El Barón Bermejo [Jornada XXXI. Banchí agorera]
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El Barón Bermejo [Jornada XXXI. Banchí agorera]
Rosario había escrito y cantado versos sublimes. Cocinaba como un chef alimentos de temporada con sencilla abundancia en vez de con pretenciosa escasez y en lugar de amojamarse con la edad, se ajamonaba, carne dulce más que salada. Ya tendía a gordo cuando Bermejo reía con ella gracias a su ingenio, en los años que compartieron habitación en el Redil-Tentadero-Séptimo cuando Rosario se consideraba aún transgénero, pero no transexual. Esgrimió un estatus “forcluido” para evitar ser reasignado orgánicamente según el canon bipolar-hetero que por entonces aún pesaba como currículo naturalista, implícito y secreto, en la política educativa del parque occidental. Bermejo le ayudó a crear actos performativos no binarios para salvaguardar su ambigüedad queer y evitar una intervención quirúrgica. Con un pie en el delirio, Rosario se declaró personalmente estructura lingüística en formación fluida, es decir en metamorfosis, obtuvo con su labia meliflua, muy pulida, consideración de ninfa y diploma de Inmunidad a la Saturación Identitaria, lo que le permitió ingresar en la Escuadra Queer de la “Compañía Judith Butler” del Segundo batallón de su Majestad Laila Vanentraña Patadekaka.
Ya por entonces, Rosario sentía un “impulso incoercible hacia una universal, excéntrica e intrínseca allendidad” -según sus propias palabras. Como padecía obesidad casi morbosa, una noche de farra y malevaje cayó por unas escaleras y se le despegó el cuádriceps de la rótula. Tras la reinserción y mientras se recuperaba escribió uno de sus raros poemas jocosos:
CELEBRACIÓN DEL DISEÑO
Aquí me tenéis postrado
en la cama y dependiente,
con un tendón reimplantado
sin poder andar decente.
Miro el plástico orinal,
su diseño tubular
me permite limpiamente
evacuar impunemente
el líquido vejigal.
Agradecido al ingenio quedo
pues puso todo su empeño
en resolverle el problema
al que impedido espera
levantarse y caminar
y en el retrete orinar.
A Rosario le agradó que los caballeros dejaran sus cabalgaduras depositadas en las cuadras de Cinc Claus, sobre todo el precioso alazán plateado que Haltamisa había regalado a Tordés por su servicio. Les cedió a cambio un pollino rucio, útil para cargar impedimenta. De poco les iban a servir jacas maduras como Isabela y rocines enteros en los desfiladeros del ascenso al Alcázar de Rodapetra y en el descenso escurridizo hasta la Cala del Caimán, y serían lastre inútil cuando surcaran las aguas del Mar de la Desolación en dirección a los territorios de Salmanto el Quejumbroso, de Pitufo de Gaula y de sus secuaces (¡déles la Diosa mal galardón!), en busca de la simpar Lynette. Bermejo quiso despedirse de Isabela, que tan bien le había servido, habló mimoso a la oreja de la yegua y le untó los belfos con aceite de rábano. Ella le devolvió varios lametones tibio aquí y allá en son de despedida.
Partieron crujiendo un suelo de hojas amarillas cuando el nuevo otoño desvestía sus galas y esparcía por los corazones brisas y temores de próximos hielos. No era posible arribar directamente a la Cala del Caimán.
En anteriores tiempos, Bermejo y Rosario se habían bañado desnudos en esta cala bravía. Bermejo fotografiaba fondos mientras Rosario pescaba cuando todavía se llamaba “Cala del Calamar”, antes de la invasión masiva de especies exóticas, particularmente de la “palmera de agua”, pez gregario procedente del Mar Rojo que había acabado con los calamares mediante la estrategia comunitaria del suicidio heroico: un pez se entregaba al calamar, lo intoxicaba por dentro hasta paralizarlo y entonces sus hermanos lo devoraban, y al congénere aún no digerido del todo por el cefalópodo. Los biólogos no se explicaban cómo se decidía qué colega se sacrificaba pereciendo como cebo. ¡Inescutables son los caminos de la Deidad!
Los acantilados, llambrias y cantiles de soledad, cubiertos de guano, sólo resultaban asequibles a las gritonas aves marinas y a los ingenios aéreos. Bermejo y los suyos debían atravesar el bosque y remontar su cuesta hasta el Fuerte Rodapetra donde el viento sopla recio animando a volverse loco, y, desde allí, por su costado norte, descenderían en pendiente escabrosa hasta la cala en la que habían quedado con Chento Delfinum, capitán y piloto de yate.
Rosario les había advertido que no abandonaran la trocha principal del monte. Pero la curiosidad pudo más que la precaución y Tordés, excusando necesidad evacuosa, se entretuvo con una Amanita faloides a la que rondaba no sabía por qué una libélula enorme. En sus afanes y oficio de micólogo llenaba la bolsa con setas cuyo nombre conocía o desconocía cuando una música tan dulce como pasmosa lo sumió en un arrobamiento hipnótico. Ya ascendía a llanto lúgubre cuando el Recto, apartando a manotazos los helechos, distinguía un hermoso rostro de palidez mortecina enmarcado por una espesa cabellera obscura y roja…
Por un momento creyó que era el espectro de Julia que, como sabemos, después de su eutanasia asistida se le abrazaba tres veces al día (v. Jornada XI). ¡Pero no! Creyó que aquel rostro semejaba el de Larisa, dormida caracola, húmedo eco y regusto en tiempo de pasas, viéndola nadar entre flores tardías al sol de caquis y membrillos, granada abierta libada por mariposa jasona, lepidóptero vampiro, o botón de néctar lamido por una atalanta, fosca almiranta roja. ¡Pero no! No era tampoco el espectro de su amada Larisa.
Al acercarse más a aquel rostro que parecía flotar en el aire sobre corrientes de niebla y transparencias de seda, se concentró en los ojos de grandes pupilas negras sobre iris amarillos que nadaban en saltonas claras sangrientas, triscos de gacela. Apuntó a ella el teleobjetivo de su comunicador y repasó veloz su memoria, que le sugirió el nombre de una banchí, madrina de la muerte. El llanto del hada fúnebre fue haciéndose aullido lastimero y gemido desgarrador. La memoria auxiliar del celular le aportó el nombre de su melodía: Keening. Borges dejó escrito que las banshees, o banchís en román paladino, no se ven, sólo se oyen, pero Borges no se hizo famoso por la vista de sus ojos, sino por su mirada interior, como atleta gayosciente. Su error probablemente se debió a que por sus venas no corría proporción suficiente de sangre celta, o ésta había sido colonizada por los corpúsculos depredadores de la anglosajona.
Quiso Tordés el Recto que el hada de las agonías escupiese el nombre de quien cabe sí moriría y para ello arrojóle atinado una pepita de San Ignacio a la boca, tragadero que se ensanchaba como antro de tinieblas. La entrañable digestión de la pepita ignaciana le obligaría a decir la verdad, si es que la banchí poseía entraña digestiva. Sin embargo sólo fue verdad que antes de que su canto inefable se confundiese con el murmullo de las hojas bailarinas, su imagen fantasmal, que por momentos pareció tomar las formas de Julia, diversa funcional, se disolvió como el negro de la noche en estrellitas cuya luz se extinguía.
Aquel encuentro con la banchí puso a Tordés una mosca tras la oreja, mosca tábano hemochupona. ¡Absurdo que un hada agorera anticipara la muerte de Julia! ¿Acaso no había fallecido la bellísima y tierna paralítica dulcemente ayudada por él mismo? Enseguida pensó en Larisa, en su contenida enfermedad, en la herida sin cicatrizar que le dejó su huida, en la nostalgia de un deseo no cumplido satisfactoriamente. Ni siquiera sabe Tordés si ella sintió la encantadora suspensión que padece y acepta la dueña fértil cuando él se asomó al meloso pilón inédito de sus secretos labios en la oscuridad de una celda urbana en la calle madrileña del Percebe. Sólo recuerda que aquella fuente no dejaba de manar y cómo dejó de asearse durante una semana para seguir sintiendo aquella clandestina intimidad durante días.
Así pues, nada más recuperar el paso del pollino cano (al que habría que dar nombre) y de sus amigos (que ya lo tenían) por la trocha del bosque, Tordés usó su comunicador para llamar a Larisa. El Recto ama con una fidelidad dolorosa, excesiva, inquebrantable, tal vez por eso le sobre algo de peso, aunque menos que a Rosario. “Hígado graso” -le diagnosticó un gurú indí al que acudió desesperado por una proliferación de granos en el culo.
¡Menos mal! ¡Que Lyudmila, Señorita Muerte, no dispare! Doña Larisa estaba allí, al otro lado de la onda, viva y coleando (perdón), en alguna parte al final de la luz, su voz inconfundible, baja, grave, apenas mostraba sorpresa…
‒ ¡Quería saber que estabais bien, amiga mía!
‒ No soy suya, caballero, pero bien, me encuentro bien…, sin entrar en detalles –respondió Larisa.
‒ He temido por vuestra salud, señora. Hace mucho que no conectamos.
‒ ¿Y vos? ¿Tan aventurero como siempre? ¿Enfrentado a esfinges y persiguiendo quimeras?
‒ Aventura fue la que ambos compartimos en Tierra de Pastos (Al-Busherat), ¿os acordáis?
‒ ¿Os referís a cuando me dejasteis sola en un descampado?
‒ ¡Nos quedamos sin gasolina! Era su carro vintage, señora, un seat del año catapún. Volví pronto con una garrafa de oro negro, por conservar el favor de tan gentil dama, ¡bien despeado por vos y al trote!
‒ ¡Prodigio de la naturaleza. Parecíais el visir de Al-Busherat con el bidón!
‒ No os burléis señora, no. Sé bien que cuando vos tuve prójima no vos pude servir, no. Y ahora que os serviría, mal lejos habitáis vos. Sin embargo, vos sabés que os querré hasta que el tiempo muera en nuestros brazos.
‒ ¿De abrazos habláis? Vuestra fue la culpa, señor, ¡mía no!, pues cuando encendisteis mi olla, me enteré por una amiga, que a Julia galanteabais y servíais y adorabais, ¡no a nos! El guiso quedó frío; a mis zorros se lo regalé ya sin gusto y con disgusto.
‒ Aún en el vientre de esos rápidos lo bebería yo… Julia sufría más que vos, relievada por tanto dolor e impotencia, causó deliquio a mi corazón…Cualquier deleite y cuidado personal abandoné por atender sus últimos deseos.
‒ Tanta piedad me asombra –el tono de Larisa, incluso por el comunicador, sonaba irónico con una pizca de crueldad que lo aproximaba al registro del sarcasmo. Pero los comunicadores, por óptima que sea la señal, generan malentendidos.
Cuando se despidieron, a Tordés le rodó una lágrima por la mejilla. La atrapó con la lengua. Más que salada sabía amarga, aunque olía a percebe y a seta de álamo, ¡eso le consolaba!
Continuará…
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José Biedma López