El Barón Bermejo [Jornada XV. El flautista llorón]
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Tras una noche infernal y un café mediocre en la Hospedería no especista, los caballeros se dirigieron a la Oficina de Información del Ayuntamiento de Fonterrisa. Una máquina con voz meliflua les atendió muy amablemente enviándoles a la Oficina de permisos cinegéticos. Sección: caza de especies no protegidas. Allí tiraron de la tarjeta de Álex, que contaba con notables créditos, ganados bajo el nombre de Alejandra cuando oficiaba de tercera vedette en el Moulin Rouge. Sacaron permiso para cuatro armas. El Endriago aparecía como “especie exótica invasora”. Una pésima fotografía situaba al monstruo sobre los Acantilados de pizarra, a media jornada de la aldea.
Encomendándose a San Jorge, los cuatro paladines y el escudero Armenio aceptan remontar la empinada senda que los eleva hacia una proeza honrosa, tan incierta como peligrosa. “Morir en una situación excitante será mejor que vegetar en otra aburrida”, comenta Radón, el cual, en su condición de augur, sufre una ilusión esperanzadora, tónico de la voluntad, cuando ve volar en su misma dirección a un macho de corneja, símbolo de la fidelidad.
A medio día las cabalgaduras ya escurrían sus herrados cascos sobre el canchal de pizarra. Fue preciso a todos desmontar y asegurar las cinchas, salvo Bermejo que cabalgaba a pelo sobre Isabela. El aire pobre mareaba. Los árboles raquíticos cedían el áspero terreno a sabinas rastreras y piornos espinosos, “sillones de pastor”, hasta que en la cornisa de un barranco, en medio de un silencio pavoroso, se oyó un lúgubre lamento que el temor interpretó como quejido fiero, como gemido más díscolo que el de una manada de lobos hambrientos adorando la Luna. Crecía el nublado enlutando más si cabe los enormes bloques de pizarra.
Nada hay como un poco de terror para producir una fatiga instantánea o una sensibilidad errada. Bajo el terror, lo blanco puede parecer negro; la mentira, verdad. Nada como el espanto para devolvernos como niños a aquel mundo primitivo en el que el Pánico es un Coco Todopoderoso. Tirando de los caballos y de la mula de Armonio por sus riendas y filetes fueron los jinetes trepando a pie el barranco, con paso inseguro sobre senda estrecha, casi cerrada por aladiernos y zarzas, escobones y majuelos cargados de gotas de sangre. Voló asustada una ganga ortega (Pterocles orientalis) que rozó significativamente el penacho de Radón, augur sefardita, protestando un cálido arrullo y un goteo de balines de plomo.
Más arriba y poco a poco se fue precisando el fúnebre sonido, pero ya no era más que el son de una flauta amarga, que soplaba un tipo joven y hermoso con pinta de pisaverde, y con capirote y borriza de muchos colores. Se sentaba sobre una enorme piedra negra. Mientras soplaba lloraba, tan crudamente que a sus pies se había formado un charco de lágrimas en el que bebía una corneja, símbolo antiguo de lealtad conyugal.
Todos nos sobresaltamos cuando el flautista, que parecía esperarnos desde hacía un buen rato, se presentó como aquel al que llaman en el pueblo “el Endriago”…
- Otros me toman por el flautista de Hamelín redivivo –dijo presentándose con descaro, sin destocarse ni levantarse-. ¡Y tal vez tengan razón!, porque cumplo una venganza justa, como el flautista de Hamelin al que no quisieron pagar lo acordado. Me llevo a los nenes y nenas de Fonterrisa, no de golpe, sino uno a uno, ya que los aldeanos me acusaron, juzgaron y condenaron por impiedad y corrupción de menores, cesándome en mi oficio y embargándomelo todo.
- ¿Y eres corruptor de infantes? –preguntó Radón, muy serio.
- No, no lo soy. ¡Juro que jamás he tocado con propósitos de lujuria a un niño ni mucho menos a una niña! Soy maestro de música, cultivo el amor virtuoso, el que no desciende al tocamiento, el que se eleva a melodía. ¡Diez años tenía Oriana cuando el Doncel del Mar comenzóla a servir, caballeros, y este amor duró cuanto ellos duraron! Pero ellas, que viven en mansiones matricias, juezas altivas y crueles, se creyeron lo que les contó la adolescente tetona, sofista y resentida, Alcivida. ¡Que yo la miraba! ¡Ay, que yo le miraba los pechos! Muy señores míos, ¿cómo no iba a mirarla?, ¡si enseñaba el tanga cada vez que se sentaba! –las lágrimas seguían corriendo por el rostro del flautista, que apenas podía hablar entrecortando gemidos y sollozos-. Sí, sí, ahora rapto a jovencitos y jovencitas, pero no lo hago ni con violencia ni contra su voluntad…, chicos hastiados del espectáculo del Parque y de sus normas, hartos de sus padres adoptivos, reducidos u optimizadas, y de sus frágiles respetos monoparentales, sucedáneos de familias. Algunos no han podido ingresar en la Maestría para drones y no aceptan la reducción para ocuparse enajenados de servicios que nadie querría hacer; a otras, las seduzco con estímulos telemáticos, mensajes multimedia, prometiéndoles quereres antiguos, amoríos devotos con vasallaje de caballeros garbosos, las engalgo con cancioncillas románticas y las engolosino con ficciones super-emotivas. Les animo a perseguir el señorío o la optimización más arriba, en la Meseta Alta. Para hacer de endriago me visto un disfraz enorme, ¡un verdadero coñazo! Cuando bajo por ellas ya saben que voy de coña. Lo de Hamelín me resulta más fácil, más elegante, y además no tengo que echar fuego por la boca abrasándome lengua y labios. Aprovecho las horas nocturnas y el temor de los aldeanos a los Acantilados de pizarra, donde creen que habita el diablo.
- ¿Y qué haces con los jóvenes?
- Los guío. Con mi flauta mágica les despierto de su ignorancia tecnificada, de su inercia artefactada, y mido su nivel de resonancia, que suele ser medio-alto. Provisionalmente hospedo a mis “clientes” aquí detrás, más arriba, en la mayor gruta del Acantilado de pizarra, enorme y profunda, ¡luego os la enseño! Después, ayudados por “coyotes”, cruzan la frontera de Vandalia y marchan a la Meseta Alta, a la caza de su duende personal, creo que allí el Clan de las Ratas recluta a algunos, y creo que su reina los trata bien. No sé mucho más.
Callaba para seguir llorando el flautista, la música de su desconsuelo consonaba admirablemente con el lamento de su flauta, y Tordés, por refracción, también lloraba, pues el dolor del alma del falso endriago le llegaba unido a los pucheros que su historia causaba en el rostro de su joven escudero Armenio. Ambos movían la lengua como quien saborea su congoja. Sin embargo, cuando el flautista se levantó, en él parecía postizo todo: capirote y traje, voz, gesto, movimiento y ademán, hasta la manera de bracear y sacudir las manos. Caminaba dando saltitos a manera de gorrión. No obstante, los caballeros le siguieron.
Al final de la cuesta por la que serpentearon, una puerta musgosa, disimulada con bejucos de madreselva y yedra, cerraba el paso de la avisada gruta. Por ella entraron muy justos y apretados caballos y caballeros, pero luego se agrandaba y profundizaba como el hueco de una orza gigante. Extrañas antorchas orgánicas, como jibias colgantes y terrenas, iluminaban el extraño lugar. Al fondo del fondo la silueta de una fémina. Sus manos acariciaban una ganga. Vestía la doncella jubón azul claro, sin mangas, tan ceñido al busto y de tela tan delicada que mostraba la perfección y compás del blanco pecho. Los cabellos rojizos como un sol crepuscular ardían sueltos y sin orden, mas nunca desorden alguno tanto adornó hermosura como el caos que ellos mantenían, como a la espera de un rayo misterioso que hiciese nido en su pelo, luciérnaga curiosa… Sentada sobre un lecho abierto en el que descansara del trabajo de su huida, un pie blanco y descalzo asomaba al borde de la saya azul urano, prometiendo tobillos delgados y piernas bonitas. La filografía de su gesto expresaba tierna y serena melancolía.
Nada más reconocerla, Radón Augur Sefardita salta, recela y se altera, teme y tiembla, pierde el penacho, lo pisa sin querer, grita: ¡hermana Ausonia!, ¡nuestra marcianita Ausonia! Entonces se desmaya.
Continuará…
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José Biedma López,
en el día de San Pedro Damián, que combatió la simonía y logró hospedaje en el Paraíso dantesco.
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