El Barón Bermejo [Jornada LIII. La audiencia]
***

***
La audiencia fue fijada para el día siguiente y a ella acudieron Gallardona y nuestros cuatro caballeros con Ausonia la marciana, Artemio el escudero y Alejo el marinero. No les recibía el primer ministro, ni siquiera la consejera de asuntos exteriores y comercio, sino el asesor de la asesora del secretario de la subsecretaria. Por lo tanto, tuvieron que dejar fuera de juego a unos cuantos zánganos y a algunas optimates hasta encontrar el despacho del Brocadán, que sólo atendía esos días problemas urgentes de once a trece horas, aunque solía llegar tarde y sacudirse temprano, momento este incierto en que echaba por prescripción facultativa la siesta de la canóniga.
La princesa jaqueó sin dificultad alguna el cerebro de un par de IAs que le guardaban las espaldas al malvado privado.
Al confrontar a la princesa, el pérfido Brocadán hizo gárgaras con el silencio y luego escupió palabras venenosas aclarándose el gaznate:
- Yo te conozco, hija mía –dijo el valido, mirando a la princesa-. A ti no, guapa, pero me gustaría –le dijo a Ausonia relamiéndose, ¡el muy asqueroso! Y luego añadió: ¿Quiénes son estos drones?
– ¡Maldito Brocadán! ¿Fuiste autor o cómplice en la muerte de mi madre Semerina?
– Psss… Pues…
No pudo decir más, Gallardona agarró y luego seccionó su cuello con sus mandíbulas interiores, que recogía y guardaba bajo sus hermosos carrillos, mandíbulas que no habíamos visto antes y parecían sendas hoces doradas. La cabeza del privado saltó por el suelo. Al segundo bote, la Princesa la agarró por las trenzas.
No se avisó la entrevista con Crapulón. En la puerta de las cámaras reales, la chatarra de la Inteligencia artificial yació desmantelada. Gallardona quería acudir sola, pero Bermejo insistió en cubrirle al menos la espalda. Una vez dentro de la Sala de Embajadores, la princesa paralizó a la guardia real: una amazona y tres gigantescos IAs de jetas ferósticas que guardaban al soberano de la Isla de las Maravillas.
Crapulón el Mansino reconoció en seguida a Gallardona. Le cambió la color del rostro, de rojo a ebúrneo. Tartamudeando balbuceó:
– Has de entender, que, querida, que mi compromiso con tu tu madre Semerina fue un ju juego, ego, pero Ella no lo entendía así… El po poder de Semerina era inmenso, una vez se arrancó la costra de una ve verruga y una bandada abigarrada de ven vencejos celebró el acontecimiento vo volando bajo hasta que se hacía la no noche.
Luego, ya más tranquilo…
– Nuestros lazos acabaron en nudo. Tu madre me agobiaba tanto con sus celos que tuve que bloquearla en Redes… ¡Ay! Qué injustos sois los hijos con los padres, qué intolerantes, ¡qué ingratos! ¿Acaso no fui generoso yo contigo? ¿No te permití que escogieses los drones que quisieses para tu poli-apareamiento?… He de decírtelo ahora, y te lo diré: ¡Tu madre no te incubó! La verdad, no le importabas ni un comino. O según, unos días le molabas, otros no. Semerina era lunera, ni siquiera merecía un “designador rígido”, jamás hubiera sido la misma en todos los mundos posibles. Carecía de identidad lógica o, digamos que su identidad resultaba difusa. Tu gestación, querida, fue subrogada, hicieron falta sesenta y seis fecundaciones in vitro. Sesenta y cinco no fueron viables hasta que la sesenta y seis -¡qué casualidad cabalística!- prosperó. Sí, fuiste engendrada con un esperma de Crapulón y un huevo que creíamos de Semerina. Ella, ¡ella fue quien te incubó y cuidó durante los tres primeros años! –dijo Crapulón el Mansino mirando y señalando la cabeza de Brocadán que colgaba de las trenzas sostenidas por la mano de Gallardona.
– ¡¿Ella?! –preguntaron gritando al unísono Bermejo y la princesa-.
– Sí ella, una optimata reproductora disfrazada de dron, ¿te sorprende? Fue de hembra su naturaleza profunda. Nada nuevo. Su madre lo quiso varón y le nació mujer, lo quiso macho muy macho, y le salió dulce muy dulce, pero no empalagosa como Semerina. Acordaos de la reina faraón Hatshepsut, que adoptó barba postiza, de Georges Sand, de Concepción Arenal que vistió levita, capa y sombrero para entrar en la universidad, del coronel Robles de la revolución mejicana, que se llamaba Amelia, de Rena Kanokogi que ganó medalla olímpica de yudoka haciéndose pasar por yudoko, de Marlène Dietrich en Marruecos, y ¿qué me decís de las Cumbres borrascosas que coronaron las Bronté…
Viendo que nadie le echaba mano ni asentía, el rey Mansino tomó aliento y prosiguió:
– Dulcamara…, Dulcamara, mi amiga del alma, ¡ay! –un lagrimón rodó por las mejillas de Crapulón mientras miraba los ojos ciegos de fría plata de la cabeza colgante de Brocadán o Dulcamara, que chorreaba sangre negrísima-. Sí, ese era su nombre íntimo, secreto; su divisa, una flor de cinco pétalos azul, bajo un cabrio amarillo y dos bayas de esa planta venenosa que adoran los zorzales, Dulcamara, ¡mi amor verdadero! Se hizo pasar por el noble Brocadán, un yupi dinámico que ha hecho prosperar esta Isla convirtiéndola en paraíso lúdico… ¿Qué tiene eso de malo? ¿No es también el arte un juguete? Contentaba con ello mi tierna y competente amiga a su madre y a mí, que soy de gustos mudables y varios, que algunos consideran extravagantes. ¿No crees, querida hija, que el amor está por encima de las convenciones de género, sexo, convención y hábito?
A estas razones, Gallardona no supo qué oponer, por un instante dudó, pero enseguida reaccionó:
– Eso no justifica el crimen de Semerina.
– ¿Qué crimen? Semerina se atragantó con un hueso de liebre. Se daba banquetes sola. Con los años le dio por comer a todas horas ¡Ay, esa costumbre suya, felina, de comer sola! No pudimos hacer nada. Se atragantó, Gallardona. Eso pasó, eso fue.
– Ella me ha dicho otra cosa.
– ¿Ella?
– Su fantasma.
– Las falsas opiniones, disfrazadas, a la no advertida sacarán de tiento, representando por verdad constante la mentira que engaña al ignorante. Tan gallarda y alterona, hija…, ¿todavía crees en fantasmas y aparecidos?
– Pero, padre, la he visto en gasa y osamenta con mis propios ojos.
– ¿Gorda no? ¿Dónde?
– En el paseo de las almenas, entre la torre del homenaje y la torre vigía.
– Allí preparaba el Melifluo sus fantasmagorías…
– ¿El Melifluo?
– Sí, ese traidor fue amante y fámulo de tu madre, hasta que esta entró en menopausia y engordó demasiado… Ambos conspiraron contra nos. Y creo que os engañaron a vos. Semerina sin regla devino misántropa, insociable, había que echarle de comer con una horca, dormía mordiendo la almohada con sus poderosas mandíbulas amarillas de alertona. Eso fue cuando se enteró de que no era tu bio-madre, pues el óvulo en que te engendraste no fue suyo, sino de otra alertona…, una crísida oportunista aprovechó muy cuca un descuido en la planta de protocolos reproductivos, antes de su inserción en el vientre de optimata.
– ¿Y cómo se enteró?
– Eso es irrelevante.
– ¿Quién le clavó esa noticia, ese puñal?
– Fue Brocadán, pero sin mala intención…
– Ya… ¿Y qué pasó con Lucindo, mi hermano, garzón virguero?
- Pidió su herencia y corrió a fundírsela en el Caribe…
Todos callaron. No parecía que el Mansino mintiese ni que le acompañase un pisacha, ese demonio que sustancía los vicios de una persona (eso se murmuraba del rey). A Bermejo aquella pérdida de tiempo le resultaba memorable. Radón clavaba sus ojos preocupados en Gallardona; la princesa tenía mucho que asimilar.
Así que Brocadán no había sido un zángano serenes, sino su tata Dulcamara, su niñera o aya cariñosa mientras ella carecía de memoria e identidad, ni Brocadán había envenenado a Semerina, que no era su verdadera madre, sino una reina celosa, adúltera y gulosa, en contubernio con el Melifluo. Y tampoco había sido Brocadán (Dulcamara) el monstruo que había precipitado a su hermano Lucindo, garzón virguero, desde una de las torres para que muriese despachurrado. Ahora tenía que recordar de otro modo a Godofredo el Melifluo, como “Fredy el Hechicero”, o peor, Fredy El Brujo, el falso tutor que la lanzó al mar bravío drogada, aletargada, en una nave rodeada de tigres metamorfos… ¡La madre que parió a Fredy, ojalá coja la gonorrea del Adonais Melancólico, su amigo, y se intoxique con peces muertos en el Mar Menor! Todo eso pensó la princesa, en estado de shock. Aunque se le pasaba eso y lo contrario por la cabeza. Sus antenas brillaban intermitentes, como los de un vehículo en parada de emergencia. Ausonia leyó la mente de Gallardona, dio dos pasos hacia ella y la abrazó, pues conocía la violencia del choque entre la realidad y el deseo, entre los hechos y las expectativas; más, sabía del duro régimen a que nos somete Desilusión. Al abrazarla, a su alteza real se le escapó un sonoro pedo discontinuo, más agudo que grave. Recordaba el eslogan secular del afilador. Todos, incluido Crapulón, rieron la trivial novedad: un ángel fétido, pero bueno, había batido sus alas en medio de aquel silencio tenso, que ahora pacíficamente se quebraba. El velo de Maya yacía desgarrado por el suelo, empapado en sangre de Dulcamara, cuyo cráneo peludo había rodado por el suelo, abandonado por Gallardona, cuando Ausonia la abrazó antes de la audiencia del pedo.
– ¡Relájate, relájate con dos jotas y hache intercalada, hija mía! ¡Yo te haré reina de esta Ínsula maravillosa! – Ninguno de los presentes comprendió en ese momento el alcance de las palabra del rey Crapulón, al que tenían por Mansino, pero no por tonto.
Continuará…
***
José Biedma López