El Barón Bermejo [Jornada XXX. Gaya ciencia]
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El Barón Bermejo [Jornada XXX. Gaya ciencia]
Ya dentro de la masía de Cinco Llaves, un gran retrato del conde de Lautréamont presidía el frontal de la sala principal, estancia de altísimo techo atravesada de vigas de madera de las que se oía el reloj mortal de su carcoma. En los laterales, retratos de Bécquer, Baudelaire y Kitaro (filósofo semi-olvidado del siglo XXI) y una reproducción de un fresco de Rafael: “Numine afflatur”, objetos pequeños sobresalían del tapizado de papeles, libros y cuadros: insectos congelados en ámbar, ballestas, porras, cadenas, muñecas, instrumentos musicales, esculturas cerámicas como candelabros cubiertos con olas congeladas de cera de abeja.
Por todas partes tejían sus telas de acero las arañas… Un mascarón de proa hermafrodita y mutilado colgaba de una de las vigas y parecía volar, amenazante mascarón de Damocles, sobre los comensales y la estancia. Mientras comían caza estofada, sopaban pan en su salsa y bebían cava rosado a mansalva, ¡los amigos charlaban sin máscara! Rosario era famoso por sus “cenas jocundas”.
‒ El día que no barrí, vino kien no asperí –dijo Rosario a Radón amablemente, probando su pericia con el ladino.
‒ El komer i el arraskar todo es ampezar… Mas nadie sabe lo ke ay dentro de la oia, sino la kutchara ke la menea –respondió Radón el sefardita, sonriendo al anfitrión.
‒ Si te dan toma, si te ajarvan fuie –añadió Rosario.
‒ ¡Berajó i salú ke se te aga! [bendición y salud].
‒ Conocimos a Macías en Fonterrisa, el juglar amenizó nuestra tertulia con su arte -contó Bermejo a Rosario- y ni siquiera pudimos hablar con Salmón Macrinus, poeta romaní de estilo flamenco en avatar reeditado. Macrinus tenía un serio problema con la señora Akiko, que se moría por los pelos de su cara.
‒ ¡Mejor será decir por su fermosa barba! Salmón tenía un grave problema con la emanación materializada del odio de la nipona –precisó Radón.
‒ Como sabéis –explicó Rosario-, un juglar es a un trovador lo que un periodista es a un maestro; digamos que el juglar es un divulgador ambulante y bufo de la Gaya Ciencia, de la que hace sal gorda por conseguir el aplauso del necio por el precio.
‒ ¡Pero las burlas adoban las veras!… Dijo Macías que había trovado antes de su juglaría, pero que no le compensaba.
‒ Normal; el bufón albardán da más espectáculo que el trovador, personaje extemporáneo a quienes pocos entienden –contestó Rosario-. Muchos bufones mediáticos, esclavos de la actualidad, desconciertan con el absurdo cotidiano a fin de dar la impresión de una reflexión profunda. Se limitan a contar “maricadas”, según afortunada expresión de Inés, senderista de interlíneas, silencios y sueños [@escritoenmi]…
Hablaba Rosario, trovador andrógina, con un mirar celestial de estrellas lejanas, como quien espera la revelación de un sentir, la ciencia de una emoción; juglar de luceros vespertinos. Cuando todos callaban se oía el rumor de aguas trascoladas entre piedrezuelas de rebalso en rebalso, pues un arroyo corría por detrás de la masía de Cinco Llaves como collera de la roca sobre la que estaba edificada. Huerta al oriente hasta el curso de agua y más allá boscosidades espesas y frescas en torno a Cinc Claus; tierra, vegetación y piedra. Tordés le preguntaba y el poeta mostraba con serenidad la pasión y el fervor con que se interesaba por lo pequeño que escapa, como las llaves que no sabemos donde hemos dejado o el granito de arena que nos desazona en el zapato. Lo pequeño que es grande. De entre lo chico, lo bello que deviene y atrapamos en la palabra.
‒ ¡Parbleu! –exclamó Álex-. Los buenos versos, como la buena música, sombra de la Divinidad sobre la tierra.
‒ He llegado a amar como Juan de la Cruz el desasimiento de las cosas, ya sabéis amigos, para llegar a saborear el todo, no busques el gusto en nada, porque cuando te detienes en algo ya no corres hacia el todo… Y aquí me tenéis, quito de molestias y libre de necesidades y hasta horro de celo de gloria o ansia de fama.
‒ Ya será menos… -insinuó Bermejo con una sonrisa benevolente.
‒ Nadie es completamente indiferente a la opinión de los demás. ¡Te lo concedo, Bermejo! No obstante, sin querer se ha desvelado en el fondo de mi alma el fondo del tiempo, como un rezago milenario de imágenes y perspectivas que no son del todo mías, quiero decir, no de la Rosario actual. Experimento a veces la sensación suprema de que mi personalidad va a desaparecer. No descarto que sea el pródromo de la demencia senil o los síntomas precursores de la locura. Pero, amigo Bermejo, creo que comprenderás lo que quiero decir…
‒ Dejar de ser, ¡supremo descanso! No sé si eterno…
‒ En estados de duermevela y en ensoñaciones, o incluso durante la vigilia, si contemplo abstraída algo pequeño y hermoso, si escucho rumor de viento, zumbido de abeja o si reposo la cabeza sobre el tronco de un árbol centenario…, con delicia o con angustia percibo un trastrocamiento y subversión de planos y de reminiscencias, me mareo, he de sentarme, tal que si me encontrase al borde de un abismo. En ese instante en que parecen juntarse los crepúsculos del día y de la noche es como si me olvidara por completo de mi ego presente y entrase en una región desconocida y embriagadora. Tiendo a creer que son planos de una realidad pasada, perspectivas yacentes en los más obscuros e ignorados senos de la mente, en un fondo que ya no es propiamente mío surgen de improviso y se entremezclan con otros horizontes y apariencias ostensibles y actuales. Me dejo arrastrar fascinado por ese suave vértigo, temiendo y temblando, hechizada me entrego, me elevo o desciendo hacia otros mundos, no sé bien si envuelta en lo futuro o hundida en lo pretérito, viviendo existencias que no palpo ni cato como propias, vivencias pasadas o futuras. El ladrido de uno de mis dogos, la mirada de una gata esterilizada, Guiri, a la que adoro, la melodía de unos álamos sacudidos por la brisa se cruzan con una sensación olfativa antigua en clara sinestesia y buscan acceder a las entendederas agarrándolas con un violento tirón, para hacerles entrever una sensibilidad primitiva, ancestral, proveniente de paisajes milenarios, a través de una inmensa cadena de generaciones, hacia lo primigenio apenas hoyado todavía por el ser humano, como una selva virgen o una estepa salvaje.
‒ ¡Tudieu! -exclamó Radón.
‒ ¡Sapristi! –añadió Bermejo-. ¡Sobresaliente sensibilidad a los trueques misteriosos entre lo material y lo psíquico, entre la carne y el espíritu!
Miraba Artemio al trovador poetisa como si conociese los misterios de Nuestra Señora.
Tras la cena, curioseando una de las estanterías, preguntó Radón por los discos negros que atesoraba Rosario en una de ellas.
‒ Antiguos discos de vinilo. Música del siglo XX registrada en pizarra o plástico. La belleza de la música y de los versos es sombra de la Divinidad sobre la tierra.
‒ ¡Qué cosas, digo qué sombras!
Subiendo unas empinadas escaleras de caracol la masía se abría por su norte a una torre y esta a una terraza y mirador, desde allí era posible contemplar la costa más allá y por encima del bosque, un gran golfo que se cerraba en una montaña coronada por las ruinas de un castillo templario. Hasta la montaña un reguerito de luciérnagas como rastro de vehículos, villas, poblados y masías. Al otro lado del castillo y la montaña, la Cala del Caimán, donde cogerían el barco que acercaría –con la ayuda de Nuestra Señora- a Bermejo y a su amada.
Los caballeros hacían la digestión de una liebre estofada, cazada con arco y cocinada por el poeta, aderezada y aromatizada con plantas que él mismo cultivaba en su hortus conclusus. Después de sus confesiones de sobremesa, Rosario se mantuvo en un terreno de delicado desdén, de finura espiritual, limitando la expansión y la exposición personal. Todos conocían su repugnancia por lo grosero y lo violento.
‒ Querido Bermejo, a veces pienso que sólo busco nombres para el abrazo que dan las olas al suspiro crujiente de las arenas. Y me entristece pensar que esos abrazos no necesitan palabras.
Continuará…
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José Biedma López