El Barón Bermejo [Episodio LXIX. Engurriamientos]
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A todo esto, Salmanto el Quejumbroso había saltado de un gran pájaro mecánico en la terraza de su torre almenada, como huevo botado de la cloaca de un cóndor negro. Salmanto estaba muy cansado, dron hecho polvo de estrella. La gira por el parque oriental había mejorado su crédito pero le había dejado exhausto. Confiaba en que su hermanastro Pitufo de Gaula hubiera mantenido entretenidas a Misolinda y Lynette.
¡Llevaban las de ganar! El tiempo volaba y el Barón Bermejo y los suyos, ¡esos indigentes goliardos!, no acudían ni comparecían ni se presentaban.
Misolinda conservaba una careta del Barón Bermejo, un espejo tan fiel al verdadero rostro de su dueño y tan entrelazado con sus estados de ánimo que sabía en todo momento cómo respiraba su pareja y como palpitaba su corazón. Allí, en la Torre de Salmanto, apartada en su habitación ni lujosa ni grande, se sintió de repente olvidada y sola como monada sin puertas ni ventanas. Le hubiera gustado tener una hija a la que poder confiarse en sus ratos de frustración y de amargura. Se había escondido durante meses porque es muy difícil evitar la vergüenza mientras se cambia de piel. Se intoxicaba entonces con ficciones, a sabiendas de que las ideas no son aves migratorias que una observe pasar con alegría o curiosidad, sino que también pueden ser fieras salvajes que se apoderan de ti al menor despiste…
Repuesto, restaurado y aseado, Salmanto se presentó a Misolinda en el salón principal de su torre, maquillado, fluidificándose a tope para cortejar y ligar gracias al efecto coanda. Ya no sentía por la dama lo mismo que antaño, aquel deslumbramiento juvenil, pero podía cortarle las uñas de los pies, rascarle la espalda, untarle pomada, abrirle botes de conservas, subirle la cremallera de la espalda, colocarle con delicadeza un broche de granates comprado en Praga; pinchárselo en la solapa de su chaqueta de vicuña sobre las tres campanas de sus pechos, haciéndolas sonar –por así decirlo-, mas sin molestarla…
Esa rutina manda. Esos hábitos son nuestra segunda naturaleza. Podría otorgar esos y otros cuidados más íntimos con sus manazas biónicas, aptas para el puñetazo y garra, igual que para la prensión fina y delicada, apaños que debía a la pericia de su amigo Toribio Ferrero, ingeniero especializado en anexación sintética de prótesis. Ferrero conseguía que el cerebro reconociera materiales diversos como si fuesen huesos, tendones y carne propia, haciendo sentirse así al sujeto consciente dueño y señor del añadido. Toribio potenciaba capacidades, paliaba minusvalías. Maestro de la comunicación entre animal y máquina, entre neurofisiología y biomecánica, conseguía que al cerebro le diera igual la materia de la pieza sustitutoria, si estaba hecha de titanio, porcelana, silicona, resinas… Sus prótesis eran miembros fantasmas que cobraban existencia real por una interfaz sofisticada. Se hizo famoso diseñando tauromáquinas y cibertoreros para ritos y fiestas tauromáquicas.
Hacía tiempo que los cuerpos biónicos resultaban superiores a los naturales. Sin embargo, esto no eliminaba la importancia de inercias y usanzas.
¿Y las almas de sus portadores? ¿Se beneficiaban o se perjudicaban? ¿No causaban estos irrecusables implantes inevitables desarreglos en los espíritus?
Si el mal arranca de la limitada e imperfecta naturaleza del ser humano, la misma a lo largo de la historia -como han supuesto en todo momento las grandes pesimistas-, el camino más directo para acabar con el mal es desnaturalizarnos. Devorar con gusto todas las manzanas del árbol de la tecnociencia y la transgenia.
“¡Homo consommatus!” –gritaba Astarté por boca de Misolinda-, “Asoret o Asora, Madre de todos los dioses, agarrada al tronco del árbol sagrado, desde el fondo mohoso y herrumbroso de la historia, mucho antes de transformarme en Serpiente bíblica del patriarcado semita, ¡yo te convoco!”…
̶ Pues sí, caballero Salmanto, antes de que el profeta judío proclamara a Sebaot como único dios de Israel, es decir a Yavé-dios-justiciero que cataba a los hebreos para mal, porque ya ve para castigarlos por sus errores y pecados…; antes de que Jeremías anunciase el hambre, la ruina y la peste de su pueblo, sus mujeres -que no eran suyas-, vivían y amaban felices y quemaban incienso a la Reina de los Cielos, le brindaban libaciones leticias y amasaban para hornear pasteles con su efigie, ¡con la sagrada figura de Astarté!… Siglos antes, los hijos de Israel también sirvieron a la Astarté cananea, que los asirios llamaba Ishtar, Diosa del amor y la fecundidad, también invocada como Asherah por esposa del dios EL, al que representaban como hermosísimo toro a causa de su fortaleza engendradora.
̶ ¿Era negro, bermejo o blanco ese toro creativo? –preguntó el Quejumbroso.
̶ No estoy segura, ¡qué más da!… ¡No me sea impertinente, don Quejumbroso! Sin duda ese dios encarnado en toro fue el que sedujo y fecundó a Pasífae en Creta, pero el producto fue un desdichado medio-animal y semivarón, híbrido monstruoso repudiado por su madre, traicionado por su hermana, encerrado hasta su injusta muerte, asesinado por un forastero oportunista en laberinto tenebroso.
A estas fantasías retrospectivas de Misolinda respondía Salmanto con canto quejoso ex profeso repleto de melistas haciéndose pasar por Minotauro, sirviéndose para aliño de los acordes de una guitarra:
Preso estoy por la vergüenza de un rey
y por la lujuria de una reïna,
en este laberinto que recorro
tenaz y paciente como alma en pena,
lunático sin Luna, y sin presa.
̶ Prueba eterna será del imposible amor entre mujeres y bestias. Muestra de la perversa relación, del morboso deseo de copular con fiera, castigo ejemplar de optimata que a la bestia masculina ofrece impúdica la alhaja de sus cuartos traseros –responde Misolinda.
A estas justas palabras y arrodillándose a sus pies ante el trono que había dispuesto para su convidada, contestó Salmanto:
Asco me doy, pues bestia soy,
bruto soez en alimaña vuelto,
caníbal y monstruo profano
con espíritu doliente.
Y así me agito siempre torturado
por mi entrepierna caliente.
Muda conciencia deja la pasión,
demente desespera de la espera.
Demanda hurgar panocha, pulir perla.
Oh infame laberinto. ¡Dédalo malvado!
¿Quién facilitó el primer aparea-miento?
(Quien lo hizo fabricó prisión donde me hallo).
Rodé ayer como Ícaro por los aires escapado.
Vine a vos, Reina de mi pensamiento,
Madre inmaculada de buen consejo…
¡Ay, bella Misolinda!, en tu regazo me salvo,
de tus pies que beso coz justa espero;
de tus caderas suplico escar-miento.
A tus tres pechos me acojo; ¡ya no vuelo!
Desnudo en mí lo que guarda tu cielo,
¡de tu vaso florido aguardo consuelo!
En esto levantó la mirada Salmanto hacia el rostro fino de la linda dama y halló en él, no altanería ni menosprecio, sino indiferencia; no desdén ni arrogancia, mas despego.
No andaba Misolinda en la torre de Salmanto por gusto, sino en parte por sororidad con Lynette y, todo hay que decirlo, en parte para mejora de su crédito. No podía decirse que Misolinda hubiese triunfado en los mundos con su carrera de optimata. Pasada la primera juventud sin fruto, no llegó a dueña sufragada, por eso pensó que podría divertirse con el juego pasadofílico de raptos y el espectáculo de rescates. Eso al principio. ¡Menos mal que contaba con Lynette, su amiga íntima! Bermejo, de faena en empresa, pasaba muy poco tiempo en casa, siempre involucrado en ajenos afanes. Y no era suficiente. Iba siendo tarde para casi todo…
Viendo Salmanto que no contaba con acceso, dejó otra vez sola a la señora. Fuera se oía un galicinio de aves nocturnas y olmos cantarines que, en lugar de confortar a la protomadre amable, la asustaban. Habían pasado los días, los meses, los episodios se multiplicaban y Bermejo no llegaba, sus apuestas caían, mientras ella se consumía estéril… Tardaba el Barón en cumplir su misión más que Urano en dar una vuelta al sol.
“Vueltas y más vueltas”. Todo estaba en volver a ser lo que se era. No podía imaginarse a sí misma ahora, sino como un sistema rancio de información, entrelazada con normas técnicas remotas a través de ondas invisibles que iban, venían, daban vueltas y giraban revocadas como elemento efímero de una sintaxis cósmica. No sentía ahora la simpatía de todo, ni armonía estable en esa pluralidad caótica de afecciones y relaciones breves y fugitivas.
Eso barruntaba Misolinda, aburrida y turbada en la Torre de Salmanto, turbio seductor, más que preocupada, cansada de tanta juguesca estéril, indiferente al humor lúbrico del mentiroso Salmanto, mientras desesperaba de su espera, la de su distraído esposo, el Barón Bermejo, añorando beber sus resoples airosos.
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Los caballeros Bermejo, Álex, Radón y Tordés, con sus escuderos Artemio y Ausonia, habían escapado de aquel túnel larguísimo, maloliente y sucio, como quien cambia de estación de Guatemala a Guatepeor. El encuentro con Treinta, diaño bigarista, les había perturbado bastante, y Radón había mordido la cecina y bebido de de la fuente tóxica del duende tramposo. Nuestro querido Augur reposaba colocado sobre roca, muy confuso. Le venían recuerdos como ecos de impresiones fuertes: vagos sentimientos… De aquella vez que subió a un vetusto campanario de Galopia con Asuco, japonesa exquisita que le había enseñado a jugar al Go. Recuerdos de elevaciones, de aquella ocasión en que trepó con Lady Violante al desván donde hacían nidos las palomas («limpiar nidos» era expresión que le había oído a la priora de Lohizo). Lady Violante le había enseñado a nadar con estilo, pero no a volar (eso se lo guardaba para ella y sus zánganos preferidos). Ahora, en sus recuerdos de entonces, la dómina apretaba contra su pecho un macho blanco aleto, cerraba los ojos en un gesto gatuno de sensualidad contenida, mientras pasaba la mano por la pluma negra del pichón blanco hasta convertirla en jabalina.
Cuando todavía se formaba para caballero, Radón sobrevivía bohemio en un guardillón con ventano angosto por el que miraba con deleite brillar carámbanos en las noches heladas de Ciudad Roja. Entonces hacía más frío, y bajo aquel tejado que se inclinaba hacia el alero, en el que se oía trotar y zurear en primavera al buchón ladrón de un colombicultor cercano, dio su primer gatillazo con Elia, cuyas pestañas eran tan largas y negras que él veía mariposas de luto volar en sus ojos… Elia, de cuerpo ancho y blanquísimo, cuyos íntimos secretos no pudo o no supo ni descubrir ni penetrar.
Durmió con ella y quedó todo en martelo. Luego, no recuerda cómo, se despidieron para siempre. «Si ella me olvida, quedaré muerto sin que nadie lo sepa», pensaba el Augur. Y torturado por la melancolía del amor no consumado imaginaba que ahogaba en alcohol el sentir de la memoria y así lograba condenar a Sensibilidad en el pozo de una gruta de Inopia. Sinestésico, deambula ahora Radón en el País de los Intrusos. Allí sólo divisa a Aurelio, su medio hermano, que le mira infeliz y resentido, sin patria, sin amor, alma sin cura.
Continuará…
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José Biedma López