El Barón Bermejo [Jornada XXXIX. Talestris y mazodronas]
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Cuando abandonaron el chiringuito y recorrieron la playa apacible, graznaban comunicativas las gaviotas, daban pasos rápidos, levantaban el vuelo perezosamente mar adentro y allí plegaban alas y se dejaban flotar como patos feos. Los compañeros oían el canto del mar como quien escucha moverse su cuna. Intercambiaron palabras de solaz y placer. La playa de la cala no era extensa. Pronto tuvieron que dar media vuelta donde los acantilados la cerraban. Bohordaron, lanzaron piedras y conchas y se entregaron mientras el sol caía a otros juegos de caballería y trebejos de armas y aposturas.
Sentían la alegría que da el ejercicio físico después de acabado, picor en las cicatrices y algún tironcillo en las prótesis. Bermejo cerró los ojos un momento y vio todavía en la oscuridad de los párpados volar grandes pájaros cenicientos, albatros y cormoranes sobre un charco de mercurio, mientras oía el ritmo pausado de las olas en marea alta. Lo mismo sucede –pensó el caballero- donde se aúnan voluntades en pláticas que buscan el mutuo entendimiento, pues quedan ecos de las conversaciones, que luego deleitan regresando.
Vieron una gran tienda levantada sobre la arena, que Hernando había mandado disponer para que los caballeros descansaran después de cenar, según habían convenido. Cuando volvieron a entrar en la taberna ya parecía estar preparada la cena a juzgar por el aroma de orégano, de sarmientos de vid y otros adobos yerberos, del cordero asado, que perfumaban el atardecer.
Fueron para allá muy paso y de buen continente. Sentados y al mesón estaban ellos cuatro con su escudero, en otra mesa Ausonia y Macrinus con el juglar Macías. Se oyeron ruidos de cascos y morralla. Todos callaron cuando entró en vendaval farragoso Talestris, la reina, con su escuadra de mazodronas, más de treinta, que abarrotaron el local. Los caballeros se levantaron para hacer su reverencia; el poeta, el juglar y la marciana, así como el escudero Artemio, cayeron de hinojos en hombrenaje.
Talestris mandó levantarse a todos y consintió que continuasen con su beber y yantar. ¡Era un espectáculo contemplar a la reina de las mazodronas y a su hueste cubierta de paños preciosos, lanas de vicuña, sedas, linos, pieles muy oscuras, diversidad de trenzas, coletas y tocados! Algunas iban pelonas o rapadas caprichosamente. Talestris portaba un azor en la mano de no menos de siete mudas. Lo dejó en una percha. Vestía y caminaba con estilo a pesar de su gran estatura y fortaleza. Una correa de dos palmos de anchura le ceñía la cintura. Tenía la frente amplia, clara de luna llena, cejas muy altas y abiertas como pintadas con pasteles, su nariz aguileña, la mirada de fiera nobleza, enormes pestañas negras que abría con aleteos de colibrí, los labios mesurados, más bien finos, apenas dejaban sin embargo ver los dientes, blancos como cuajada.
En su cohorte bullían criaturas de configuraciones diversas, mas todas aptas para el combate cuerpo a cuerpo: rubias vikingas, negras de ébano, pelirrojas como zanahorias, asiáticas y amerindias de pómulos altos. Las mazodronas habían sido diseñadas paridoras, pero también optimizadas para desempeños guerreros con aguijón, hombros anchos y una sola glándula mamaria, o ninguna. Desarrollaban una altura y anchura de hombros portentosa, pero conservaban el talle estrecho, cara lampiña y caderas anchas, el vientre apretado por la instrucción incesante.
Hubo un momento de tensión. Sin embargo, a un gesto de su soberana, enseguida se desarmaron de sus argénteas lanzas, hachas, porras y espadas, debajo lucían vestidos coloristas y floreados. Acudió Hernando a sus mesas recitando la minuta y tomando nota…
Sabía Bermejo que habían cruzado un rincón de su territorio sin permiso, aquel al que pertenecía la gruta de EliCA… Caballero precavido vale por dos…, así que había aprovechado una pausa del juego playero para mandar un mensaje a Talestris:
“Tordés, Radón, Álex y tu seguro servidor BB, acompañados de un burro y un escudero bailarín reducido, te saludan, ¡gran reina y señora!
“Sabrás, pues es comidilla mediática, que andamos a la búsqueda de Lynette, a la que me debo a cualquier distancia por voto voluntario e inamovible de caballero peregrino. Sabrás también que la monja Eucrocia Filojalia intentó retenerme con encantamientos y alucinógenos prometiéndome éxtasis psicofísicos y orgasmos continuos. Resbalé por su cono, es verdad, pero no me hizo presa con sus mandíbulas de hormiga leona. Escapé de su trampa. Hemos sorteado con la ayuda de la Diosa la amenaza de endriagos, el camelo de hipócritas y la furia de fantasmas asiáticos. No buscamos pelea, sino con el responsable del secuestro de Lynette y sus secuaces, adalides de la Senda Oscura. Por lo tanto, os rogamos, ¡oh reina y señora!, que nos permitáis partir hacia la Floresta yerma donde sufre mi dama encerrada en una torre. Tal haremos con premura en el bajel de Chente el Catarato, mañana temprano si, como prometió, acude puntual a nuestro encuentro.”.
A estas templadas palabras, las mazodronas contestaron:
“Estimados caballeros:
“Las principales de nosotras os saldremos al encuentro en la Cala del Caimán con respeto y regocijo. No aquejamos un pensamiento misándrico, pues no ofende quien ignora. No queremos de vosotros compañía ni protección, ni conversación ni afecto, pero sí que sembréis resignados por una o varias veces en el templo íntimo de nuestros úteros. No de todos. Ya sabéis que entre nosotras no habitan varones varoniles, aunque contamos con algunos reducidos como sirvientes y esclavos. Vivimos propias y felices en una gran isla fluvial. Celebramos anualmente una solemne orgía con los hombres del otro lado del río Termodonte, una sagrada fiesta en honor de sacra Trinidad uterina: de Astarté, Isis y la Diosa Madre. Pues bien, ¡la fiesta de este año fue un desastre! Los pocos varones que acudieron resultaron ganado de desecho, sólo eran ricos en espermatozoides anormales, en defectuosos renacuajos microscópicos: cabezones, bífidos, erráticos y vagos. Los escasos drones que acudieron parecían reducidos, de trola laxa, pinga asustadiza, camote timorato, pelona fofa, dedos torpes: ¡buñuelos sin miel! ¡Cómo echarle mirto a un mal vino, Bermejo!: ¡Como enhebrar perlas en esparto crudo o guisar para un borracho! Algunos estuvieron a la altura, desde luego, poquísimos: un magrebí rubio al que llamaban Nabet el romano, un jorobadito de espinazo curvo y subido que hizo las delicias de cinco de mis más fogosas súbditas; y un jovenzuelo, de nombre Hipólito, que volaba huyendo de su madrastra porque lo requería en los plenilunios como ciega joyamante. Aseguraba que era infante seguro de una mazodrona llamada Hipólita. El joven se portó como zángano de solera. Pentesilea se mostró con su plática y sus caricias muy pagada de galán. Lamentamos que Hipólito perdiera un orco d’un estrujón brioso de Roxana y ajase una de sus cuatro alas por el abrazo exaltado de Clita Oris, que lo tiene muy efusivo… La mayoría de aquellos drones eran feos como espaldas de nevera, muy desarreglados… Exceptuaré un caballero muy hermoso que se presentó perfumado con agua de madreselva que me llegó hasta el vientre. No quiso decirme su nombre.
“¡Y allí tenéis a mis chicas, Bermejo, como Anita Ward cantando “Ring my bell!” sin conseguir más que zafia respuesta y babosos lametones, ¡y eso que les echaron cantáridas en la cerveza de trigo para facilitar achuchones!, ¡y nuestras chicas se habían adobado con fragancias parisinas, afeitado las piernas y puesto galanas con trajes escotados y zapatos esmirnos que dejan ver el meñique pintado de rojo! El caso fue que muy pocas quedaron preñadas y menos satisfechas… Sabemos que Tordés, Radón y vos mismo estáis acreditados como zánganos fértiles, así que solicitamos como arancel de paso un seminario sensible y cabal.”
Tras poner en conocimiento de sus compañeros la embarazosa e íntima exigencia de Talestris y obtener su compromiso solidario como donantes de microgametos, el barón se despidió y cortó la comunicación. No cabía por tanto duda de que las mazodronas acudirían a reclamar lo que anhelaban como pasto para sus gametos hambrientos. Y allí estaban. Empinaban el codo a niveles del más alto moño y cenaban abundante, que todo el mundo reza a san Cenón y ninguno a san Nicomedes dedica oración. Para nada siguieron el consejo de no escoger amigo en convite. Soltaron sus esperanzas y alegrías bailando jotas y sevillanas. Hay que decir que parecían un tanto toscas para tal desempeño. Pero a ellas se unieron Macrinus, Artemiso, Ausonia y el juglar, muy jaraneros. Ausonia y el vate calé cuajaron la Cumparsita sobre una mesa inspiradísimos.
Ya estaban varias coqueteando con Radón y con Tordés, cuando otras arrastraban a Álex de brazos y piernas hacia la tienda. El barón quiso reservar su natural, fiel a su señora y casto para su dama, pero Talestris no pensaba dejarle escapar sin hacer presa y trincar tributo.
Bermejo corrió hacia las olas y la reina le persiguió. En la misma orilla se miraron sañudos, se despojaron de sus armaduras, se volvieron a medir, se acometieron. Saltaba la espuma del agua sobre las piernas desnudas. Bermejo ensayó una palanca de brazo, que naufragó, luego un twistter en el largo y fuerte cuello de su rival buscando la sumisión de la reina. Sin éxito. Y en tercer lugar, la llave que llaman kimura, bloqueando a Talestris por el otro brazo y provocando su dolor en el hombro, pero la mazodrona apenas se quejó y se liberó de un tirón seco. Entonces Talestris usó con el barón la vieja llave con que Ronda Ronsey sometía a sus rivales allá por el siglo XXI, antes del virus sinense. Provocó con ello la hiper-extensión de codo y un insoportable dolor en los ligamentos del caballero. Bermejo no quería que le arrancase el brazo, así que pidió árnica y miró a la reina solicitando su compasión.
̶ ¡Eres mío! –dijo Talestris, con un grito que sonó como el baladro de Merlín y despertó a las aves marinas que anidaban sobre los acantilados y provocó su revuelo; algunas rocas se desprendieron y cayeron al mar con estrépito.
̶ ¡Madre mía! –exclamó sin querer Bermejo y sin saber lo que decía.
̶ Duráis menos que el caballo de Zifar –replicó con sorna de reina Alicia.
Talestris ordenó a continuación al barón que se desnudase del todo mientras ella lanzaba con energía a la arena su tapaconchas de piel de leopardo haciendo crujir las valvas cristalinas. En el ancho cinturón de piel de tiburón brillaba la pupila irisada de una cámara. Bermejo comprendió que la pelea había sido retransmitida por el canal de Telemundo para las compañías internacionales de apuestas.
A continuación, Bermejo se zambulló en el mar, y la reina detrás. ¡Qué bien nadaban los dos: él mariposa; ella, crol! El barón estiraba adelante los brazos y hundía su cabeza en el agua mientras imponía un movimiento ondulante a su cintura y sus caderas, pateando el agua como un delfín. Talestris golpeaba el agua con sus manos, sus brazos como aspas de molino y con sus pies levantaba un alto surtidor al cielo. Nadaron hasta una caverna próxima de alta bóveda a la que sólo se accedía por mar.
Continuará…
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José Biedma López