El Barón Bermejo [Episodio LXVIII. Enanuco bigarista]
***

***
Parecía que nuestros caballeros y escuderos habían dejado atrás todo cuidado, entre légamos y sedimientos olvidado. Un parecer. Hay tantos como espejos. No obstante, el barro a sus pies no dejaba de aumentar dificultándoles el paso en el túnel aciago. Pronto les llegó hasta las trancas el barro, espeso y pegajoso como miel da o regalá… Dificultoles el tranco. Se atrancaban, asustados. Unos más que otros. A Tordés, que era prediabético e hipertenso se le saltaban las lágrimas. A Radón, algo claustrofóbico, se le espesaban comprimidos los recuerdos. Ya escocido, sufriendo a cada paso, pensó Bermejo por un momento en regresar, cuando la galería ya se curvaba en un meandro de cieno y Artemio, que les servía de adalid a causa de la ligereza danzarina de sus extremidades, gritó: “¡Luz a la vista, tierra seca, luz a la vista!”.
Como suele suceder, la esperanza redobló ánimos y la ilusión tonificó voluntades. Se miraban unos a otros con fraternal afecto y una renovada fe en la misión caballeresca facilitaba su pundonorosa marcha a pesar de las máculas fangosas que los afeaban ostensiblemente.
Poco faltaba ya para escapar de aquel infecto laberinto cuando Álex levantó un cartel del suelo que rezaba: CASILLA 42. DEL LABERINTO AL TREINTA. Abajo, en letra pequeña como las condiciones de un seguro: “Todo es uno porque Anade: pato, oca, ganso y ansarón cuatro cosas suenan y una son”.
Y poco tuvieron que desplazarse para descubrir que Treinta los esperaba a la salida delante de una fuente, sentado sobre un mojón de piedra blanca con una gran concha rosa a sus pies, caparazón inerte de bígaro más grande que su cabeza. Sus grandes ojos le hacían parecer triste al semblarle de asombrada melancolía. Treinta se identificó como enanuco bigarista y les ofreció cecina. “¡Comed señores, comed, que la habéis ganado!”. Comieron, y luego, les empujó a que bebieran: “¡Probad, probad, veraste tú lo que es caneluca de la fina! Tomad vos esta sosiega, que es agua de vida”.
Tordés conocía la trampa. La cecina les provocaría sed infinita y el agua habría sido contaminada por la ponzoña de alacranes y gusarapos. “Ahorra deseos, porque la muerte llega envuelta en esperanzas”, pensó recordando una máxima de Haltamisa.
Se desesperaba Treinta como niño consentido porque ninguno de los presentes le hacía caso. Refunfuñaba. Miró a Ausonia como si quisiera hipnotizar a la hermosa marciana con el maravilloso y bestial brillo de sus ojos, soberbias gemas, mientras daba grandes saltos, hacía piruetas y tocaba el bígaro gigante produciendo con aquella trompeta pasmoso murmullo, como suspiro de bosque o ronquido de océano, que daba oírlo gloria divina. El silbido de aquella concha se fue transformando en lema teosófico, en adagio que Tordés conocía bien: Satyât nâsti paro dharmah [No hay religión más elevada que la Verdad].
Aquella música del bígaro les llegaba desde una lejanía honda como rumor de tuba. Tenía la extraña propiedad de conmover al oyente de tal modo que su mente se concentraba en inventar historias que explicaran el orden de sus notas, absorta la psique en sucesos imaginarios que llenaran sus silencios, fantaseando acciones que se acompasasen con sus ritmos… Y así dejaba pasmados de estupor a cuantos la oían.
̶ ¡Oigan sus señorías, escuchen bien: Ver, mirar, saber mirar! Todo consiste en eso. Recordad como don Mario Roso de Luna descubrió a simple vista un cometa en la constelación del Auriga, sierpe celestial que hoy lleva su nombre. El extremeño sabía mirar el cielo. Hoy nadie mira el Cielo, muerto está el Ideal, como si esa chispa que también les habita dentro quemara los ojos de las gentes. ¡Ay! ¡Nadie se enamora ya del Ideal! Aquella proeza de estar atento y concentrado en los cielos le valió a mi señor el Mago Rojo ser nombrado Caballero de Isabel la Católica…
̶ Pero eso sucedió hace siglos… -se atrevió a replicar Radón Augur-. Una cosa es amar el Cielo, ¡y otra lanzarse por la ventana para abrazarlo!
̶ Cuanto más atrás se mira, más adelante se ve –replicó Treinta.
̶ Milicia ruda y atención cuidadosa es la vida del caballero en todas las edades… (Tordés)
̶ Y más en la nuestra que obramos cual drones fugaces, gentiles autónomos y zánganos por cuenta ajena… -Tordés el Recto miró con severidad a Radón bocazas, que había dicho lo que podía ser entendido tal que violencia verbal contra Autoridad legítima. Por menos que eso podían vaporizar a un caracrimen fuera del Parque de los envites.
̶ Por cuenta de la Diosa, de la Reina, de sus ministras, directoras y sotodirectoras laboramos con amor y diligencia en los servicios de Caballería. Guarde la Diosa a todas, por muchos ciclos, años, eones… Ellas nos guarden a todos y todes, sus leales servidores –rectificó Radón cauteloso.
Se hizo un silencio distensivo y provocador. Sin embargo, pronto se dislocó aquel mutismo, roto por la excitada locuacidad del enanuco bigarista…
̶ ¡Yo conozco vuestro verdadero nombre, Bermejo! He vivido mucho. Represento al enanuco bigarista de día y al trasno gamberro de noche, también llamado diaño burleiro. Ejerzo de pinche de matronas, lacayo eventual de dueñas y paje de damas, eso los fines de semana. ¡La vida en el Parque de las aposturas está difícil, señores! Y este enanuco que os habla se reproduce tradicional en su topera, ¡como las bestias! – bestia me llaman las asquerosas y no hay marrana que no sea asquerosa-. Allí en mi gruta espera una jina culona, algo barrigona, muy de mi agrado a pesar de sus pantorrillas peludas y pies de cabra, fuerza divina que engendra en lectus genialis, lecho nupcial de plumón y hojas de rábano.
“¡Es más fina mi princesa, os lo juro señores, que el genio que dialogaba con Sócrates! Después de cada lance y de cada parto se le reconstruye la virginidad sola. Rabo de lagartija es su himen, precinto indestructible. Creen algunos que las lamias dan a luz a sus hijos por la boca. ¡Es falso!, más falso que la coleta de un sapo, más falso que…” ………………………….. [Añada aquí el lector el nombre de algo o alguien que, como moneda de dos caras, se le antoje falsísimo].
̶ Mi chica es muy hembra, veleidosa qual piuma al vento –siguió Treinta incansable, y parecía que cantaba traviato-, un conato infiel le va en la sangre de dusia gala y lo peor es que suele enamorarse (¡fall in love, señores, fall in love, caballeros!), cae, cae prendada de humanoides y androides más grandes que yo (ella sólo es un poco más alta), de crones salaces y zánganos bullangueros. Se pirra por los mad boys. Le molan hasta los gigantes con rabo, por eso la tengo engalgada con golocherías para que no corra detrás de zascandiles y rascacueros…, seta va, seta viene, seta entra… Se la coloco, la coloco, y así la hago feliz. Uno le es fiel del todo a la parienta. Treinta adora a su media naranja, su complemento, su mazapán. Leal le seré por los siglos de los siglos, amén… Y le he sido todos los días cumplidor y franco.
̶ Cuentan por ahí que yo rapté a Margarita la pastora –no callaba el enanuco-. ¡Es falso, señores!, falso como beso de suegra, falso como humildad de político. De todas maneras, Margarita se escapó de los lamiñas y vivió en París reencarnada en María Malibrán, musa del romanticismo, símbolo superior de belleza física y espiritual hispana, a la que Chopín nombró Reina de París, con toda la razón del melodioso escenario, arte total, teatrocracia. Bellini cayó rendido a los pies de la Margarita-Malibrán (María Felicia García Sitches, de nacimiento): su Diva, su Cielo, su Ideal. Murió embarazada con veintiocho años, tras una desgraciada caída de caballo. Alejandro Sawa I Rey de Bohemia dice que enamoró también a Alfredo Musset, dos años menor que ella. Yo lo dudo, señores. ¿Saben ustedes algo de ese rapport, de esa liaison dangereuse?… Y, sobre todo, ¿conocen dónde y cómo se desplegó luego el espíritu de Margarita?”.
̶ Tengo mis dudas y algunas tuyas, Treinta. La ausencia de evidencia no es evidencia de Su ausencia –Bisejo se encogió por fin de hombros-. Además, pierdes a la Otra si la haces tuya… -el barón se puso colorado-: ¡Ya está bien!, ¡finito! ¡Se acabó lo que se daba!
Perdían el tiempo con cuestiones interesantes manque ociosas, con la cháchara errática del diaño enanuco llamado Treinta. Se les hacía tarde, pero Bisejo se consoló pensando que el espermatozoide más rápido no es necesariamente el que fecunda el óvulo.
̶ ¡La concha de tu madre! –exclamó Álex sin miramientos, golpeando con su exclamación al enanuco facundo.
̶ ¡Un poco de respeto, señor! –respondió el fauno- Cátate que fue mi padre quien rindió servicio y pidió favor de redención a San Antonio Abad, asceta egipcio, cuando Alejandría adoraba monstruos y los joculatores y diaños burlones del Pueblo Antiguo supimos de la gracia del Cristo. Mi padre guio al abad Antonio a la gruta de Pablo el eremita, al que aprovisionaba un cuervo. El ave negra llevó a los amigos doble ración de alimento el día del encuentro sagrado y dos leones cavaron la tumba del dilecto Pablo cuando murió orando, porque San Antonio Abad no podía, cavar no le cumplía… Lo sé, señores, conozco todo eso y de ello doy testimonio porque me lo contó mi padre que lo vio con sus ojazos de mirada limpia y se lo contó al beato Santiago de la Vorágine para que dejara memoria en su Leyenda Dorada.
Nada más decir esto, el Enanuco bigarista abrazó su concha como si fuese acordeón-piano y huyó como si volara cual libélula roja enflechada.
̶ Honra de palabra vale mucho y cuesta poco –dijo el barón-. ¡Arrogante bambolla es el diablillo! Le sobra retórica y le falta lógica. ¡Enanuco paradójico!
̶ Todos se ríen del mono y él de todos –añadió Álex indolente y desafecto.
Continuará…
***
José Biedma López