El Barón Bermejo [Jornada XXI. Dragones de montaña]
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Cuando llegó el alba lo hizo con una hemorragia de corazones peleando, como un clavel que nace en calma después de la tempestad y de un insomnio de lluvia. Pronto comprendió Bermejo que en la cena los colegas manducaron poco o ayunaron mucho, pero empinaron el codo a niveles de la más alta coronilla. Durante el desayuno el penacho de Radón oscilaba torcido, Aléx no había terminado de limpiarse la cosmética de la fiesta ni la ceniza de la loriga, Tordés, con jabón seco en el pebetero de las orejas, parecía haberse batido de madrugada con Ardán Tribulante por las atenciones de su amada Julia. Sólo Artemio (o Armenio) volaba de mesa en mesa más ligero que un colibrí, aunque le bobeaba el gesto.
Haltamisa, gran cazadora y reparadora de almas, nos despidió con bellas palabras: un epibaterio memorable que Bermejo conservaría en su celular. Había hecho de la sabiduría corona y de la humildad zapatilla, así que no había escorias en el metal de su afecto. Tan elocuente fue que hizo llorar a Álex, el cual dejó que el llanto arrastrase hasta la nuez el resto de maquillaje. Atravesando los jardines y huertos del Hospital, hasta los caballos parecían tan resacosos que del paso no aceleraban, en mañana fría como yegua enferma.
Ya la Aurora ahuyentaba las postreras tinieblas con su cabellera rosa cuando los pastores, allá, a lo lejos, hacían salir del ejido sus rebaños hacia los pastos feraces donde la grama cubría extensas colinas. Comentaban los caballeros la suerte dichosa del pastor, libre de los cuidados que desgarran los corazones codiciosos, contento cuando suena la dulce zampoña o tañe la vihuela, gozando de paz espiritual durante la calurosa siesta a la sombra de verdes lauros; lejos de la envidia y del engaño, empuña su cayado de nudoso fresno, soberano de sus corderos. Adora a un dios toscamente esculpido con cuchillo de campo, honra los bosques sagrados y conoce el poder de las hierbas salvajes. “Sin duda, Esopo fue pastor, y por eso sabio”, pensó Bermejo.
Cerca del río de aguas raudas y profundas que atraviesa aquellas llanuras se toparon con uno de aquellos rabadanes, sentado en una gran piedra sobre la que reposaban su garrote y su zurrón. Soplaba en un calamillo una suave melodía que inspiraba mansa tristeza, adobada con el ritmo lento y agitato ma non troppo en que caían a tierra sus lágrimas. No era joven el pastor, tampoco viejo. Sobre sayal áspero vestía chaleco renegrido, un gorro picudo cubría sus cabellos que rebosaban por detrás en una coleta rizada. Calzaba albarcas y calentadores. Daba carácter a su rostro una nariz ancha y ganchuda. Los caballeros se presentaron como gente de paz para preguntar por dónde podrían vadear aquella peligrosa corriente. El pastor, primero, acabó el compás rallentando para balbucear su nombre a modo de coda: “Mi nombre es Pedro Lino”. Parecía ensimismado y a sí mismo se reñía como si Pedro fuese uno y Lino otro.
—¡O música!, que alivias mi tristeza y la conviertes en dolor sabroso. ¡Descansa un rato, Memoria, por que descanse yo y pueda atender a estos caballeros! Miradme, señores, soy aquel a quien la mala Ventura tiene atajados todos los caminos de su consuelo y, sin embargo, antes fui libre y feliz cuando cuidaba alegre los rebaños de Haltamisa; un poco de queso, pan, vino, bellotas, cardos, algo de carne los días feriados, bastaban en mi mesa, ¡y limones para no perder las muelas! Y el baile en las romerías… Un jergón de paja y ver salir el sol y cantar a la luna lunera cascabelera: “esta noche señorita luna, hoy he venido a confesarme con usted, etc.”. Y ahora…
—¿Y qué os pasó? –preguntó Radón.
—El tiempo va empujando contra el simple novedades muy ajenas a su memoria y a su imaginación y el tonto de Pedro corre tras su deseo hasta que cae o se despeña, el pobre, ¡y Lino calla!… Yo no rogaba a mis dioses más que la salud propia y de mi rebaño, cuando una tarde se presentó en mi humilde cabaña una señora tan hermosa que, nada más mirarla, mis ojos no ansiaron ya otra cosa que seguir viéndola, conversarla y morir sirviéndola. Dijo que a mi padre conocía, que se llamaba Olindo y padecía un impudicus morbus o dolus tenorium, que lo obligaba a trotar de aquí para allá subiendo a los palacios que bajando a las cabañas para engolfarse buscando mujeres a las que cortejar, con que retozar y a las que jollamar, para en todas partes dejar memoria amarga de sí. Me contó que Olindo ya decrépito había muerto del virus sinense en un geriátrico, pero que en su lecho postrero, sintiéndose culpable y temiendo por su descanso eterno, había confesado mi nombre y el de mi madre, Felicia, y que ella era, por consiguiente, mi hermanastra.
—¿Qué fue de Felicia? –preguntó Álex.
—Murió de un tabardillo.
—¿Y cómo se llamaba la dueña?
—Dijo que respondía al nombre de Lynette. –¡A Bermejo se le pusieron los ojos como platos! ¿No sería esa Lynette la dama de sus pensamientos? ¡No, no podía ser!…
—Esta Lynette, ¿cómo figuraba? –preguntó el barón.
—Optimata y superior. Envidia sentía el sol de sus cabellos y viendo su rostro, oyendo su palabra, admirando los movimientos de sus galas y las gracias de sus meneos, ya no tuve más poder sobre mí, ¡ay!, ¿quién podrá huir de lo que su estrella determina? Creíme que sería buena conmigo y la seguí como un corderillo a su madre lactante.
—¿Qué pretendía de vos?
—Dijo que puesto que teníamos el mismo padre, Olindo, era obligación cumplir su última voluntad y por eso deseaba conocerme y elevarme, dándome honores y obligaciones nuevas.
—¿En qué sentido?
—Hasta después no lo supe.
—¿Y qué sucedió?
—Me llevó al palacete de su hacienda, primero me nombró asesor pecuario. En seis meses elevó mi dignidad a administrador pecuniario y al año hizo que me otorgaran el diploma y la condición de zángano donante y el rango de dron caballero. Como asesor y administrador me trataba con distancia, yo la adoraba con respeto, como se admira a una galaxia remota, pero una tarde me llamó para que le frotase la espalda, otra tarde para que le sacara una espina, una tercera para que le masajease los pies… hasta que le saqué una mota del ojo derecho. Y una cosa llevó a la otra. Nos hicimos amantes incestuosos, apasionados pero esporádicos. El parentesco añadía morbo al jollamorío. Me solía solicitar los viernes por la tarde. Yo flotaba entre nubes bien sujeto por sus brazos hundiendo la napia gorda entre sus pechos. ¡O constancia! ¡O firmeza! ¡Y cuán pocas veces hacéis asiento sobre corazón de mujer! Tal vez la veleidad fuese congénita y le viniese de nuestro padre. El caso fue que la hacienda de Lynette producía poco y lo que rentaba se lo comían magistradas, impuestos, apuestas, fiestas, sueldos y aduladores. Vio la oportunidad y se declaró dama en un juego naturalista organizado por el programa Corazón de Hastío de la cadena Telemunda, reservándose como cebo ideal y rescate bronco para un tal “Barón Bermejo”, recluida a la fuerza pero voluntariamente por Salmanto el Quejumbroso. –Al oír esto, Bermejo vomitó, sin que le llegara la arcada de bilis al pastor porque Lino seguía sentado en alto, sobre la roca. “¿Podía ser que la dama de sus pensamientos fuese esta misma Lynette, hermanastra de un pastor bipolar con nombre compuesto de papas primitivos?”.
Bermejo bebió agua. Se limpió la boca. “Si vos estáis bien, sigo contándoos. Eso desahoga”. Le dijo el pastor. Bermejo asintió con la cabeza, el ceño sudado y muy fruncido… Pedro Lino relató entre sollozos que Lynette le había confiado una rara piedra sacada de la cabeza de un dragón indio que destellaba irisada y poseía cualidades mágicas. Contaban que había sido del famoso pastor Giges lidio, que la robó del anular de un gigante, que te volvía invisible, cosa que Giges aprovechó para robarle la reina y el reino al rey de Lidia, pero que la piedra al separarse del anillo en que había estado engarzada había perdido ese poder de volver al dueño invisible, y por tanto impune. Pero entonces, amargado por el desdén creciente de Lynette, Pedro Lino decidió marchar a las montañas de la India, donde habían resucitado a los dragones de montaña de los que habla Filóstrato y que se lanzan dando enormes aleteos desde sus montes a los llanos, para cazar presas moviéndose más deprisa que los ríos más veloces…
—En realidad no son dragones, sino recreaciones genéticas de Sarchosuchus, Deinosuchus y Titanoboa, dinosaurios y reptiles primitivos. Sí, tengo noticia de que esos seres desestinguidos y recodificados vuelan y procrean en el parque indiano –apostilló Radón, augur sefardita.
Pedro Lino puso mal gesto cuando oyó esto, pero continuó:
—Los dragones de montaña tienen unas cejas más prominentes que los de la llanura, sus ojos se hunden bajo las cejas, terribles, mirando con mucho descaro –explicó el pastor con cierto entusiasmo, como si esos bichos le hicieran olvidar las crueldades y desdenes de Lynette-. Sí, señores míos, dichos dragones son muy distintos de los del valle: cazan elefantes, cocodrilos y vacas y también raptan humanos para jugar con ellos a sabe dios qué, aunque en general prefieren humanas, sobre todo tiernas doncellas o dueñas no optimizadas. Al contrario que los del valle, a los dragones de montaña les salen crestas de jóvenes que les crecen con la edad y se les vuelven rojas como el fuego y, eventualmente, cuando se les contraría, sueltan chispas luminosas. Ya maduros, los dragones montanos tienen el lomo aserrado y larga barba rubia y ensortijada, emiten un sonido metálico cuando reptan por tierra, vomitan fuego, entonces sus escamas brillan como el platino, las niñas de sus ojos son de piedra ígnea y su poder es irresistible para muchos propósitos secretos, tanto justos como injustos, útiles e inútiles. Por eso, los cazadores de dragones de montaña no buscamos su carne, que es correosa, sino sobre todo sus ojos, también la piel y los dientes. ¡El corazón y el hígado valen su peso en oro!…
—Cuando Lynette me abandonó y dedignó –siguió contando Pedro Lino- contacté con la web de Kirán, descendiente de los descendientes de Yarcas Brahmán, que fue amigo de Apolonio de Tiana. Con él hice el master cinegético y obtuve el diploma en sanscrito y con la venta de la piedra de Giges pagué el permiso de caza de dragones de montaña, que es muy caro. La técnica milenaria no es muy complicada: primero debes bordar letras de oro con tus propias manos en un manto teñido de escarlata, que pondrás delante de la guarida del dragón. Entonces se cantan ensalmos que duermen al bicho, el cual, sonámbulo, saca el pescuezo por el bostezo de su gruta y se queda frito sobre las letras. Luego se lo despacha a hachazos y se le arrebatan las piedras de la cabeza y las otras partes con poderes. Comiendo parte de su corazón o de su hígado crudos uno comprende cuanto piensan y dicen los animales. Yo comí del hígado y es verdad que desde entonces entiendo a la perfección lo que piensan mis cabras, sobre todo cuando maginan y planean tirar al monte, pero a las ovejas no las entiendo, puede ser que porque no tuve ocasión de probar el corazón de aquel dragón que maté con Kirán gimnosofista, y con otros.
Continuará…
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José Biedma López
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