El barón Bermejo
2. En la Floresta Triste
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Resumen del primer capítulo de El Caballero Bermejo.
La llamada de socorro de Lynette, amiga de su señora Misolinda y dama de sus pensamientos, puso en ruta a nuestro campeón. Tras atravesar el Páramo Granate y las Lagunas Altas, en las Cabañas del Godo un hada en forma de camarera tatuada le proporcionó tres amuletos, y una cartomántica le predijo el futuro. Inútil fue que tres esbirros de Salmanto el Quejumbroso intentasen amedrentarlo robándole el coche y zurrándole la badana. Tras dar milagrosamente con Isabela, una jaca vieja, y cabalgar hasta el Carril Ancho, Bermejo tuvo que enfrentarse con el Paladín Soberbio, hermanastro del Quejumbroso, presunto acosador de Lynette. El duelo puso a prueba la valentía de Bermejo y en el momento decisivo uno de los regalos de la moza de pelo añil le salvó el pellejo a nuestro héroe.
Parte segunda
Dejamos al barón rebanando la cabeza del Soberbio. En un bolsillo de la guayabera del vencido había encontrado un comunicador en buen estado. No por eso se le subieron los humos a la propia testa. Se sabía mortal y vulnerable, pero atesoraba en un bolsillo el último amuleto del hada. Preveía que Pitufo de Gaula y sus secuaces vigilarían la Torre donde Lynette, como Penélope, de Bermejo su salvación esperaba. Antes de dirigirse a la Floresta Triste convendría contar con la ayuda de sus colegas principales. Sí, estaban online. ¡Había cobertura!
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Pesadas cortinas de terciopelo insonorizan la estancia. La luz entra desde la galería del patio con columnas dóricas. Dos señoras maduras conversan mientras miran distraídamente un monitor HD.
- No sé qué le han visto a ese Gracián de Vasaltar, ¿a ti te pone?
- Le cantó la serenata a la Princesa de Murrios y esa le soltó un pañuelo bordado con su emblema, el uróboros, la serpiente que se muerde la cola, ¡qué mal gusto!, y Vasaltar se ha colgado la bicha del cuello como un talismán.
- La de Murrios, comecolas, se las descuelga con cualquiera.
- ¿Las enaguas?
- Si las lleva… Me han dicho que no puede evitar importantes pérdidas de orina cuando se ríe a carcajada limpia. Muñeca de cabeza hueca, tetas operadas y cara de pato.
- No creas, parece una cosa primaria, deslenguada, hermosa; y es otra, una estrecha. Le tiré los tejos una vez…
- ¿Y?
- Y nada, querida. Me consolé pensando que las jovencitas amargan.
Lynette miró a Misolinda con una sonrisa pícara. Convivían cómplices.
- Puesta a seducir a una jovencita, prefiero una petarda a una cursi, ya sabes, mejor complicada, tatuada, agujereada, agresiva, conflictiva, artista, como la que mandé a la Aldea del Godo.
- Lo mismo te crea un problema de conciencia cuando le des pasaporte.
- Le doy una misión, responsabilidad. Se crece, se desintoxica, luego la coloco. De gerente en las cabañas agro-turísticas del Godo. O de conserje en una Delegación de la Consejería de la Felicidad, algo así…
- ¿Y si persiste en quererte? Lo peor es que las jovencitas se rallan.
- Mal rollo. Sí, o egoístas y crueles, o románticas y generosas, sin solución de continuidad y sin visión de conjunto.
- Por eso prefiero a los donceles, más nobles, más simples.
- Como el mecanismo de un chupete.
- Pero se corren enseguida.
- ¡Una no lo puede tener todo! – Misolinda sonríe con afectado gesto de resignación.
- ¡Todo de todos! ¡ Y ahora! Soy de entraña ansiosa.
- ‘Furor uteri’, le llamaban los clásicos… Yo, ni eso. Aquí me tienes, inapetente. He dejado los embutidos y me conformo con un poquito de marisco, por la línea, ¿sabes? –Misolinda confirmó con un guiño travieso.
- Me siento como si fuera la prescripción de tu dieta –dijo al fin.
- Y mi mejor amiga. Luego te lo demuestro.
En aquel momento entrevistaban en Corazón de Estío, glamuroso programa de Telemunda, a Guevar de Treceño, caballero de la Orden Teutónica. Los rizos le caían al efebo muy lindos por encima de un ojo azul celeste, el otro lo tenía de un verde aceitoso, como algunos perros polares.
- ¿Y éste? Es galán.
- Ni fu ni fa –respondió Lynette.
Comenzaba el Noticiario de las tres. La crónica de los eventos se recortaba para encajar en el ritmo de una melodía.
- ¿Por qué apagas el Noticiario? –preguntó Misolinda-. ¡Habla de mí! De mi desaparición, de mi presunto secuestro…
- Podemos dejar por un momento tu vanidad y hablar de algo más importante.
- Si hay algo más importante que mi vanidad señálamelo y le pegaré un tiro-. Hubo un silencio salpicado por el canto de una graja.
- Hablemos de lo que realmente importa, hablemos de sexo a intervalos.
- ¿Leyó Bermejo la nota que te mandé a ti en la página seiscientos setenta y seis del libro de San Bernardo?
- Sí.
- Y creyó que iba dirigida a él.
- Como narciso colocado, le gusta mirarse en cualquier espejo.
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A todo esto, Bermejo había quedado con Radón el del Penacho en la Puerta Invisible, una de las siete que marcan el perímetro de la Floresta Triste, gran parque acotado. En la Puerta Invisible se anunciaban visibles los precios de los consumibles de la Reina del Pollo Frito y del Zángano de la Hamburguesa. Los caballeros se vieron, se abrazaron, y a Bermejo se le nublaron los ojos de lágrimas.
- ¿No dices nada? –le preguntó Radón.
- Como Percebal el Galés, uno cree que la mejor palabra es la que se calla o guarda.
- Como Percebal el Desdichado, uno cree que fue cobarde no preguntar lo justo.
- ¡O no cantarle las cuarenta al injusto!
- Con diez mots bien escogidas bástete.
- ¡Cuatro gónadas hermanas “sur la table ronde”!
- Recibí tu guasap encriptado. Y aquí estamos. Todos para uno…
En el Parador de la Floresta Triste, Bermejo y Radón, augur titulado, se reunieron con sus viejos camaradas: Alex el Morado, ballestero certero y Tordés el Recto, micólogo y envenenador.
En la sala de juegos ensayaban estrategias y lidiaban peones con un ajedrez a cuatro. Alex perdió un alfil, distraído con una pelirroja que fumaba con gozo extremo en una timba de póker, como si el puro habano que enarbolaba fuese el último deseo antes de subir al patíbulo.
- ¿Y Adonais el Melancólico?
- Una gonorrea lo tiene desarmado en lecho plumoso.
- Ni enfermo disminuye su lujuria –añadió el Recto.
- ¿Y Godofredo el Melifluo?
- Enjuga los callos de sus pies artríticos de sexagenario en las pandas aguas del Mar Patero.
- Fredy no está para muchos trotes.
- Mañana partimos. Denos el cielo ventura, si la tierra nos da campo, que no faltará valor y hazaña para nuestro abrazo. Partimos mañana.
- ¡Mañana! –soltaron al unísono.
La pelirroja ganó la mano. Antes de recoger las ganancias dio una profunda calada al “puto tabaco” (no hacía ni seis semanas, que Alex el Morado lo había dejado).
Dentro del Parque de la Floresta Triste estaban prohibidos los vehículos a motor. Así que Radón, el Morado, Tordés y Bermejo montaron cada uno su caballo. Un par de palafreneros les ayudaron en la monta. Isabela relinchó gustosa. Cabalgaban ligeros de armadura, pero armados. Y así, distraídos con el rumor de sabandijas y el correr y revuelo de criaturas que les huían aterradas, llegaron a la Fuente de la Vida, centro neurálgico de la Floresta Triste, a muchas leguas todavía del Cerro de la Horca.
La Fuente de la vida era un enorme cántaro de color rosa, tumbado de modo que por su boca chorreaba una corriente continua de agua sin lejía ni nitritos, casi transparente, aunque no tanto. En el interior de la Fuente de la Vida habitaba un enorme búho orejudo al que Bermejo, aprovechando la ocasión y conociendo las inquietudes hermenéuticas de Radón, preguntó por la causa del mal.
- Si te refieres al mal moral –explicó el Búho- la causa próxima es la necesidad inexorable de nutrir y exaltar nuestra vida a expensas de otras, altas o bajas, vegetales o animales.
- ¿Y cuál es su génesis? –insistió el del Penacho amarillo.
Todo empezó por un tumor, por una célula hiperactiva que no quiso subordinarse al orden de la planta, con ello abrió sin duda maravillosas perspectivas de progreso, pero también ordenó al primer protoplasma animal la ley cruel de sacrificar el vegetal. Por tanto, el mal resulta consecuencia ineluctable de la Evolución, pues a la inmolación de la planta por el animal siguió la del animal por el animal, a ésta la del animal por el hombre y luego, gracias al progresista invento de la guerra, la del hombre por el hombre.
- Te olvidas de los hongos –dijo Tordés.
- Tampoco ellos juegan limpio –añadió el Búho, y mostró una garra infectada por cándida.
Nuestros caballeros quedaron un tanto apesadumbrados. Tordés el envenenador comentó: “Os lo dije, no se realizan increíbles hazañas sin cometer inauditas crueldades”. Bermejo asintió, pensando para sí que por algo le llamaban al parque “Floresta Triste”. Bajaron en fila india por una vereda hasta la ribera del gran río. Al atardecer, nubes de mosquitos les molestaban al paso. Cayó la noche, comieron cecina mojada con ron añejo y acamparon. Poco durmieron.
La mañana renovó sus afanes. A la cabeza Bermejo, barba y ojos negros, airoso talle, anchas espaldas, hombros robustos y rostro hermosísimo, en sus ademanes un no sé qué imperativo que infundía obediencia. Marchaban contracorriente con la canción del río a la izquierda, cuando la trocha serpenteando abandonó el soto hacia el interior del bosque. Y al poco, oyen voces. Enseguida ven a entonada dueña que marcha en las ancas de una mula que guía guapo lacayo. Su vestido de aúreos bordados deslumbraba. Sus ojos, los de Circe, dos esmeraldas ardiendo en llamas.
Tras los saludos. Bermejo pregunta a la dueña: “Perdonad mi atrevimiento si os pregunto, hermosa señora: ¿quiénes sois, de dónde venís?”. “Vengo del Claro de la Adivinación”, señores. Mi madre me puso Beverly, desde el mismo momento en que fue inseminada en el Centro de Control Demográfico del Cerro del Castor, pero mis amigos me llaman Daisy Ojo del Día, aludiendo a mi ejercicio como Inspectora jefa del sistema educativo de nuestra Cibernación. Tengo por costumbre, antes de iniciar la programación de un curso, consultar con Haltamisa la Curandera, registrada vidente.
- A mí me tienen por augur plausible y contrario –soltó Radón inclinando su penacho hacia el hocico de la mula.
- ¿Por qué contrario? –preguntó doña Daisy, con la ternura que pondría una madre para hacer crecer la autoestima de una hija.
- Porque con una probabilidad altísima sucede casi siempre lo contrario de lo que predigo.
- ¡Es imposible equivocarse tanto por casualidad! –añadió el Morado poniéndose casi tal en apoyo de su amigo.
- Y, señora, si no es indiscreción inaceptable por mi parte, ¿qué preguntas hacéis vos a la célebre hechicera Haltamisa para organizar la política de vuestro ministerio?
- Me pilláis comunicativa tras mi breve retiro. Os lo diré. En realidad Haltamisa es también como sabréis una bruja eminente conocedora de las virtudes de casi todas las hierbas y setas. Ella misma prepara artesanalmente un ungüento que se ha negado a comercializar elaborado con más de cincuenta condimentos, aunque los principales son flores de beleño, semillas de estramonio y de albarraz, la hierba piojera, y tal vez algo de raíz de belladona. Pero lo fundamental no es el qué sino el cómo, el cuánto. Ya sabéis que todo lo que no mata engorda. La cuestión es la dosis, la dosis de emotividad que somos capaces de incluir en cualquier aprendizaje significativo, por ejemplo, y las proporciones de los elementos en el “filtro de amor” –así le llama Haltamisa, a veces, a su bálsamo-. Una vez cubierto todo el cuerpo, incluso las partes más íntimas con su mejunje, por delante y por detrás, se producen las revelaciones en forma de visiones alucinantes de una intensidad y resolución superior. De hecho, tras untarnos mutuamente con la droga, hemos viajado juntas a la antigua Academia platónica, allí hemos saludado a Axiotea. Nos confesó que no estaba obligada a llevar ropa de hombre, sino que lo hacía por comodidad. Y que la Academia era de pago para todo el mundo. Luego nos dimos una vuelta por la escuela de Ficino, en la Firenze del Renacimiento, para preguntar por el esplendor del bien al que los neoplatónicos llaman Amor. Lo pillamos un tanto confundido por el Corpus hermeticum. El segundo día nos transformamos en hormigas para charlar con otras hormigas, frotando nuestras antenas, fro, fro, fro, bla, bla, bla, ¿cómo te sientes? ¡Oh, siento esto, siento lo otro! Sentimos como imperativo categórico la coordinación total de la colmena. He extraído importantes conclusiones de cara a su implementación pedagógica…, pero no les aburriré, caballeros, con más detalles.
Dicho esto, la inspectora Beverly hizo un gesto a su lacayo, que tiró de la brida de la bestia, y los tres siguieron su camino. Sin volver su sereno rostro, Daisy Ojo del Día levantó la mano girando graciosamente sus siete dedos a modo de despedida.
Al fondo bramaba el cielo con tormenta.
(Continuará)
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José Biedma López para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne.
La Asperilla, agosto 2019.