TODOS ÚNICOS
[Metamorfosis]
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Bombílido del género Amictus (Wiedemann 1817) con larguísima probóscide inflexible. Amictus (manto) [no cuenta con entrada aún en Wikipedia]
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Querida Claudia:
Soy Email Nital, para servirle. Es la segunda vez que le escribo. Redacto para comunicarle que seguí su consejo, que le agradezco, y para despedirme. Como ya sabe, siempre padecí cierta propensión a juntarme con gente extravagante. “Todo lo excelente es raro”, decíamos hace años. Adopté este lema para justificarme, ahora lo sé. Rosalba, por ejemplo, mi primera novia, me confesó que no le gustaba “hacerlo” con condón, que le gustaba “a pelo”. Tuvo siete hijos de cuatro padres. Yo no fui ninguno de ellos, gracias a dios o al diablo. Uno de sus hijos enfermó. “Trastorno bipolar”, dijeron. Dejó de tomar la medicación y degolló con un cuchillo jamonero a la segunda pareja de su madre. Rosalba, educadísima y discreta en el salón, pantera en la cama, lo aguantaba todo, impertérrita. Yo en su lugar hubiera tirado la toalla. Ella sola, entera y serena, sacó a sus otros seis hijos adelante.
Y luego mi amigo Abelardo, un tipo genial, con un par de doctorados, ¡un cerebro privilegiado al que le falta un tornillo! Ensayó justificar los genocidios del siglo XX en un opúsculo, y de ideólogo de ultraderecha pasó a liderar la ultraizquierda nacionalista (valga la contradicción entre los términos). Todo eso no le impide hacerse un nombre en la Red Internacional de Lógica Formal y Metalógica, ni escribir hermosos madrigales desencantados a Eburne Noctiluca, una albina con super-poderes, o eso cuenta Abelardo que besa por donde ella pisa.
Para comportamiento contradictorio, el de Bienvenido. Abandonó a Macarena cuando andaban criando al segundo hijo. Luego, cuando su esposa cayó enferma de un extraño y terrible mal neuropático, volvió al redil para devolverle todo el amor que le había escatimado. Acabó limpiándole el culo y la baba a Macarena, y adelgazando hasta la raspa, por las malas noches y por una tenia culpable. Hablé con él: creía que ni así expiaría su deslealtad. Bienvenido padeció de suspiro crónico hasta que Macarena falleció y, ya con los hijos emancipados, se metió a voluntario en una Oenegé para la salvación de animales raros.
Nuria, aquella profesora de lenguas clásicas…, otra persona, digamos, anómala. Tras años sin sacar los pies del plato, de repente declaró que el mundo era ilusión de los sentidos y comenzó a andurrear tascas con menos compostura que una perra en celo. Se declaró gnóstica y proclamó que este mundo había sido creado por un dios tan malvado como implacable. Se había mostrado siempre mujer discreta y reservada, pero se convirtió en una libertina extrema. Bebía demasiado alcohol, fumaba porros, se metía coca y anfetas hasta perder el sentido, y organizaba camas redondas para entregarse en pelotas a los primeros que la desearan. Nuria pensaba que no entregaba nada, pues su cuerpo físico representaba sólo una ilusión tan vana como cualquier otro. Haciendo entrar y salir de él a cuantos quisieran, probaba su despreciable insulsez, humillando de ese modo lo que nada valía.
No la aburriré, Claudia, con el relato de otros casos extraordinarios, grotescos, ridículos, estrafalarios, o portentosos, admirables, casi milagrosos, según se mire. Usted misma me animó a seguir persiguiendo esos encuentros inesperados o increíbles singularidades como persigue un entomólogo al bicho no descrito aún. ¿No es sintomático –y tal vez premonitorio- que no encuentre ningún caso normalito entre mis conocidos y amistades? Alguien con manías comunes y vicios menores.
No le hablaré de Samonas Blúmer, el amigo que diseñó genéticamente el canis stípticus (popular “perro extreñido”) al que también apodó Ameón, porque su can sólo orina los fines de semana y hace heces duras y secas, fáciles de recoger por sus dueños. Este mismo Samonas desarrolló la idea de Erre Ruyer, la noción del psiquismo que consiente a la ameba adquirir costumbres y por lo tanto hacerse con un carácter particular, lo cual le permitía distinguir entre amebas magníficas y amebas pusilánimes, incluso distinguir amebas histéricas de amebas psicasténicas. “La ameba o el vegetal -como dejó escrito- erlebt, enjoys, survole o pense… su estructura orgánica con tanta nitidez como el hombre piensa la herramienta que está fabricando» (Elementos de psicobiología, 1946).
Yo jugaba al ajedrez con Samonas al tiempo que se abarraganó con Magina Virtanen, una finesa cuyos ojos poseían la increíble trasparencia dinámica de un arroyuelo montaraz. Magi –como la llamaba cariñosamente Samonas- entrenaba batallones de hormigas argentinas para reparar circuitos impresos en miniatura, para microcirugía o micro-injertos. Había conseguido dominar el lenguaje-danza de las abejas y pactaba con ellas. A cambio de azúcares extra para sus colmenas, las melíferas le limpiaban de parásitos la huerta y el jardín.
Tampoco le hablaré de Margarita, mi segunda novia formal, que sentía germinar el trigo de los campos en la raíz de sus cabellos, acercarse desde muy lejos la tormenta por un escalofrío en el cuello, fluir el agua de veneros subterráneos en sus propias arterias. La erosión de los torrentes en las crecidas le abrían las carnes, el arañazo en placenta de un sobrino nonato le hacía cosquillas en su pubis angelical… “¡Rápido, bésame despacio!” –me urgía con un escote nube y una falda catarata. Y sí, Claudia, amiga, Marga me enamoró, pero no me rindió del todo, me alejé porque ella temblaba ante cualquier acontecimiento germinal próximo y su tremolar anticipaba beso y su flamear abrazo poderosísimo, inagotable, en los que yo me hubiera consumido en una sola primavera… Nuria, mi amiga gnóstica, decía que la piedra dura más que la carne. Verdadero, verdadero.
Ni le hablaré de Higinio, que se compró un palomar en Torrelobatón (Tierra de Campos, Castilla la Vieja). Lo restauró con sus propias manos y allí se recluyó por tres años hasta que Hebencio, primo segundo, le rescató. Entonces sufrió una revelación mientras contemplaba los molinos generadores de energía eólica sobre el macizo alcor de un castillo. Eso no fue nada, la segunda revelación la padeció tras rechazar la breva que le ofrecía gentilmente una limpiadora de la diputación de Palencia. Después de eso, me enviaba bellísimas cartas que firmaba “Higinia”. Insistió en que era transgénero ¡pero no transexual! Se sentía cómodo con su sexo masculino y ni siquiera aceptó implantes mamarios. Como activista trans, Higini@ llegó a ser muy respetad@.
Usted me dirá, estimada Claudia, que es inaceptable comparar a personas con cosas, pero entre las cosas también las hay anormales, disfuncionales, sobresalientes; ni mejores ni peores, distintas, únicas, sean cosas naturales o artificiales. Cosas, animales, plantas, hongos, líquenes…, son tan únicos, cada uno de ellos, que el mundo es caos, no cosmos, por mucho que lo categoricemos y midamos olvidando detalles particulares, pequeñas variaciones “idiotas”. De nada nos sirve recordar –como hace @todomejorqnada- que en griego antiguo “único en su especie” o “particular” se decía “idiota”, porque “todo fluye” significa que no hay nada igual que nada o que todo es distinto a todo. Piénselo, Claudia. El mundo está repleto de “idiotas” (sensu stricto).
Entre las cosas, han llamado siempre mi atención las que resultan inservibles para la función que fueron creadas: una alcayata sin punta ni rosca, una silla con cuatro espaldares… Debo confesarle que desde chico me agradó coleccionar objetos inútiles y ambiguos, piedras que no parecen piedras, sino bolas de billar o huevos de pájaro, conchas que han adquirido en la peripecia de las corrientes formas estrambóticas, caquis con pico de pájaro, avellanas geminadas, tréboles de cuatro hojas… Por eso, cuando en una pequeña librería del centro de París encontré el Catálogo de objetos imposibles de Jacques Carelman, me emocioné. La presunta utilidad de esos objetos bizarros los hacía verdaderamente cómicos, así como las explicaciones o instrucciones con que el autor los presentaba. Por ejemplo, una cachimba con dos cazoletas:
«Pipe à fumer deux tabacs différents. Bourrez les deus fourneaux avec des tabacs différents, le délicieux mélange d’arômes se produira directement dans votre bouche».
En realidad, todas las personas que he conocido por propia voluntad o a las que me acerqué por curiosidad son cachimbas de dos o tres cazoletas, mecedoras laterales, canapés bañera, bicicletas para subir escaleras, preservativos de croché…, resplandecen tan incatalogables o inútiles como elegantes y sofisticadas, tipos pasmosos. Por eso empecé a pensar que también yo había saltado a la luz para rarito, para “friki”, como se dice ahora. Sin embargo, anduve preguntándome si había practicado de forma desmesurada alguna afición o había sido contaminado por alguna idea viral que hubiese acabado por hacerme perder el sentido de la realidad, el sentido común, la sensatez…, y no encontraba nada de eso. Yo no tenía nada de fanático ni mi comportamiento pintaba extremoso. Tampoco padecía ningún trastorno obsesivo compulsivo, ni oía voces… Había viajado por medio mundo y me adaptaba fácilmente a cualquier ambiente. Mi fantasía era lenta y a ras de tierra, mis sueños, de los que vivía tan bien como todo el mundo, contiguos a la realidad, ni románticos ni cósmicos.
Pero un buen día comencé a sentir vértigo y angustia ante la sola idea de montar en un vehículo y partir de un sitio para otro a cualquier velocidad. Sentí un desconocido pavor ante el movimiento involuntario de mi cuerpo. Temía un golpe, una caída o accidente en cualquier momento. Me mareaba en los andenes del metro, en los aeropuertos y supermercados. Daba grandes arcadas ante la sola idea de tener que montar en autobús o en taxi.
Como apenas salía de casa debido a mi reciente fobia a los medios de transporte en general, tuve tiempo para repasar todos esos objetos extraños que había ido acumulando con el paso de los años en mi cuarto de trabajo, en los armarios o en el trastero, como aquel cuchillo sin hoja al que también faltaba el mango o el peine para calvos o el paraguas-ducha que permitía asearse en el jardín los días lluviosos. Pero lo extraño de verdad fue convertirme poco a poco en algo muy singular, en una especie también extraña, de cosa absurda, de fantasma.
No creía en espíritus inmateriales, de manera que me fue imposible en las primeras semanas y meses percibir con claridad mi transformación. La verdad es que no supe nunca qué empezó primero, si mi metamorfosis en fantasma o mi fobia a la velocidad. No fueron eventos que sucedieran de la noche a la mañana, sino más bien cambios lentos, pequeñas mutaciones paulatinas.
No obstante, mis funciones se fueron volviendo lentas muy rápidamente. Si antes tardaba unos segundos en escribir un wasap, ahora necesitaba minutos, y a la semana siguiente necesité casi una hora para escribir cinco líneas. Hacer la cama me llevaba una eternidad; cocinar, toda la mañana. Una noche me di cuenta de que había tardado en cenar dos días y, al despertar, el calendario de uno de los dispositivos electrónicos desperdigados por toda la casa me informó de que había dormido una semana. Los días acabaron pasando como minutos. A mí no me parecía que mis movimientos fuesen lentos, sino más bien que el tiempo se aceleraba.
No salgo de casa. Me asusta hacerlo. Vi por la ventana cómo los automóviles y las personas se convertían en trazas de un tapiz grisáceo. Si salía, moriría atropellado. El movimiento exterior se hizo tan invisible que acabé no viendo más que estelas que se perdían en el infinito desintegradas. También los muebles se cubrían de polvo nada más los limpiaba. Las imágenes de la tele se me volvieron ininteligibles y viraron hacia el blanco hasta que ya no percibí nada.
Aunque no se lo va a creer, Claudia, cuando me miro al espejo me veo más joven, agraciado. Mi piel lustrándose ha mejorado, han desaparecido arrugas, mi cuerpo ha ganado en lozanía y vigor, olvidé los molestos dolores de las articulaciones y las toses matutinas. Lo peor, que empecé a olvidarme de casi todo, menos de lo que escribía, y tardaba una eternidad en juntar letra con letra, palabra con palabra.
¡Mientras, menguaba! Se ha vuelto un problema trepar a la silla, sentarme en el sillón. Cuando me pregunto qué pasa, no encuentro ya palabras. Inmóvil, me siento flotar muy gratamente en un océano cálido, mientras un gran tambor marca con pulso apagado la duración en un espacio líquido más viscoso que el agua, negro, gris, luego blanco, por fin transparente. Allí Las partes de que estoy compuesto se rebelan, renuncian a dejarse modelar por el todo que yo era, también todas ellas quieren ser todos idiotas, estructuras no aditivas. Por fin siento que mi cuerpo se escinde en dos mitades que ya no son mías, y estas en otras dos y así hasta la pura paz en que nada suena y el silencio se declara testigo…
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Claudia me avisó de que algo grave le estaba sucediendo a nuestro conocido, el ingeniero Email Nital. Conseguimos su dirección. Cuando entramos por fin en su apartamento una niebla azulona lo llenaba todo, olía a madera descompuesta y setas pasadas, como un bosque en otoño, luego fue un polvo que se dispersaba volando por el espacio exterior cuando abrimos las ventanas, ceniza como escamas de diminutas polillas caprichosas.
Lope de Bisejo, albacea
(Del Archivo de Claudia Prócula, s. XXI)
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José Biedma López
para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne
Otoño 2018
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Nota