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Plaza con bicho [De los Archivos de Claudia Prócula] – José Biedma López

Plaza con bicho [De los Archivos de Claudia Prócula] – José Biedma López
20/11/2018

Plaza con bicho [De los Archivos de Claudia Prócula]

 

***

 

Mosca del estiércol en las entretelas del corazón de una granada

 

***

 

De los Archivos de Claudia Prócula

[Directorio tercero, o del Espíritu Santo]

 

Docta, libérrima, apreciada Claudia:

Mi abuelo paterno Eustolio Cátaro, hortelano, cultivaba una rara especie de zanahoria de dos raíces, por eso le llamaban Radoble; mi abuelo materno, apodado Cañamones, se ganaba la vida vendiendo frutos secos en un carrillo, en los portalillos de la plaza del pueblo, hiciese frío o calor y aunque cayesen chuzos de punta. Yo le relevaba cuando necesitaba mear en el aseo de un bar próximo. A mí me avergonzaba sobre todo que mis compas me viesen subir la Cuesta de La Pedorra con el pantalón de pana manchado de barro, encima del carro de mi padre, también hortelano pero sin mote, cargado de frutas, pimientos, cebollas, tomates y nabos, detrás de una bestia, de una mula llamada Misteriosa, a la que violentó el tonto Chipurro cuyo abuelo, del que heredó apodo, se tiró un cuesco histórico cuyo mal olor –dicen- se conservó en la Fuente Risas al cabo de una semana.

El caso, señorita Claudia, es que me avergonzaban mis orígenes, y ya casi aceptaba mi destino de vendedor de manises, chufas, pipas de girasol, garbanzos torrados, almecinas y majoletas de temporada; o el otro, de sembrador de zanahorias birradicales y coles fractales, cuando el cura Madroño –¡que Dios tenga en su Gloria!-, cuya cara era tan roja como negra su sotana, que parecía una bandera de la CNT, me liberó del carrillo y de la azada, de Misteriosa y de caballones, ortigas, acequias y rábanos.

Algo de ingenio vería en mí don Amador, que ese era el nombre de aquel santo, cuando habló con mi padre para que me consintiese hacer bachillerato con beca. Entonces los padres mandaban y los abuelos regalaban nombre a los primeros nietos. Luego trabajé de camarero para estudiar en la Uni y pagarme pensión en la capital. Pero lo que sacaba de los convites apenas me llegaba. Lo primero que me impresionó cuando accedí a la Uni, ¡el primero de mi familia que llegaba!, fue lo poco que allí se estudiaba y lo mucho que se abrevaba y fumaba en tugurios yerberos, mientras –eso decían- los más avanzados preparaban la Revolución.

Y no me refiero sólo a la gente joven, que ya se sabe que prefiere el ocio al negocio y apuesta por cualquier novedad si es licenciosa; raro era el día que no echábamos en falta a algún profesor y lo más normal es que varios faltasen a sus clases. Uno muy famoso por su extremosa posición política, titular de Toxicología Ambiental, no acudió en todo el curso a clase. Al parecer era muy admirado como indiscutible líder revolucionario, y todo se le perdonaba. Nos calificó por unos trabajos que le entregamos o, mejor dicho, que le dejamos a la secretaria de su departamento, y le dio la máxima nota a Kalimocho, uno de su cuerda, un idiota integral que se comía los mocos. Kalimocho presumía de leer a Lenin en ruso. Desde luego, atesoraba las obras completas de Vladimir Illich Ulianov traducidas al español, pero lo de leer ruso nunca se comprobó, ¡una trola! ¡El calimocho de garnacha que tanto le gustaba, a mí me resultaba asqueroso! ¡Y no era consciente el muy memo de que la coca con que se hace el calimocho es la chispa que enciende el mechero imperialista!

Decían que el profe de marras le pegaba a la mujer, el caso es que resultaba fácil adorar al toxicólogo de lejos en las tabernas de moda, bebiendo hasta el alba, ligando con alumnas embobadas y recibiendo pleitesía de sus prosélitos, encandilados con su labia; los más, soñando en llevarle la cartera y sostenerle el paraguas para conseguir plaza en el departamento, aun de profesor no numerario.

Entre concentraciones, manis, sentadas, huelgas y juergas, corrían los trimestres. Yo sabía del esfuerzo que hacía mi familia sosteniéndome en la gran ciudad, así que me formaba por mi cuenta. Trasnochaba poco. Iba mucho al cine y al teatro. Oía buena música. Obtenía sobresalientes calificaciones sin excesivo sacrificio. Aprendía lenguas bárbaras. Pescaba una pasta sirviendo copas, para mis vicios menores. Completé mi grado con un doctorado. Mi tesis está disponible en la Red de redes. Me llevó cinco años. Original, nada de plagio: “Bioestrategias para el control de Lobesia botrana”. Hice las contrastaciones cruciales en las parras de mi padre para comprobar qué bichejos y hongos se comían a la botrana, polilla de la vid a cuyas orugas les encanta el mosto de cualquiera de las ochocientas especies de uvas descritas.

Tan bueno era mi expediente y tan novedoso y útil mi trabajo que me ilusioné con ganar un puesto de investigador y profesor en la Uni pública. A fin de cuentas, había conseguido Premio fin de carrera. Así que me encerré durante dos años preparando el temario de un concurso-oposición. Le diré, Claudia, para que se haga una idea, que no salía del laboratorio o del estudio más que para comer, dormir, defecar…, un amigo transportó media tonelada de libros y apuntes en su furgoneta para que yo pudiese usarlos cuando se celebró la “encerrona”. Con eso se lo digo todo. Mi exposición fue digna, bien fundada, ajustada a tiempo, didáctica…

Pues, para nada: ¡el tribunal le dio el puesto a un imbécil! Luego me dijeron que yo había perdido el tiempo, que se sabía desde el principio que de “libre” la oposición no tenía más que el nombre, que se trataba de “plaza con bicho”, que el bicho en cuestión era sobrino de Nosequién y que Nosequién era hermano de la Ministra. Ya se sabe…, “¡mi sobrino es el único que lleva el paso!”.

Y aquí me tiene usted ahora, Claudia, de cajero en una Gran Superficie con cines y peluquería para mascotas, de esas a las que peregrinan en coche las familias los fines de semana. Aquí me tiene, traduciendo manuales de instrucciones y cartas comerciales a destajo, sirviendo en bodas canapés y tintos de verano, en perpetua hora de espera, preparando oposiciones para la administración del Estado, a ver si me agarro al Albondigón de alguna manera, jubilo por fin el carrillo de frutos secos de Cañamones y me libro de una vez de zanahorias y rábanos. (Misteriosa, la mula violentada, ya murió la pobre, y ahora mi padre sube la Cuesta de la Pedorra motorizado).

No me siento capaz de superar la frustración de aquel concurso en el que puse toda la ilusión de mis mejores años, de aquellos siete perdidos, quemándome las pestañas bajo flexo y moviendo huevos de avispa parásita, infectando gusanos con hongos asesinos, removiendo sarmientos secos y racimos de uvas podridas, renunciado a la diversión propia de la juventud, al alcohol y a los psicodélicos, a los polvos de las romerías, a los viajes de mochilero.

Todas las noches sueño con matar al nepote, o sea, al sobrino de la ministra y, de paso, lisiar al presidente del tribunal y a un par de vocales, total, los tres crímenes me saldrían por el precio de uno. Dicen que el placer de la venganza debe reservarse a dioses, pero también dicen que la venganza se sirve mejor en plato frío, a los postres… El caso es que no puedo quitármelas de la cabeza: la oportunidad y justicia de algún tipo de resarcimiento, ¡toda mi vida currando, torciendo el espinazo en la huerta y exprimiéndome la sesera en los estudios, y un señorito que no ha dado palo al agua en su puñetera y cómoda vida da al traste con mi carrera científica! Un señorito cínico que se las da de revolucionario, para más tristes, estrafalarias, desconsoladoras señas…

Eustolio Cátaro

 

Querido amigo, Eustolio:

De nada nos sirve entregarnos a rencores provocados por la obstinación del gusano y la redundancia de la ortiga. Usted sabe que volverá a crecer en su solar por mucho que la arranque de raíz ahora. Con distinto color, bajo distinta bandera, son casi los mismos los que mandan aquí y allá desde hace siglos. Casi las mismas castas, las que guardan arsenales, atesoran caudales, calientan tronos, ocupan cátedras… He subrayado los “casi” de las últimas frases por ser motivos de esperanza.

¿Por qué hemos de comportarnos bien si lo justo, o al menos lo conveniente, sería hacerlo mal? Esta pregunta atormentó a muchos hombres honrados. La virtud, ¿se justifica por sí misma? Lo dudo. ¿Se fundamenta la excelencia moral únicamente en la empatía? Puede, pero ¿cómo sentir simpatía por el cenutrio mediocre, por el hediondo injusto, por el estúpido privilegiado?

En un mundo como éste, donde lo primero que se pregunta socialmente es: “y tú, ¿de quién eres?”, no hay más solución, si a uno le nacen estrellado, que buscarse padrino con estrella. Y no hay más opción, para evitar la esclavitud del trabajo mal pagado, o el nulo reconocimiento de la labor útil y creativa, que hacerse cliente, es decir, vasallo. Eso, o la soledad. Yo le recomiendo la suerte del pájaro solitario. A fin de cuentas, quien recibe favores, pagará por ellos y con ellos. El nepote acabará devolviendo en actos ilícitos los privilegios que obtuvo injustamente. Y puede que lo cacen. Ese “puede” que subrayo es también buen motivo de esperanza. No desespere.

¿Qué es lo que de verdad necesitamos? Poca cosa, principalmente salud, y usted, por lo que prueba su enérgica letra, goza de la buena. Además, se le ha concedido talento. ¡Le parece poco! Todavía está a tiempo de disfrutar la vida, libando las flores del árbol del amor, comiendo de sus frutos. Mengua la fragancia de las rosas de otoño, pero son tan hermosas que las respetan los pulgones. No cese de intentar por su excelente curriculum obtener favores. Sáquele partido a su poliglotez. Pruebe suerte bajo otros lares. Aprenda a perdonar o, al menos, a tolerar la necedad ubicua, global. El perdón desahoga mucho, tranquiliza, incluso si se regala a quienes no lo merecen.

 

Atentamente, Claudia

 

***

José Biedma López

Otoño 2018.

_________

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