El Barón Bermejo [Jornada XLIV. Limbo insular]
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Después del naufragio, la situación era confusa, mucho más que d’habitude. No se habían perdido vidas ni víveres ¡gracias a Tritón!, aunque olas, arenas, tablas y rocas hicieron de ropas andrajos (y no por voluntad propia ni por modestia impropia como muchas chicas y chicos, profesores y músicos de siglos pasados, que vestían harapos a conciencia, o por mala conciencia)…
Una ola corrió por la playa húmeda y lamió los pies de Bermejo, que yacía de bruces sobre la arena medio inconsciente. Se arrastró unos metros y rodó sobre la espalda. Atrás sólo quedaba de la tempestad una trama blancuzca que se deshilachaba hacia poniente. La orilla se hallaba sembrada de cuerpos, plásticos y peces reventados.
Álex había salvado su arco y su carcaj y Bermejo su navaja suiza que contaba con extensiones e implementos letales. De haberse visto en espejo apenas se hubiera reconocido: cabizcaído con ojos encarnizados, frente rugosa, cabello intonso, carrillos chupados, cejas encapotadas y barba salvajina; medio culo al aire.
Radón lloró por su penacho perdido y Tordés recompuso sus piezas desarregladas con ayuda de Artemio, que había nadado fenomenal. Al cocinero repolludo, que se anclaba medio muerto en la arena, Ausonia le practicó el boca-boca mientras el Catarato le golpeaba el bofe inflamado, hasta que vomitó con gacha salada: un jurel, una jibia y dos langostinos gordos que se había tragado. Luego Ausonia le practicó también el boca-boca a la princesa Gallardona, no sabemos si por precaución, cuidado o gusto porque su alteza, aunque yacía con las persianas de ojos echadas, respiraba fetén y ni siquiera resultaba indecente envuelta en jirones, más bien inspiraba una piedad sensual, casi morbosa. Ausonia le arregló el cabello y se lo reunió y ató atrás con algas.
̶¡Os pagaré vuestra gentileza, querida! –Le dijo a la marciana, despertando repentinamente y sacudiéndose el auxilio.
̶ Las femes, por causa y respecto de las mismas femes, fueron formadas y engendradas y así nacieron obligadas a se ayudar y aprovechar las unas a las otras –respondió con gracia Ausonia dando prueba de su cosmopolita y bendita sororidad.
̶ ¡Bien predica fray Ejemplo, sin alborotar templo! –le soltó la princesa deshaciendo la coleta y soltándose el pelo-.
“¡Cabello largo, meollo corto!” (pensó Ausonia).
̶ Cuidados ajenos matan la yegua… Y cada cabello hace sombra en el suelo –añadió su alteza como si hubiera oído los pensamientos de la marciana, que le regaló un cuarto y mitad de sonrisa. Y como curtida paremióloga añadió: “Naranjas y mujeres no se han de apretar, que estrujándolas mucho vienen a amargar”. Bajó la cabeza Ausonia, porque en lacerío sin fruto no quiso contender.
Únicamente el segundo oficial había resultado herido, pero no de consideración. ¡Algo conservaría de su reciente condición de tigre siberiano! Tordés le limpió la herida, escupió sobre ella y se la vendó con un trozo de camisa.
Los náufragos se cobijaron bajo unas rocas y cuando se repusieron se apresuraron a salvar lo que pudieran de la bodega mojada y desordenada del paquebote, antes de que el mar la encenagara. A duro pedernal y eslabón consiguieron hacer fuego para sentirse humanos renacidos y prometeos. Cayeron rendidos en el sueño.
A la mañana siguiente quedaron los marineros y el cocinero en el campamento que habían improvisado junto al mar. Los demás, en fila india, anduvieron un dificultoso sendero hacia el interior de la isla, como galería hecha por el correr de animales.
No tuvieron que andar mucho hasta encontrar en un claro cabaña bien guarnida de enseres rústicos, con animales domésticos, entre los cuales no faltaba un gran loro de alas coloristas y una cotorra dicharachera.
“¿Quién anda ahí? –preguntó en inglés un dron alto con tabardo de piel, que venía armado con un rifle antiguo y acompañado por un escudero en camisón con un puñal ajustado al cinturón.
Gallardona tomó la palabra con soltura consonántica y habilidades de trujamán para presentar a los caballeros, aludiendo a la condición marciana de Ausonia y a la suya de huérfana descoronada, hechizada, pasmada y, por fin, desencantada a besos y abrazos, estos últimos bajo promesa de venganza justiciera.
̶Este se llama Viernes y yo soy Robinsón –dijo el isleño cuando por fin calló la princesa-. Soy náufrago legendario y profesional, no como ustedes que, aunque bien pudieran ser considerados náufragos por metafórica condición humana, lo son ahora por contingencia concreta, y sólo accidentalmente. Hace siglos que tomé posesión de esta ínsula ignota en nombre de la Reina de Albión, o sea que la hice campo de mi explorar corsario y piratesco señorío. La llamé Stablespring, nombre claramente utópico, porque a la isla no le faltan vendavales ni tsunamis (¡el mar no se casa con nadie!), y hasta tiene volcán propio que de vez en cuando devasta una franja de bosque y litoral con su cascada de lava ardiente, como jayán rabioso y con mala leche. Jo, jó, lo de Stablespring se lo puse porque temí perder mi estabilidad mental y porque “stable” está cerca del francés “table” y del español “establo”. Tuve muy malos momentos, con hambre y fiebre cuartana. A falta de interlocutor me supe bipolar, el yo ya no existía más que de forma intermitente y rara, partido en dos, hasta que fui olvidando nombres, todo se alejó de mí o todo se acercaba demasiado, y acabé degenerando en bestia ágrafa, afásica y salvaje, con un vocabulario más simple que el del Correcaminos…
̶También hay que usar el cerebro para dejar de pensar –comentó Ausonia.
̶ Tal vez, of course…¡Ay! Un viernes santo llegó Viernes, que por entonces era el jesuita Pedro Páez Jaramillo, y venía de descubrir las fuentes del Nilo Azul. Me vio, se apiadó de mí, me devolvió al catolicismo, me enseñó español que es lengua para hablar con Dios y me redimió devolviéndome la forma humana y sus posibilidades existenciales. Olvidé mi individualismo posesivo, comprendí que no puede haber señor sin escudero, ni yo sin tú, ni sí mismo sin otro mismo, ni conciencia sin la angustia del dolor forastero.
En ese momento voló una libélula magnífica, verde cerceta y roja escarlata, de entre unos juncos que festoneaban una pequeña corriente de agua próxima a la choza de Robinsón, sus alardes aéreos nos obligaron a entrar en pausa. Cuando el odonato desapareció, el inglés continuó:
̶No seríamos ya más que huesos si no hubiéramos descubierto en Stablespring una fuente prodigiosa cuya agua te mantiene en el séptimo climaterio, que es la edad perfecta de treinta y cinco años según la Escuela de Alejandría y los neoplatónicos florentinos, ¿verdad Viernes? –. Robinsón miró al jesuita incitándole a hablar, con una brillante y anhelante mirada. Cuando labios callan, ojos hablan.
̶Sí, señores, yo familiaricé a Robinsón con el neoplatonismo, la obediencia al papa y el vegetarianismo neopitagórico. Viajé a esta isla voluntario con el propósito de estudiar su fauna y flora, que son tan raras como las de Las Galápagos: rinocerontes enanos, hipopótamos diminutos, tarseros drogadictos y noctámbulos, panteras nebulosas más chicas que el más chico de los gatos, pero que abren sus mandíbulas 90 grados…, ¡y libélulas enormes, como la que han visto, parecidas a las que volaban en el cretácico sobre las cabezas de los grandes saurios! Y plantas ingenuas y desvergonzadas que exhiben su sexo en forma de flores preciosas y así ofrecen su intimidad al recién llegado por ser lo más brillante y perfumado que poseen. Imaginemos una humanidad en la que cada uno lleve con orgullo sobre su cabeza sus atributos machos, hembras o hermafroditas, enormes, coloreados y olorosos…
Robinsón miró significativamente a su escudero…
̶Sí señor, divago, ¡perdonad, damas y caballeros!, tuve que dejar la enseñanza porque lo mío era la digresión y la digresión en la digresión…, jó, jó, ¡otra vez! –simuló Viernes darse un tortazo-… El caso fue que saqué a Robinsón de su bestial y depresivo ensimismamiento, ya saben “al triste, el puñado de trigo se le vuelve alpiste” y “para el buen varón, tierras ajenas su patria son”…
̶ ¿No tiene también la patria algo de prisión? –preguntó Radón.
̶ Y de celda monástica, tal vez…, si me perdonan la digresión, jo, jo… El caso es que aquí me tienen contento, conservado en los treinta y cinco, ¡joven y sensato, y entregado con mi señor amigo a la perfección del espíritu, a la comunión de los santos y al amor continente! Aunque es insular, ahora que lo pienso, jo, jo, no continente, ojo, ojo, ¡qué equívocas son las palabras!, jo, jo, ¡pero es amor casto!… Robinsón y un servidor conversamos mucho. Leemos y releemos, la Biblia o Los Elementos de Euclides, la Vida de Apolonio o los Cien años de soledad…, pues nuestra biblioteca es escogida pero limitada y carecemos de comunicadores. Oímos la música que nos ofrecen ranos y pájaros, conversamos con las ninfas de los estanques, y en Stablespring no hay ya ni tuyo ni mío, salvo el rifle y el puñal, que es mío y me sirve también de crucifijo. Nuestro régimen es de misión paraguaya, jesuítica, un orden estrictamente comunitario y fraterno. Hemos discutido por la propiedad de la ropa interior y los pañuelos de nariz que fabricamos con hojas de una especie de menta fina muy aromática; no hemos llegado todavía a un consenso sobre sonaderas y taparrabos, sin embargo…
̶Fuera de esas discusiones y digresiones interminables –siguió Robinsón-, nuestro proyecto actual es perfeccionar un sueño compartido que lo llene todo. Nos entrenamos entregándonos cogidos de la mano a largas taciturnias, mirando el fuego o viendo correr el agua, su fluyente solemnidad…
̶ ¡Comprendo, comprendo! –interrumpió Bermejo-… No obstante, ¿qué hay más allá de Stablespring? –. Preguntó sin comprender mucho de lo otro de antes, lo de que hacían manitas en taciturnias.
̶ A medio día de navegación, más o menos, sobresale del mar otra isla, cima de cordillera submarina, pueden verse desde aquí en los días claros desde lo alto del Volcán rabioso, sus luces y sus verdes. Creemos que la llaman Ínsula de las Maravillas, pero mi señor Robinsón y yo mismo la llamamos “Isla inestable”, por contraste con la nuestra y porque, habitada, no cesan en ella los asaltos al poder y los follones políticos…
̶ ¡Como en todas partes! –añadió Álex el morado.
Como bienes y males a la cara asoman, a Gallardona le cambió el semblante cuando oyó el nombre de su tierra. Radón se había comprometido a acabar con el usurpador Brocadán, favorito privado de su padre Crapulón el mansino, rey de La Ínsula de las Maravillas, pero más inútil como soberano que el limpiaparabrisas de un submarino y con tantos cuernos que se agachaba cuando pasaba por su isla un avión.
Continuará…
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José Biedma López