El Barón Bermejo [Jornada XI: Memento de Julia]
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Mylabris sp., agarrado al memento de una asterácea. Arenal de las lagunas de Ruidera.
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Mientras recorrían una vereda con las bestias al paso de la borrica de Armenio, Bermejo le confidenciaba al Recto:
- Lo último que vi en mi alucinación fue a Eucrocia abrazándose al Dioni…
- ¿No te parece que con el apócope faltas el respeto al dios de las parras? –añadió Tordés a burlaveras.
- Ya perdió letras en romano, y crédito… No conozco ningún Baco castellano. ¿Y vos?
Aquellas palabras distrajeron a Tordés. Cantó una corneja. Al rato puso los ojos en modo infinito y murmuró: - Sobre el dominio de las lenguas, ella me lo enseñó todo, todo… Hasta que no pudo ya dominar la propia-. Por el gesto supo Bermejo que Tordés se contristaba.
- Lamento haberte traído un mal recuerdo, Tor.
- No sería tan malo si no le acompañase la desesperación de no volver a oír sus siete risas, querido Berme.
- ¿Siete risas?
- ¡Y, para disfrutar viendo, siete sonrisas distintas, una para cada día de la semana! Yo prefería la de los viernes, entonces ella abría moderadamente los labios y se le formaba un solo hoyuelo en el moflete izquierdo; los martes, si sonreía, mostraba sus blanquísimos dientes, los miércoles…, ¡ay! En fin, con el tiempo los hijares se le fueron fatigando y las siete risas quedaron en dos en las que todavía era posible sentir un no sé qué de leve feminidad… Acudí a ella para no desentenderme de las artes liberales ni olvidar el saber de las lenguas.
- ¿Te refieres a las lenguas del saber, las clásicas?
- A todas ellas, Julia traducía el griego clásico y el bíblico, el latín de Virgilio, el de Ovidio y el de San Agustín, pero prefería el francés, “c’est la langue de l’amour”, decía. ¡Ah, Ronsard, Baudelaire! No pude llegar a ver cómo la efímera duración de la rosa miñona desenroscaba sus temibles anillos en Julia. Su hábil indulgencia ganó pronto mi corazón joven. Sí, se adornaba como doncella, pura aspirante a matrona, pero para ser amada le resultaba suficiente mostrarse amable, ser ella misma, mientras tuvo salud… Luego usó la cosmética con discreción.
- Ut ameris, amabilis esto [¡para ser amado, sé amable!, Ovidio].
- ¡Esto! ¿Sabes que Julia era reconocida como experta internacional en grafología y criptografía? La Interpol le consultaba sobre códigos secretos y escritos de falsificadores. Con su talento plenificaba su tiempo incluso cuando ya no pudo caminar y sus músculos y fibras pecaban de insolentes… Sí, fue bailando el distrait de un Cuarteto de París de Telemann cuando principió su calvario, Julia dobló la cintura gracieusement y ya no pudo levantarse. Recogí su delicado torso y sus frágiles piernas en mis brazos y la llevé a un sofá. Un guacharro herido, eso parecía. Después volvió a caer, una y otra vez. Le diagnosticaron una especie de parálisis progresiva, una terrible enfermedad heredada.
- ¡Natura madrastra!
- Muchas veces la naturaleza hace causa común con la locura.
- Como un océano sin orilla…
- No creas…, afligida la rosa, no quedó enhiesta la espina; a ninguna aspereza sucumbió su trato y, aun físicamente disminuida, domaba tigres y conservaba afectos. Nos carteábamos, con pluma y papel. Las suyas venían perfumadas. Le contaba mis tribulaciones de joven dron con aspiraciones de caballero. Su cortesía me inflamaba. La visitaba con frecuencia. Por fin afloraban las lágrimas a su bello rostro y me confesaba su deseo de morir, no quería verse marchitar hasta desprenderse del último pétalo. Si existía la otra vida, ella se presentaría allí con el Libro de reclamaciones. Quería saber por qué la mayoría de arqueo-insectos, que habían evolucionado durante millones de años al margen de toda manipulación humana, habían devenido parásitos, incluso parásitos de parásitos. Quería saber por qué la inmensa mayoría de las hembras de las razas más sociales e inteligentes habían transformado en los últimos siglos sus ovopositores y úteros en venenosos aguijones. Deseaba sobre todo saber por qué la Vida o la Gran Madre juegan a los dados en las oscuras hélices de los genes…, y sobre todo por qué su jugada en ella encadenaba tres diabólicos seises si ella se había esforzado por ser buena. Sus justificadas querellas contra el Creador me engolfaron en mil dudas y escozores. Peregriné al santuario de Santa Tecla, con Orlando, poeta franco. Entre viejos castros celtas, un cartel nos avisaba: “Cuidado, perros asilvestrados”. Criaturas peores que esos perros estorbaban mi sueño: perplejidades como grifos, reparos como furias, suspicacias enviadas por Urvasi. Recorrí de hinojos las últimas escaleras hasta el tabernáculo encomendándome al hijo de Zebedeo y a Santa Oya, diosa yoruba de las tempestades y del viento. Asistimos en la ermita al rito ancestral ministrado por una sacerdotisa husita que cantaba el Credo como los ángeles. Orlando, escéptico, no protestó, respetó mi intención. Yo oía llover, miraba el fuego sacramental y le preguntaba a la santa qué podía hacer por Julia.
- ¿Te contestó Tecla?
- Tan claramente que acudí a la botica de Godofredo el Melifluo antes de cumplir con aquella fatídica última cita… Julia me dedicó su tratado de grafología clínica, pero ya no pudo disimular, le fue imposible dejar en el fondo de su alma el dolor que sentía por su impotencia. Diez años calentando una silla de ruedas, soportando que tu padre te cargue de un sitio para otro, que te limpien el culo, te bañen, mientras te consumes, te cuesta respirar, tu habla un murmullo, ya no puedes ni escribir… Dejé que humedeciera sus secos labios con mis lágrimas. Una noche nacida del miedo acudió a sus ojos temerosos. Entonces reconocí uno de sus tres llantos. La cicuta triturada con acónito hizo el resto. Libó la infusión con deleite. Sus miembros se relajaron. Dejó de sufrir. Entregó su espíritu a Dios. O se sumergió en un gran Mar de leche, porque esa misma noche se me apareció Julia transformada en apsara para darme las gracias. Si estoy vestido, tres veces al día me abraza: con la aurora, al mediodía y a la atardecida. A veces danza desnuda con corolas tejidas en su cabellera, me pellizca, pero ya no me muerde ni me araña.
- ¿Qué pasó luego?
- Acudí a su tumba como el perro fiel a la del amo. Allí aullaban otros lobos. Entre ellos Ardán Tribulante, que tenía a Julia por amiga con propósito de dama, y pensó que yo la había incitado al suicidio. Así que me retó con un guantazo mientras los caballos del carro de la muerte relinchaban de impaciencia. Creo que como sapo principesco, el caballero Ardán, joven y fuerte, rubio agermanado, lamentaba no haber sido redimido de su condición anfibia por los labios de Ella…, por Julia, hermoso ejemplar de señora que mereció mejor suerte, como muchos otros inocentes. Así lo lamentó Mena en su Laberinto:
¡O porfioso, pestífero error!
¡O hados crueles, soberbios, rabiosos,
que siempre robáis a los más virtuosos,
y perdonáis a la gente peor!
- Y luego, ¿qué pasó?
- Ardán y un servidor ajustamos cuentas en una competición de voces. No me precipité en lanzarme contra él, aun con la lengua bien afilada. Había aprendido a controlar mi ira, y esperaba el momento adecuado para satisfacerla. El Tribulante me acometió con endecasílabos imperfectos que se rompían contra mi escudo de eneasílabos de estribillo, cual lanzas de higuera provenientes del alado alarido de su rabia. Aún recuerdo su mirada aceitosa, presumida, su quimérica ojeada deslenguada. Lo intentó largo con dodecasílabos solemnes y con alejandrinos románticos “de chopos invernales en donde nada brilla”. Aproveché el lapsus de una cesura para rematarlo con una octava real:
La escala tenaz de tu bizarría
ascendiste hasta besar los amores
frescos y nobles de Sabiduría.
Sacrificaste, Julia, tus primores,
no por ruina del mar de tu alegría,
harta de oír que tus graves dolores
a más crueldad irían sin remisión
¡Lista rindes a Dios reclamación!
Conmovido por el relato de Tordés, Bermejo no se atrevió a mirar los ojos de su amigo… “¿Qué podrán las gracias, si Herakles agita su crin?”. Cualquier palabra caería como lluvia inútil sobre un desierto de ideales. El Recto amaba con una fidelidad dolorosa, excesiva e inquebrantable, a la mujer que ayudó a morir. Bermejo elevó un memento a Dios para que, atendiendo sus justas reclamaciones, guardara a Julia en su gloria.
Al fondo, la senda se difuminaba penetrando en una aldea de casitas humildes de dos plantas separadas por corrales, cuadras y jardines. Por sus chimeneas fluían estelas de humo claro que parecían bailar al inspirado sonsonete de un juglar, hasta que cansadas se disipaban en el aire del inmenso parque.
Continuará…
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José Biedma López
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