El Barón Bermejo [Jornada XXII. Fauna mesetaria]
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El lector podrá imaginar la confusión que embargó a nuestro barón cuando oyó a Pedro Lino, pastor de oficio y eventual dragonicida, el relato de sus relaciones incestuosas con Lynette, dueña de su pensamiento, señora de su voluntad y tirana del corazón de su leal e incondicional vasallo, del caballero Bermejo. Y siguió más helado que la entrepierna de un escocés mientras oía a Pedro Lino cantar:
Cetro me dieron labores,
yo a servirla acostumbraba
en placeres sin dolores.
Mudan seso nos errores
¡Oh cuánto cuánto la amaba!
Mas no duran siempre amores.
La verdad no sólo enfría muchas veces, sino que truena y deja atónito al que la escucha. Hay veces que la verdad quema y el cerebro niega su realidad mientras sufre. Sin embargo, bien podía haber sucedido que Salmanto el Quejumbroso hubiese mandado a Pedro Lino una falsa Lynette, o el hechizo de una doble para confundirle o paralizarle a él, mientras abusaba de la auténtica Lynette. ¡Hace tantas cuentas el diablo! ¿Acaso no confesaron que hubo dos Helenas, una espartana auténtica y otra fingida, de pega? ¡Por Santiago, hijo del buen Zebedeo! Tal felonía, hipótesis plausible, le devolvía a Bermejo el aliento y la calor poco a poco, por el procedimiento de repetirse la imagen de una Lynette postiza. En cualquier caso, era tarde para abandonar la empresa en la que habían divagado mucho y avanzado poco. “¡Alce Fortuna sus pérfidos remos / Fama sus alas doradas levante / porque la vida de aqueste se cante!”, se recitó Bermejo en plan mantra de autoayuda. Cuando la razón apunta al futuro se alimenta de ensueños y se viste de fantasía.
Pedro Lino les precisó por donde podrían atravesar el río, quier remontando su corriente hasta un puente trenzado por los indios de la India con raíces colgantes vivas, quier siguiendo el flujo de sus aguas para vadearlo más abajo. Aunque no hay atajo sin trabajo, marcharon a bajo orillando el río hasta que el curso se espaciaba y permitía sin riesgo el paso de las cabalgaduras. Al atravesar las aguas someras vieron al famoso pez Perseo, al que los griegos antiguos consideraban hijo de Zeus, un bicho enorme, con un hocico remangado. Perseo brilla como una joya dorada gracias a unas franjas que nacen en la cabeza y convergen por el lomo hasta morir en el ano.
Al otro lado de la corriente divisaron unas lagunas que pronto sintieron fétidas. En ellas moraban los Nuevos Upupas, pajarracos altos de pluma rizada y muy díscolos. Álex informó que habían sido rediseñados genéticamente a partir de los Viejos Upupas que conoció Claudio Eliano. Aquellos creían proceder de los humanos y por ello, incomprensiblemente, sufrían honda melancolía y misoginia taimada. Detestaban a las hembras porque ellas, más pechugonas y de mayor envergadura alar, decidían dónde colgar los nidos, preferentemente en sitios solitarios con buenas vistas panorámicas, peñascos altos y majestuosos o en difíciles huecos de ruinas románticas. No se conformaban las Upupas antiguas con cualquier apartamiento, pero los machos estaban obligados a cubrir su estructura vegetal, no con barro, sino con heces humanas frescas a fin de rechazar con el hedor a los ladrones de huevos. Había que renovar las cacas de contino. Ni siquiera así lo conseguían siempre, pues algunos alpinistas se entrenaban buscando como trofeo, precisamente ¡vaya por dios!, huevos de Upupa, los cuales, a pesar de su repugnante asiento, sabían a gloria, fritos con aceite y ajos, escalfados con mayonesa o revueltos con sesos de topillo.
No obstante, los Nuevos Upupas habían sido reprogramados para anidar en aguas estancadas y limitar el número de áspides venenosas a las que daban muerte con una técnica depurada. No comían anfibios, pues estos limitaban el número de insectos perjudiciales que, como el mosquito tigre o la mosca cojonera, pican dolorosamente y transmiten enfermedades fastidiosas.
Cuando creían haber dejado marginados a aquellos pajarracos, uno de ellos, a traición y por detrás, quiso despenachar a Radón, con muy mala leche pues la cimera carecía de interés económico o alimenticio para un Nuevo Upupa y no es posible que acumulara caca, por lo menos el penacho no olía mal, que sepamos. El pajarraco no lo consiguió y un dardo de Álex le hizo saltar dos grandes plumas caudales. El ballestero consiguió coger una que flotaba cayendo en el aire, negra azabache fosforescía con reflejos verdes: “No siempre una hermosa pluma hace hermosa pájara”, dijo el Ballestero, “¡y mira que entiendo de plumas!”, añadió con una sonrisa ancha.
‒ ¿Disparaste a matar? -preguntó Tordés.
‒ No.
‒ ¿No crees que existen gentes malas porque son feas?
‒ Tal vez –respondió Álex.
Treparon fácilmente a una meseta, en ella crecían entre retamas doradas y cistáceas purpúreas: acacias como axilas floridas de la vida, cenicientos chaparros y pinos piñoneros. Las copas de estos árboles sostenían nidos de calamones como adornos de Navidad. Son los calamones aves bellísimas que, cuando tienen un buen día, se cubren de polvo y se bañan mientras trinan reclamando sexo. Lo practican en grupo, pero “cada oveja con su pareja”. Sin embargo, para comer son muy vergonzudos y se apartan solos para restaurar fuerzas o para que no les picoteen el plato. También son celosos como otelos y, si se enteran de que su compañera incurre en adulterio, se estrangulan o se castran delante de todos. Algunas veces, como chantaje emocional, únicamente amenazan en medio con emascularse o quitarse de en medio. No es raro ver a algunos de estos castrados, más o menos domesticados, adornando en casas nobles o inspirando en templos naturalistas, donde se les atribuye condición divina y potestades mánticas. Por eso las sacerdotisas naturalistas más integristas consideran sacrilegio cazar, sacrificar o comer calamones. Que sepamos, ni los famosos sibaritas Calias o Ctesipo comieron calamones, aunque sí pavos reales, el ave de Juno que muestra sus plumas cuando son elogiadas. En ambos casos se trata de aves hermosas por sus plumas, pero con poca chicha y –según dicen- nada suculenta, pero hay glotones como Lúculo, Hortensio, Quejumbroso o Pitufo de Gaula, que no tienen bastante con nada para intentar llenar con desespero sus odres agujereados. ¡Inútil trabajo del libertino!
Pasaba ya el mediodía cuando fueron desconcertados por una bandada de zumayas, pájaros audaces que atacan con decisión a las cabras madres para sorberles la leche. No les asustan las hondas de los cabreros ni los ladridos y dentelladas de los mastines, y devuelven con maldad sus disparos después de haberse dado un festín, porque cierran la ubre de la que chuparon con su pegajosa saliva e impiden que fluya la leche. “Ni con saliva de zumayas se recomponen matrimonios rotos a cornadas”, es proverbio que circula en el Parque.
Álex mató y ensartó tres zumayas con una sola saeta de esas especiales que se fabrican con los sarmientos del Collar de bruja (Anagyris foetida). Artemio, que era armenio, se encargó de destripar y desplumar las aves mamonas, cuya carne asada sabía a queso de cabra, pero satisfizo y contentó a todos. Una tribu de Gamusinos de amplias y velludas orejas barruntó el aroma y acudió a la fiesta. Asustaron a los caballos. A cambio de que se alejaran obtuvieron escasas piltrafas.
‒ ¿Tú crees, amigo Tordés, que la fealdad y el desorden porfían en la Naturaleza más que Belleza y Armonía? –preguntó Bermejo en sobremesa.
‒ No tiene por qué haber drama entre Tierra y Cielo, tanto el buen funcionamiento del cuerpo como la dicha del espíritu dependen del equilibrio y armonía entre las partes.
‒ En todas partes, compañero –añadió Radón y se le vino a la cabeza la imagen de Ausonia la marciana-, Éris se mezcla con Eros en proporciones desiguales. Es nuestra obligación, nobleza obliga, que no triunfe la Discordia sobre la Simpatía universal.
‒ ¡Faena de caballero! –exclamó Álex, mientras miraba ensimismado la fogata que chisporroteaba con la grasa de zumaya, mientras echaba de menos el tabaco-. Hemos de empeñarnos por que los buenos sean felices y los malvados desgraciados, elevada tarea infinita.
‒ Empeño que es misión sagrada.
‒ ¡Brindemos por eso!
‒ ¡Por encontrar el hada que remedie la cruel obra del hado! –apostilló Álex.
Brindaron con aloja, agua de algarrobas, miel y especias, que Artemio había mercado en la alacena de Haltamisa con unos arnadis hechos de boniato y calabaza. Luego, Radón, que se volvía locuaz con el ron añadido al aloja, contó la historia de Otto y Roswitha, de cómo unos desalmados robaron a la virgen consagrada del monasterio de Gandersheim y Otto convocó con urgencia a sus caballeros. Hallaron indicios y el escondite de la criminal hueste en lo más lóbrego del bosque. Las espadas hicieron estragos entre los paganos mientras Satanás recogía sus almas. Tras la completa victoria, Otto envuelve a Roswitha con su capa, le ofrece su propia cabalgadura y al convento marchan dando gracias a Dios. Eso sucedió poco antes de que la inteligente canonesa versificase la leyenda de Theophilus, joven intelectual que consultó a un brujo judío que le presentó a unos demonios que le prometieron poder y conocimiento a cambio de su alma. Por suerte, Teófilo se arrepintió; su corazón fue rescatado por la Virgen María.
‒ Son una y la misma cosa la virtud y el amor verdadero.
Mientras el sol se iba quebrando en su poniente, sereno y dócil, Bermejo acariciaba las serpientes de su pentáculo buscando la borrosa frontera entre realidad y fantasía.
Continuará…
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José Biedma López
[Confinado en Asperilla, Cerros de Úbeda, Santo Reino, en el día de santa Breaga, Virgen y discípula de san Patricio, y de san Juan Grande, religioso en Jerez de la Frontera]
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