El Barón Bermejo [Jornada LXI. Metamorfosis de Álex]
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Aquella noche en la posada de Cliturga la Reconocida, Álex tampoco pudo dormir. La voluntad no soporta el aburrimiento, no otra cosa es Hastío sino el bostezo de Deseo. Por eso encendía un sueño con la colilla de otro; con la colilla que enciende casi todos. Sueños lúcidos, de los que saltaba a reflexiones recalcitrantes, como si su genio le dijese “a mí plin el esplín”. Es evidente que lo mejor es aceptar el cuerpo que uno tiene, se decía, aunque nadie nos pidió opinión para que tuviésemos cuerpo y menos aún para que fuese este cuerpo. En cierto sentido tal vez pueda pensarse que nadie nace con un cuerpo equivocado, pero por mucho que la aceptación y la conformidad fuesen virtudes (y ningún honor es mayor que la dignidad que confiere Virtud), el Ballestero encontraba muchos argumentos contra esa excelencia que los cristianos llamaron resignación y los estoicos apatía. Para empezar, ni siquiera el diseño natural había sido perfecto, sino que la evolución de la vida presentaba notables signos de haber sido pergeñada por un demiurgo chapucero, ¿qué era eso de que las cloacas estuvieran al lado del parque lúdico o de que fuese posible que el cuerpo de un espíritu superior se atragantase con una cáscara de cacahuete e incluso con su propia saliva? A veces despreciaba esa farsa de la Naturaleza, que de modo tan desconsiderado e insolente nos crea para el dolor y pensaba –con los antiguos- que lo mejor hubiera sido no haber sido programado, no haber sido diseñado, no haber nacido. Mas no pudiendo aniquilar a la Naturaleza ni renegar de la industria reproductiva, científicamente gestionada, basta con que nos aniquilemos a nosotros mismos, pues nos carga demasiado tener que soportar esa tiranía de la que no somos culpables; o nos transformamos en crisálidas de otro ser, no previsto por la Madrastra. De su exuvia saltará tal vez un monstruo, o una bella crisopa de ojos dorados y verdes alas de encaje, o un duende bipennis, o tal vez uno de esos animalitos que se nos acercan de noche, mientras dormimos, blandos o viscosos, veloces o lentos, pero tales que no se pueden agarrar, porque te muerden con su veneno o lo lanzan contra tu boca para defenderse. Pueden también desovar en tu oído (Álex comprobó con la larguísima uña de uno de sus meñiques que tal cosa no había sucedido). La repugnancia es también una especie del miedo.
A él, desde luego, le hubiese gustado no tener que andar remendándose para llegar a la centuria y le parecía bien el reconocimiento universal de humanidad, aunque fuese –como él estaba, pues no creía que fuera– criatura quimérica con dos sexos y cuerpo pluricelular, eucarionte, con dos genotipos… Sin embargo a veces hubiera preferido ser beleño, budelia, ichneumón, noctuido grande, gran volador, con andropigio complejo…, o abejilla sudorípara de las que pueden alimentarse de lágrimas y encender hogueras en las pupilas de las damas. A fin de cuenta, con más o menos conciencia, todos los seres vivos viven para lo mismo, viven por vivir, para no morir. Y jamás podrán pagar el precio de ese supuesto derecho, la deuda por existir contingente un rato, salvo viviendo para nada. Definitivamente, le hubiera gustado acoplarse como una orquídea a la abeja, viendo en el insecto un espejo de sí misma pero ignorante de que todo amor correspondido (antérôs) lleva máscara y acaba, cuando la persona afloja, en pelea (neîkos). Se ponía morado cuando pensaba en eso.
También le hubiese gustado a Álex ser atardecer o satiresa, incluso sátiro con patas de cabra y lascivia inquebrantable, como el que mira al hermafrodita en la galería de Firenze…; ¡mejor que ninfa!, ser ninfa se le antojaba bastante cursi… Fumó, probó a contar ninfas a ver si se dormía, pero no. La voluntad no soporta el esplín.
Los crepúsculos son todos diferentes, serenos y poéticos, es fácil darles un toque elegante y melancólico. Sí, definitivamente le hubiera gustado ser anochecida, ¡mejor que alborada! Búho, mejor que alondra. Tampoco le hubiera importado ser artrópodo volador, escarabajo con caparazón elegante, resplandeciente, para dejar en su vuelo un resplandor carmesí, como la palomita arlequín, a la que también llaman “nomeolvides”. Le hubiera gustado llamarse Cetonia. Le había sido concedida la potestad de erizar el vello para parecer más grande, pero también le hubiese gustado contar con vibrisas sensibles como las que lucen gatos, que le servirían de orientación durante las expediciones nocturnas. ¡Claro que las antenas de los insectos ofrecían aún mejores perspectivas!
Muchos insectos no parecen pertenecer a este mundo. Podría pensarse que proceden de otro más monstruoso, más enérgico, más insensato, más atroz, más infernal o, tal vez, mejor ordenado que el nuestro, sin tantos líos sentimentales y sin el pesado fardo de la conciencia, que acaba siempre por hacernos culpables, porque todos nos equivocamos. Un mundo sin sentimientos, sin rencores y sin piedad. Álex admiraba cómo el insecto se apodera de la vida con decisión tenaz y fecundidad inigualable. Cuando uno mira de cerca a esos bichejos es difícil sostener que la homínida natural, optimate, reproductora, paridora, doula, refundida, dueña, dama; o el homínido reducido, dron, caballero, humano o transhumano, puedan considerarse ideales, algo así como modelos teleonómicos a que tienden todos los esfuerzos de la evolución terrenal una vez adquirida la memoria voluntaria y la inteligencia técnica. El infinitamente pequeño contra el que nos vacunamos, ¿qué es, en el fondo? Tiene más de insecto que de humano; es insecto que nuestros ojos no ven. Nos causan asombro, incomprensión e inquietud esas existencias incomparablemente mejor armadas, mejor adaptadas y provistas de lo necesario, que las nuestras, esas condensaciones de energía y de actividad en que presentimos nuestros más misteriosos adversarios, un movimiento de organismos atómicos que no descansan.
Álex, desde luego, no desconocía que las costumbres conyugales de los artrópodos son espantosas y, al revés de lo que pasaba o pasa en otros mundos, aquí es la hembra la que representa la fuerza y la inteligencia al mismo tiempo que la crueldad y la tiranía que, al parecer, son su inevitable consecuencia. ¿Estaba el humano evolucionando hacia el insecto? No era probable, más bien irradiaba gracias a la bioingeniería hacia formas diversas, como la suya: formas sexuadas, asexuadas o quiméricas. Metamorfosis polimórfica. Serían muchas las almas que, lejos de resignarse, pensarían en el futuro haber sido engendradas en cuerpos equivocados. Serían cada vez más.
Definitivamente, no tenían razón los naturistas, porque crísalidas de otra cosa son ya todos los humanes. De la suya salió el Morado, el aclamado Ballestero, al que muchos caballeros querían adoptar y asilar en su equipo, capaz de acertar el ojo de un grillo a cien pies y al que algunos comparaban con Mutileder, gran héroe vesciano o tartésico, de pura raza ibera, tan bueno con la honda que mataba a pedradas los vencejos que pasaban volando. De poco presumía Álex quimera: “De mi arco depende el pan que como, de mi flecha el tabaco que fumo, apoyado en mi ballesta bebo”.
Álex dio la última calada al cigarro toscano y apagó con cuidado su colilla. La tiró al retrete, que no se la tragaba. Tiró varias veces de la cadena, que era un botón. Por fin, la pava del toscano descendió cañería abajo. Miró por la ventana abierta, tres eunucos armados de garrotes y montados en cebras a pelo guardaban la seguridad de la posada. Volvió a la cama, le pareció oír un solo de saxo soprano en la senda del silencio y ya no supo más de nada ni de sí.
Continuará…
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José Biedma López