El Barón Bermejo [Jornada XLIII. Cuernos y tempestad]
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Ya en ruta marinera hacia la yerma Floresta y el Cerro de la Horca, donde se suponía que el Quejumbroso y sus secuaces tenían agarrada a Lynette, Radón discutía con su paje Ausonia el estatus biológico de las mazodronas. Le contrariaba que una de ellas pariera un hijo suyo sin poder saber de él ni de su destino. Ausonia entendía de eso…
̶¿Estáis seguro de que las mazodronas pertenecen a la misma especie humana que una optimate reproductiva? ¡Permitid que lo dude, señor amigo!
̶ ¿Y eso por qué, joven Ausonia?
̶ Entre los vertebrados se han identificado más de cien especies constituidas exclusivamente por hembras, por no hablar de otras creadas en laboratorios terráqueos o marcianos. Existe todavía un pez amazónico no artificial (Poecilia formosa) del género de los mollys, muy conocidos por los acuariófilos, que se reproduce por ginogénesis: ¡sólo hembras!; no obstante, dichas hembras necesitan aparearse con machos de especies similares de su entorno, porque eso activa el crecimiento del huevo diploide que se desarrolla sin los genes del macho activador.
̶ O sea, que si las mazodronas están programadas como la pececilla esa del trópico nacerá una hembra que nada tendrá que ver genéticamente conmigo.
̶ Sí, es un tipo de parasitismo, vuestros fluidos y hedores han activado un proceso en el que no participáis para nada o sólo como detonante y de cuyo fin no seréis responsable. Así que ¡tranquilo, tronco! Además, todo el mundo piensa desde el siglo XX que la paternidad es un engorro y la misma Simona Magister Optimate, campeona del pensamiento misándrico, llamó “parásito” al feto fuera del sexo que fuere, o peor si es macho.
̶ ¿Me llamarán “Caballero Detonante”?… -se decía Radón como para sí mismo, medio en broma pero meditabundo.
̶ ¿Cómo has podido, señor mío, pensar ni por un momento en tomar por esposa a una mazodrona?
̶ ¡Pues vienen mal al arado / dos novillos desiguales / peor concurren no siendo iguales / ya esposada ya esposado! –cantó Radón como respuesta, haciendo una pirueta con maniobra seductora.
̶ ¡Eso mismo! –asintió Ausonia, que lucía en el dedo anillo con topacio místico, tratado para mostrar los que el arco iris nos deja ver de sus colores.
̶ Lo que no es milagro no es vida –concluyó Radón, que sentía por la marciana el calor de corazón de un san José Pepe, pepito, es decir el cariño de un buen padre putativo. Y reparó en la joya- ¿Y ese topacio?
̶ Me lo ha prestado la princesa Gallardona. Nos hemos hecho amigas. Me preguntó si había sido muy arrojadiza entregándose a un desconocido.
̶ Y vos, ¿qué le dijisteis?
̶ Yo la consolé… Que lo hizo bajo la necesidad sobrenatural del encantamiento, en reconocimiento de valor y a cambio de promesa-. Estaban de acuerdo.
Álex descansaba su quimera. El juego solitario con el que se relajaba hurgando su comunicador le había nombrado “talentoso”. Competía al go contra la máquina y anhelaba que la máquina le llamase “campeón”.
No habían todavía salido a mar abierto cuando Chente Catarato elevó una prédica a Tritón, deidad que según Pedro Nanio (maestro del malogrado humanista sevillano Fox Morcillo) empuja a las naves a alta mar librándolas de encallar en los bajíos y despegándolas de arena viscosa y lujuriosas algas. Aderezada la nave y con viandas para una estación, el capitán preguntó a Bermejo por los suyos: “No quisiere que entraseis en las aguas profundas enfermos, pues hasta a los sanos hace mal, el mar”.
Para entretener la tarde y edificar las mentes contó Alejo, que así se llamaba el contramaestre y hombre de confianza del Catarato, la historia del Cuerno de marfil que envió la maga Morgana al rey Artur, bien guarnido de oro y plata y atado al cuello de una linda doncella con un cordón de seda.
La joven explicó en la corte de La Tabla Redonda que si alguno tenía dudas de la fidelidad de su esposa debía llenar el Cuerno de vino y hacerle beber de él. Si es casta y buena lo hará con propiedad; si no, el vino se le derramará por los pechos, más o menos según la cantidad y el carácter de los deslices cometidos, le correrá hasta el ombligo o más abajo.
De trescientas ochenta dueñas, no hubo más que veintiuna que pudieron beber sin mancharse. El rey, muy enfadado porque la reina también se había chorreado, mandó azotar a las adúlteras, pero antes, el Caballero del Pendón Verde, que era tenido por erudito y discreto, levantó la voz:
“No sabemos con qué intención la maga Morgana ha enviado a este reino el cuerno encantado, ni si ha sido por malquerencia buscando discordia entre maridos y esposas. Esos cismas consumen familias y pierden reinos. Yo, a mi señora, que padece leve temblor de manos por abuso de café negro colombiano, y se ha manchado, la tengo por leal. Y otros como yo, señores míos, ¡igual que igual!”, dijo el caballero de ojos glaucos, un verde claro que hacía juego con el tono de su pendón.
̶ ¡Igual que igual! –gritó la mayoría.
Ante semejante consenso, el rey, aun escamado, perdonó los azotes a su señora reina que se había mojado mucho corriéndole el vino abundante y rojo por la canaleta hasta las ingles, y perdonó también a todas las demás tintadas y chorreadas. Acto seguido, el rey suspiró, reflexionó, recordó el perfil ambiguo de Morgana y de sus redes enredantes, y rompió el maldito cuerno delante de todos. De sus restos, los del cuerno, salió un humo sospechoso…
̶ ¿Y qué pasó con la linda doncella portadora del ebúrneo cuerno mágico?
̶ No es seguro si quedó alegre en la corte artúrica o volvió frustrada con su dueña Morgana. Las malas lenguas murmuran que tuvo un lío con el Caballero de ojos glaucos.
̶ El sol quema, la luna abrasa, ¡y las lenguas del mundo dicen lo que no pasa! –concluyó Álex.
En aquella soledad imponente del mar abierto, desierto resplandeciente, sublime terror encogía las almas durante la noche. ¡Ay! “El caballero con atenta mente / insólito terror de allí esperaba; / mas ninfas y sirenas luego siente, / y un blando son que al aire resonaba”… Mas…, rayada la aurora, todo brillaba y el sol rutilante y glorioso doraba el aire y esmaltaba de plata y oro las ondas azules… Hasta que una paz siniestra se apoderó de todo, como ese silencio que precede al estallido de la tempestad: y el Mar Ilusionante pasó a ser Mar de Desolación…
Huracanados vientos removieron las profundas aguas, el bóreas helado arrastró imponente oleaje. Bermejo sintió que el corazón ora perdía ritmo ora lo aceleraba, temió no volver a ver a Misolinda ni a Lynette si las furias del mar bravío se le venían encima con saña. Apenas podía el Catarato fijar rumbo, el timón se le escurría de las manos. Y todos mojados en cubierta, agazapados bajo trastos, arrodillados, se encomendaban a sus deidades, tragando sin querer el amargoso licor salobre. El yate era llevado de acá para allá como hoja seca arrancada del árbol y mecida por el cierzo otoñal, hacia abajo y hacia arriba, parecía querer abismarse y enseguida escalaba líquidos montes, haciéndolo rodar todo por la cubierta… Vio Radón el Augur entonces sobre la sirena del mascarón de proa un gran albatros que parecía señalar con el movimiento de sus enormes alas cómo habían de enderezar el aparato. Lo vio también el Catarato y fijolo, mientras Alejo repartía a duras penas chalecos salvavidas a la tripulación y los pasajeros, quienes con gran dificultad se embutían en ellos retorciéndose y resbalando.
Pasaron minutos que parecían horas. La última gran ola empujó el navío como tabla de surf hasta encallarlo en el banco de arena de una ínsula extraña, tan ignota que en ningún mapa de Google aparece. Cuando pudieron ver, miraron, tan asustados, cansados y alterados estaban los viajeros náufragos, que dudaban si sería delirio secundario [Jaspers] o realidad aquello que tierra firme parecía ser o existir simulaba.
Continuará…
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José Biedma López