El Barón Bermejo [Jornada L. Espejismos]
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Dejamos a Bermejo muy desarreglado ante su octavo y diabólico retrato en el Salón de los espejos del Portal de Galopia. El barón había leído a Schelling, filósofo ingrávido, romántico traductor de La Marsellesa, y por tanto sabía que el comienzo de la formación de la subjetividad está asociado a la imagen del espejo, hermanada la personalidad con su dúplice proyección, es decir con su espejismo, que irremediablemente produce un “corazón partío” en el sujeto de marras, pues jamás podrá la persona reconocerse del todo en su reflejo, porque hay en ella un punto ciego que jamás integrará en su icono.
Sin embargo, el sujeto se recela que detrás de ese punto ciego se oculta su fundamento, su misma fuente, cimiento o puntal al que puede atropellar en cualquier momento sin saberlo ni quererlo, como al peatón que se te oculta tras un fuste opaco del vehículo y al que darás un susto que te asustará cuando pegues el frenazo en el paso de cebra. Si lo arrollas, peor será, te desquiciarás.
No puedes controlar eso que te sostiene y no ves de ti mismo. Y cuando se manifieste alterará tu vida, tal vez se te aparezca como fantasma, como araña, como tábano, en el canto de un olmo sacudido por el viento, en el zigzag de una libélula, en el aire tranquilo de la tarde, en el graznido de un cuervo o la pisada en mierda de mascota…, esa alteridad que no reconoces se te presenta exteriormente en lo inesperado, en la sorpresa, en los encuentros significativos, pero anida bajo las faldillas de tu mesa, bajo tu cama, en el lar sagrado de tu casa.
Reflejo especular y espejismo es también la reflexión. No lo dudes. Tampoco se deben olvidar los reflejos salivares, pero no te obsesiones por ellos. El niño, hacia el tercer año, ya se reconoce en el espejo y se sumerge en la primera ola de egocentrismo reflexivo. Y es preciso que la vida nos arranque periódicamente del engaño del pensamiento y de la reflexión. Eso lo dejó escrito el Tímido de Grenoble, fidelísimo amador…
El caso fue que Bermejo contempló en el noveno espejo como derrotado Dorian Gray su rostro envejecido y maligno. De su fondo, como de un confín estrellado o de una petunia celestial salía una voz: “Cuando de mala parte viene la oveja, allá va la pelleja”.
Y en el décimo espejo ojeó Bermejo cómo se le acercaba su anciana madre putativa y le hablaba insinuante:
‒ Pregunta a tu sombra: ¿esas mejillas tan pálidas, serán acaso mías? ¿Esos son mis ojos, tan hundidos y fatigados? Llorarás cuando así te veas. ¡Despierta, caballero! –le interpeló la madre anciana, su nariz una pizca, los labios engordados como lóbulos de tomates transgénicos, los labios embotoxados-: ¡Cuanto más te aprecies a ti mismo más valor tendrá el que me busques, me necesites, me abraces y me quieras! ¡Ven a mis brazos, pichón! ¡Vuelve a mis pechos, zángano!
Bermejo se entregó al deseo incestuoso, primer tabú, y sintió que a medida que abrazaba aquella sombra sus tersuras se disolvían, sus formas se constreñían, su osamenta se descarnaba y afilaba hasta que reconoció el emblema horrible de Nuestra Señora, la que siempre tiene razón, con el hueco de sus ojos siempre bendito y la mirada perdida de amiga con que penetra en cualquier casa, princesa y golondrina de vuelo ágil y pirueta segura. Su silueta ahora era clara sobre un prado de gamones que velaba y desvelaba su túnica negrísima. Ella le tiraría de la mano, le arrastraría hacia una falsa estrella. Siempre había estado en él aquella ansia impúdica de regreso y muerte, en su corazón, en su sueño. Una sola, la más amada de sus hijas, la hizo tal vez menos poderosa; no obstante, la última de las mortales también renacerá en su boca… Por suerte, todo desapareció en un turbio torbellino de mercurio y quedó en black mirror, una superficie negra en la que descansaba en blanco uno de los nombres verdaderos de la Diosa.
Atontolinado salió por fin Bermejo del pasillo de espejos, pero ni se le ocurrió arrancarse los ojos como a Edipo. Más bien ocurría que aquel abrazo atroz con su madre putativa metamorfoseada en Nuestra Señora le hubiese desahogado, en vez de trastornado.
A la salida colgaba un cartel: “La sombra del humán es vanidad”. Una a uno fueron atravesando el portal especular los caballeros y escuderos, la princesa alterona y Alejo el marinero, perplejos, atorrijados…, queremos decir exangües; la menos aturdida, Gallardona.
Al salir, se confiaron sus experiencias, tal era la proximidad que se iba estrechando entre ellos como amigable lazo. Radón dijo que en cada espejo se vio a sí mismo, más un objeto que no era reflejo de nada, sino un símbolo de su angustia; por ejemplo, la bufanda azul de Aurelio o el bordón de un tatuaje de Moira con figura de ancla. Tordés confirma el relato de Radón. Había avistado una orquídea, Ophrys artemisa, pero no había sabido interpretar su significado. En el nono se le apareció Dalila, amiga de los filisteos, que le pasó la lengua por las pestañas y las cejas, le invitó a beber vino y le acarició el cabello con manos hechiceras hasta que su boca pareció oscuro abismo de ocaso.
‒ Cuando quiso tomarme el pelo –explicó Tordés- pensé que los golpes de látigo eran el pan que su vientre merecía. Acabó ardiendo en la calle, empapada de orina y escupitinajos. Quise evitarlo caballerosamente, a fin de cuentas Dalila actuaba por encargo, pero no puede…
El décimo espejo de Tordés fue el de obsidiana del dios azteca Tezcatlipoca, Señor del espejo humeante que revela la voluntad de los dioses. Álex había visto en su número nueve el fruto de la hierba Biscutella con un epigrama: “Por diez créditos te descoloco y te trastoco. Te muestro lo que no ves y va contigo”.
Gallardona describió el Portal de los espejos como un laberinto que había superado fácil, volando, gracias al poder de su odio, que desfacía reflejos e imponía su propia imago en la que se veía sacándole los ojos a Brocadán, mordiéndole las orejas al privado o desgarrándole el pecho con sus dedos y uñas convertidos en garras.
Artemio sintió que la figura de uno de los espejos le devolvía sus testículos “porque nada grande se puede bailar sin un poco de testículo”, se dijo. Lo repitió con gracia, pero nadie rió por ello. No estaba el horno para bollos. Alejo, el contramaestre, estuvo oyendo un relato de cada uno de sus dobles. Unos le hicieron reír, otros llorar y otros le resultaron indiferentes.
‒ Todas las penas pueden soportarse si contamos una historia sobre ellas –sentenció Radón y se quedó tan pancho.
‒ Conozco el poder de revelación de la imaginación –contestó Bermejo-, que toda novedad y primavera penden del corazón del hombre, y cómo se pueden fabricar palacios, mundos e infiernos con palabras. Pero, ¿entonces? ¿Tus dobles no actúan, Alejo, sólo recuerdan?
‒ No -respondió el contramaestre-, cuentan historias, algunas futurizas. He distinguido también objetos elusivos que desaparecían en cuanto los observaba, como elefantes rosados en la cara oculta de la Luna, como esas propiedades de las partículas subatómicas que cambian al ser medidas.
‒ ¿Sabéis –preguntó Tordés- que los gnósticos afirmaron que Adán corrompió su naturaleza por mirarse en un espejo y enamorarse de su reflejo?
‒ ¡Eso fue Narciso! –replicó Radón.
‒ Plutarco relata la leyenda de Eutélidas quien, complacido por su reflejo en el agua enfermó de su propio mal de ojo y perdió toda su belleza al recuperar la salud…
‒ Se ha difamado mucho a Narciso –argulló Álex-. En realidad se volvió inconsolable a la muerte de su hermana melliza; su reflejo le aliviaba de aquella pérdida. Rememoraba a su hermana en su sombra. Antes de ahogarse se dijo: “estoy solo y no hay nadie en el espejo”.
‒ Sin embargo el reflejo asimétrico inquieta más que consuela, ¿no?
‒ Desde luego, igual que el espejismo del agua no sirve para apagar la sed…
En general, es decir generosamente, podemos decir que los caballeros y Ausonia pasaron la prueba porque no mandaron a los espejos lo que odiaban, sino lo que amaban. Menos Gallardona, pero ella no se enfrentó a ninguna imagen involuntaria y bloqueó con sus superpoderes todas las alarmas.
Continuará…
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José Biedma López