucía, estaba caliente, lo acarició. Y en la espesura del bosque un caballo relinchaba. Era una jaca añosa y perla que se dejó montar tras una entendida caricia.
El Bermejo cabalgaba con soltura su jaca Isabela, a pelo, hacia el norte por una vereda abrupta, entre el arroyo y un macizo de rocas en el que anidaban collalbas negrísimas. Evitó el desfallecimiento merendando higos y desayunando vallas silvestres. Principiaba el verano y el bosque se mostraba fértil en linderos y claros, feraz en tagarninas, cardillos, berros, corujas y raíces nutritivas.
Al fin llegó nuestro jinete al Carril Ancho, paso de caravanas en que sintió de repente bajo las ingles la inquietud de su cabalgadura. El tiempo había cambiado, llovía y un viento violento gritó más que cantó acompañándose a garrotazos…
Vació su fuelle Eolo
Levantó un frío ventoso
Crujían todos los árboles
Volaban en caracoles
Animales y personas
Todos los tipos de cosas
Mas aquello que portaba
Mi calzón me sustentaba
Agarréme a una farola
Empujado por la ola
Y ya cuando la arrancaba
El huracán ya cesaba
Y mi jaca antes perdida
Volvía leal peregrina.
Cuando cesó la tormenta, la cosa no fue a mejor, como si aquella hubiera sido preámbulo simbólico de una lucha terrible y decisiva. Emboscado entre dos tejos venenosos a un lado del Carril Ancho le acechaba el Paladín Soberbio, maligno hermano del Quejumbroso, el más falso caballero de cuantos viven. Ambos se miraron de hito en hito. “¿No tuviste suficiente con lo que te regalamos en la Aldea del Godo?” –le preguntó el Soberbio mientras extendía su curva cimitarra que brillaba azul. Bermejo se palpó el bolsillo secreto. Sí, allí estaba. Y desplegó desde la diestra el relámpago de su jineta nazarí de doble filo con empuñadura osiforme y pomo redondo, resplandecía su hoja a ojos del enemigo despidiendo el fulgor de cincuenta linternas. Ambos campeones trabaron ansiosamente batalla dándose grandes mandobles sobre los escudos sintéticos, descabalgados por la fuerza de las armas cruzaron sus sables luminosos. Sintió Bermejo que la cimitarra sarracena del Paladín atravesaba su malla de araña y le hería. Mas no se derramó mucha sangre por eso, ni se malgastó el valor. Peor fue que al pisar una mierda de perro resbalara, perdiera el equilibrio y cayera a la cuneta del Carril Ancho, rebosante de bolsas, colillas, tampones, condones, compresas, salvaslips, latas de cerveza y de excitantes “La chispa de la vida”…
Bermejo recordó las palabras oraculares de la vieja que le anunciaban del trance su momento decisivo. Así que se preparó para vencer o morir. Ya iba a recibir el golpe definitivo de Soberbio cuando echó mano al bolsillo para lanzar a la jeta del traicionero hermano del Quejumbroso uno de los pesados frutos del Árbol del Cobre que le había regalado la moza tatuada, sin duda un hada transfigurada. El ingenio embrujado voló como tábano silencioso, atravesando la visera del enemigo como cuchilla que parte mantequilla y haciendo estallar el ojo derecho del paladín como quien revienta un huevo crudo. El tipo muy dolido se echó mano a la cuenca por la que corría abundante sangre negra, lo que Bermejo aprovechó para desarmarle.
No fue muy amable pidiéndole que vomitara el lugar concreto en que su hermano Salmanto tenía retenida a Lynette. Tras conseguir que cantara, le rebanó el cuello con su tizona y cogiendo el capacete por la celada arrojó su contenido al tronco de uno de los tejos. Ese era todo el enterramiento que iba a proporcionarle al maldito hermano que Quejumbroso había mandado para intimidarle.
Silbó y recogió a su fiel Isabela –decidiendo hacer del color del jamelgo emasculado su nombre-. Si el tarot de la vieja acertó, superada la “prueba de la mierda de perro”, llegaría a la Floresta Triste en poco, y allí, en uno de sus claros, luminosa, en el Cerro de la Horca se elevaba la torre donde la dama Lynette, secuestrada por Quejumbroso, incomunicada y sin acceso a redes sociales, le aguardaba. Eso por lo menos le había dicho el fratre moribundo. Tenía que andarse con ojo, por allí andarían los dos compinches que le habían dejado KO en las Cabañas del Godo. A uno de ellos, Pitufo de Gaula, se la tenía sentenciada por una putada antigua…
Continuará…
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José Biedma López,
para la Caja del Entomólogo del Café Montaigne
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