El Barón Bermejo [Jornada LVI. Nereo, el Viejo del Mar]
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La mitad de nuestra vida está enterrada en Sueño, enorme imperio en el que podrás encontrarte o perderte. Así de obscura pasaba la vida de nuestro simpar barón cuando recordó que Misolinda sonambulaba una vez cada quincena, aproximadamente, a veces más. Bella Sonámbula, en lugar de Bella Durmiente. Mientras culebraceaba serpentineante con ojos dilatardos, su dueña, la del barón, platicaba en dialecto nocturno como diciéndose, o desdiciéndose, cual pitia o pifia oracular, y desarrollaba tonteorías, pero también mensajes masajeadores y consejos noctunos a la otra, a la despierta diurna que también era ella, hembra hermosa, ¡Misolinda reinona! De tarde en tarde besuqueaba al barón su esposo, sin recordar en esos estados su verdadero nombre, el que sólo ella y unos pocos más en secreto guardaban. Decía otros, que con ingenio inventaba.
¡Ay, cómo la añoraba! Otras noches que Misolinda sonambulaba, señora, seña y santa de la casería en penumbra, ya no parlaba, sino que en plan bayadera se ventreculicimbreaba o, engarabitando las manos como cobras, frenética se retortijaba, eso sin salir de la cama, deshecho lecho. O la singular criatura hacía poses y pases de posesa hasta que los dos se untaban, se ayuntaban y anudaban. Occasio calvata! Acaso, si era el caso, si caía la bata. Cada crepúsculo traía entonces su faena, terciada, media, de aliño o completa… Algunas veces el barón descubría a su esposa noctámbula discurseando en su nocturidiolecto selecnita (selecto y lunar) al filo final de la madrughada, porque Bermejo era madrugadicto, amigo de las hadas, mochuelo antes que alondra. Y cuando no la descubría, feliz roncaba y baboseaba, pero sólo hasta las primeras luces del día. ¡Y a Misolinda no le importaba!
Esa noche en la Caronta vio Bermejo en sueños a pálidos caballeros y príncipes, a Ricardo Corazón de León, hijo de Leonor de Aquitania, Caballero servant, paladín peregrino, muy desmejorado y adolecido para galán. Parecía un oso mal lamido con sayo de piel de cabra y cinturón de juncos marinos. Se le aparecieron exangües otros guerreros e hidalgos, con afilados perfiles de galgo, todos pálidos como la muerte, y gritaban: “¡La Bella Dama Singracia te tiene en su poder!”, una y otra vez: “¡La Bella Dama Simpiedad te tiene en su poder sin chingar y chingado!”.
La Bella Dama Singracia tomó la forma de un esfíngido enorme. Sus alas delanteras se prolongaban en fimbrias negras y largas. En su tórax parecía dibujarse una calavera atorada. Nueve cintas claras segmentaban su abdomen obscuro; en cada segmento un par de estigmas respiratorios; los dos últimos muy distintos remataban un cono de cumbre aguda, por el que asomaba un garfio. La falena monstruosa, humanoide, le hizo despertar horrorizado cuando le ofreció pan negro, un clavo, un dogal adusto y opresor como la carlanca de un mastín… ¡toma, calvo, es clavo! ¡Esclavo!
¿La Bella Dama Singracia? ¿Sería tal vez el Eterno Femenino vestido de Hado? ¿La femme fatal? ¿Una vampiresa rumana con genes punjabíes? No quiso concretar ni pensar en Lynette, que raramente se le aparecía en el tenebroso reino de las sombras y eso a pesar de que era “la mujer de sus sueños”. Oía ya quejarse al Viejo del Mar: “¡Ay, Memoria sin vigilia!”. “¡Que la piedra dure más que la carne no deja de ser una infamia!”.
Con ideas tan negativas se despejó del todo, mandó su pesadilla a la mierda, ese espectráculo de vaciedades, saltó a cubierta y lanzó al mar incoloro una meada larga en limpia parábola. Volvió a su camarote, reposó la cabeza en un cojín mollar y concilió el sueño con facilidad repitiéndose un mantra de Lanza del Vasto: “Sólo permanece en la verdad aquel que guarda silencio y por prudencia deja de pensar”… Y así pareció que el pensamiento se deshacía, le abandonaba…, dejándole descansar… ¡Hasta que la luz entró cuatrera y bandolera, como Hércules con Gerión, llamarilleando por un ojo de buey, y el pensamiento volvió con ella: borrón, lacra, sombra y señal!
Ya se veían las arenas de la costa de la Floresta Triste, a la que Bermejo volvía por otro cardinal y por su costa desolada, para no hacerse notar y dar la nota, y hubo que sortear algunos escollos antes de anclar con áncora crónica en sus proximidades. Agarrado a una roca entre lapas y algas hallaron, desnudo y apesadumbrado, al Anciano del Mar que Bermejo había ya oído en su duermevela, al venerable Nereo, al que una onda del Ponto engendró auténtico y verdadero amigo de la equidad. Antaño se había encargado de un doble oficio: mántica y justicia.
Los caballeros le auxiliaron y él nada más beber un vaso de buen vino contó que las autoridades del parque habían descubierto que él, Nereo, sólo podía tener justos y benignos pensamientos, por lo que resultaba impotente para detectar la malicia de los corruptos. Además, pensando sólo en cosas buenas, se aburría ostensiblemente… A esto el Viejo del Mar entonó una vieja milonga: “¡Malhaya con mi destino, caminar y caminar… ¡Pasé por frente al boliche, empujau por el destino! Y un diablo me hizo entrar”…
El caso fue que Nereo comenzó a visitar los casinos de la costa rica de la Floresta Triste. Allí se percató de que su mántica no le servía para tumbar presa ni ganar peso, ni siquiera para triunfar en un par de partiditas al blackjack, pues sus dotes de adivino sólo se activaban para el largo plazo. Y eso fue peor, porque en las mesas de juego perdió hasta las bragas. Decaído en ludópata arruinado tuvo que vender su fama de augur leyéndole las manos a los turistas en el paseo marítimo, aunque algunos también le traían vellos y cabellos que hallaban en el lavabo o el bidet porque se anunciaba con un cartel: NEREO, HIJO DE PONTO, MÁNTICO INCUBANTE. Después tuvo que borrar lo de “incubante” pues se prestaba a malinterpretaciones de todo tipo, algunas claramente diabólicas más que demónicas.
Todo esto les contó Nereo cuando promovieron su salvamento y puesta en tierra o arenizaje, ya que ni siquiera le quedaban fuerzas para nadar hasta la costa desierta. La arena le vistió. Refirió luego que también había vivido y disfrutado en aquel parque buenos momentos en que usó como despacho y escenografía una gruta natural y, de ayudante, a una huérfana vestida de blanco de nombre Aleya, que también le hacía de secretaria y enfermera, hasta que Aleya le dejó una mañana de invierno arrastrada por el amor de Leto, un andrógino blando y archibalanón. “¿No ves que somos complementarios, Leto y yo?” -le dijo Aleya antes de abandonarle. “Lo peor –le contestó el Viejo- es que ya no podré olvidarte, porque el olvido es contrario a mi condición”.
– Desde entonces –siguió contando Nereo- represento una figura singular –y olvidada- de la Vejez Maldita, también llamada “de la Manía Contrariada”, pero ese papel sólo lo interpreto en el anfiteatro de la Floresta, una vez al año, y apenas me da para ilusión y media y una semana de copas. Únicamente vaticino ya como la sibila del príncipe de Éfeso: “sin risa, ni ornamento ni ungüento”. Por “ungüento” deberán entender ustedes los fármacos psicotrópicos de que se sirven otros oráculos de medio pelo para confundir y entusiasmar a sus devotos. Yo no uso esos trucos, ni soy de esos farsantes. Nada de trap ni trapicheos, sólo milongas en palabras antiguas y con clase.
Se despidieron. Chente prometió dejar a Nereo en su gruta. Bermejo abrazó al capitán como se abraza a un viejo amigo, besándole el cuello y mordisqueándole el lóbulo de una oreja. Se despidieron también del contramaestre Alejo, con tristeza. Se habían aficionado a sus relatos y juegos escénicos, sobre todo Ausonia la marciana, que le besó los ojos y la boca e hizo como que se mesaba los cabellos, abundantes lágrimas derramó sobre el rostro enrojecido de Alejo. Como el Barón, también Álex, Radón y Tordés agradecieron los servicios del capitán de la Caronta derramando con generosidad adiosas, ayeres y créditos, que fueron a la cuenta del Chente ¡que bien se los tenía ganados! Eso fue después de que el familiar piloto les indicara la senda boscosa por donde podrían llegar con arañazos pero menos peligros y quebraderos de cabeza al Cerro de la Horca, en cuya torre, según todos los indicios, andaría aún postrada la bella Lynette, encerrada contra su voluntad por el malvado Quejumbroso.
– ¿Nos volveremos a ver pronto? –preguntó Bermejo.
– No tengo las dotes proféticas de Radón. ¡Ojalá! ¡Tal vez! –respondió Chente-. Nada más terminar vuestra misión, Bermejo, permaneceremos online y tal vez podamos curarnos de la ausencia offline, con la viva presencia, pues sabes que la dolencia de amor que no se cura, sino con la presencia y la figura. Sabes que ahora lo tenemos prohibido, pues tales son las duras condiciones de vuestra hazaña que limitan los dones y condiciones del afecto amigo. Además, en esta costa desierta de la Floresta y hasta el cerro que domina Salmanto no hay señal clara ni cobertura segura. ¡Cuidaos!
– ¡Que la diosa nos preservative a todos!
Continuará…
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José Biedma López