El Barón Bermejo [Jornada LI. El zoco de Nicasio]
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No parecía haber solución de continuidad entre el Portal o Paso de Espejos y las calles de Galopia. También en ella la representación y la reflexión se imponían a la presencia real. En Galopia no hay dirigibles que vuelen a la altura de la terraza para dejar paquetes ni trenes aéreos o subterráneos, pero también es difícil dar con un galopiense. La mayoría vive fuera de la ciudad, incluso lejos de la Isla de las Maravillas, manteniéndose con la renta del alquiler de su casa o con los créditos de la venta de sus parcelas o granjas, pues la Isla se cotiza como segunda residencia, y espacio ideal para juergas. Toda la ciudad era un mural de espejos, sus calles repletas de bajos comerciales, bares, locales de cambio y casas de juego.
‒ ¿Qué te parece, Bermejo, la opinión de Nono de Panópolis según la cual la divinidad da forma al mundo a través de una imagen alterada de sí y en continua transformación, imagen que contempla en un espejo? O en un monitor… –preguntó Tordés.
‒ Una divinidad a salvo del terror, porque cuando la imagen del yo no se reconoce porque el reflejo no posee las características que se esperan de él, entonces la extrañeza da lugar al espanto. Una divinidad libre del miedo a perderse… Uno y trino, ¡que la Diosa nos ilumine!
‒ También fue un espejo lo que permitió al padre de los dioses observar el fatídico destino de su hijo Dionisio, que fue despedazado y devorado por los titanes, que pintaban sus caras de blanco como hacen las guerreras para parecer fantasmas –añadió Radón.
‒ Precisamente creían los órficos que el espejo fue creado por Hefesto para Dionisio como instrumento para el autoconocimiento, que resulta tras la inquietud de creerse otro antes de la tranquilidad de creerse uno.
‒ El fantasma de la alteridad siempre estará presente en el interior del propio yo. No hace falta ser quimérico para darse cuenta de eso –apuntó Álex, que seguía la conversación –, la conciencia del yo siempre arrastra fisuras, sin quererlo ni buscarlo ¡es también sus fisuras!
‒ Dionisio, fagocitado por el espejo, pierde su alma… Así la Divinidad, en su reflejo, deja de ser perfecta y buena al perderse en la incompatibilidad de sus fragmentos, al multiplicarse por el tiempo y el espacio… -Tordés divagaba, o especulaba, cuando se dio de bruces con una trigona obscura sin aguijón que se miraba en la luna de una butica.
Todas las optimates, bien engalanadas, se iban mirando al pasar en los escaparates de las calles de Galopia, muy animadas y repletas también de tatuadores, juglares emperifollados y publicistas creativos. Algunos zánganos reducidos mendigaban acompañados de animales insólitos, mas no parecían hambrientos, ni ellos ni sus animales. Vieron uno con un clabbert en los hombros, criatura rarísima, híbrida de mono y rana, hirsuta, verde y de rabo largo, a la que se le enciende una pústula roja en la frente al prever presencia de mentiroso.
Tras un paseo aleatorio, sin una dirección de progreso definida, Gallardona dirigió a sus compañeros con paso firme hacia la mansión, los talleres y el almacén de Nicasio, que ocupaban una manzana entera. Como ya se ha dicho y recordará el lector fiel y memorioso, Nicasio era mercader multinacional amigo del Melifluo y ontógrafo experto en figuraciones. Su vieja casona de piedra estaba en su mitad cubierta de una cortina vegetal de espesa parra virgen en la que cantaban cien pájaros, o más, sólo la diosa sabe cuántos. El caso es que trinaban sobre un bajo continuo de reptiles. Dentro, no había cobertura. Gallardona no tuvo siquiera que golpear el pesado llamador para que le abrieran, ya habían monitorizado a la comitiva y la esperaba el empresario.
Un criado peor encarado que la rana gruñona africana (Breviceps fuscus) les llevó como de mala gana hasta el comerciante, que salió a saludarles bajando por unas escaleras de caracola. Tras las presentaciones y salutaciones, Nicasio condujo a sus huéspedes desde el zaguán hasta un patio de columnas, refrescado por el flujo acuático de una fuente de piedra, donde les ofreció bebidas tónicas, canapés, golosinas y píldoras nutritivas; luego, ya repuestos de abismales reflejos, de mareos y sofocos, les llevó hasta una inmensa y altísima nave industrial en la que guardaba, como almacén, zoco, bazar o enorme gabinete: artículos, enseres, máquinas , monstruosidades ambiguas y curiosidades globales. ¡Muestras de los objetos más singulares del Viejo Mundo!
‒ Os confieso –dijo Nicasio- que hace semanas que sufro Rebelión de Objetos, ¡ay!, y no precisamente en la estantería de ooparts o “artefactos hallados fuera de lugar”, cosas que por su propio natural tienden al extravío… Todo empezó esta vez cuando buscaba el cilicio de santa Helia Navanza, que todavía conserva unas gotas de su preciosa sangre y al que se atribuyen propiedades afrodisíacas. Hallé, donde el cilicio debía reposar, la braga esparteña de san Teodoreto que mejora la potencia viril, y al lado, fuera de lugar, un dildo con forma de pico de cisne, marca LEDA. Y luego –siguió con su queja Nicasio-, ¡no consigo encontrar la camisa de Aleixandre!, que fue confeccionada por dos hadas marinas y quien la viste no cede jamás a las tentaciones de la lujuria.
‒ ¡Querida alteza Gallardona! –siguió exclamando el mercader-, creo que sufro la enfermedad de Guillermo de Aquitania, que no sabía si dormía o velaba cuando nadie le despertaba. Al mismo tiempo, ¡oh, princesa!, se me escurren las cosas de la manos como si al cogerlas cobraran vida propia, y los alimentos se me saltan de la boca, como ostras que reviviesen al contacto con mis papilas, los escupo sin querer y espurreo el agua cada vez que la bebo; el vino, no, por eso me paso el día medio beodo, aunque lo mezclo con gaseosa.
Sin mediar consentimiento, Gallardona le impuso las manos a Nicasio. Al momento, una corriente pareció saltar de la princesa al ontógrafo experto en figuraciones, y este echó por la boca una esmeralda, un rubí y un topacio. Gallardona recogió aquellas piedras y dijo al dron chamarilero:
‒ Con estas piedras preciosas te pagaremos, no son otra cosa que súcubos congelados, mantenlas a buen recaudo y no las mezcles jamás con soda ni con flujo de doncella. Necesitamos ropas y complementos que nos permitan hacernos pasar por embajadores comerciales usamericanos –añadió la princesa alertona con el plumón de una antena encendido y el otro plegado y apagado.
Pasaron los viajeros por la galería de los Ooparts y vieron una réplica del Mecanismo de Anticitera que tanto molestó a los historiadores de la ciencia en siglos pasados, un dogu japonés feísimo de la época Jomon con cara de sapo extragaláctico, al lado de una enorme piedra esférica de Costa Rica de origen ignoto y discos de Dropa. No faltaban cráneos alargados, humanoides, sin sutura sagital.
A Tordés y al Ballestero se les fueron los ojos tras los lomos de los viejos libros que Nicasio atesoraba: el Liber revelationum de Isabel de Schönau, compa de Hildegarda de Bingen. Por allí andaban los Bocados de oro, la Historia de la doncella Teodor y el Lucidario de Sancho IV ¡en ediciones de papel antiquísimas! Nicasio les mostró el segundo libro de la Poética de Aristóteles, el mismo que había envenenado Umberto Eco para castigar la curiosidad heterodoxa de los monjes. Cerca descansaba el Kitab al adwiya al mufrada, Libro de los medicamentos simples, de Ahmad el Gafiqí, el más célebre de los botánicos y farmacólogos de Al-Ándalus.
Por allí andaba también empolvado el Libro de san Cipriano de la veneciana Kabina, un catálogo completo de círculos mágicos con un método infalible para encontrar tesoros. Por cierto que el demonio más citado en su edición es Lucífugo Rofocale. A su lado, El Ciprianillo para religiosas, que trata las artes de la cartomancia, la adivinación y el oficio de gobernar diablos y La Gallina negra, un manual de sortilegios. El comerciante puso también en manos de Tordés La Clavícula de Salomón, un amplio tratado sobre talismanes, amuletos, nigromancia y protocolos para pactos con la jerarquía infernal, que deben firmarse con sangre.
“¿Sabes que a la abadesa benedictina Isabel sólo le daba órdenes un ángel los domingos y fiestas de guardar?” –preguntó Álex a Tordés-. “¡Ay de aquella que pierde la gloria de gustar, la gracia libre, la luminaria del clariver y el gozo del temblor!”.
“¿Se le aparecía un ángel o un íncubo?” –preguntó Tordés.
“Chissà chi lo sa?” –contestó Álex, como si fuera gallego.
Continuará…
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José Biedma López
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