El Barón Bermejo [Jornada XVIII: Haltamisa]
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Cabalgaron durante todo el día y llegaron a las ruinas del templo de Anteo, tabernáculo que el gigante quiso erigir a su madre Gaia con los restos óseos de las criaturas que sacrificaba, hasta que fue estrangulado por Hércules. Apenas quedaba íntegro un altar hecho de costillas, fémures, cráneos, huesecillos…, como manifiesto de piedad y amor desesperado. Alrededor del ara, dispersos sobre tierra seca y estéril, los trebejos, maniquíes y chirimbolos de Yves Tanguy.
- No existe fragua en que forjar espadas para luchar contra el Tiempo. –Sentenció Tordés sobre la inmensa lápida del sepulcro del gigante, al cual, cuando vivo, cualquier brinco le costaba un mareo o un desvanecimiento, pero al que Platón atribuye la invención de algunas llaves ingeniosas de lucha libre.
- Ni hay vínculo comparable al que une a una hija con su madre. Ese apego.
- “Madre e hija caben en una camisa, suegra y nuera no caben en una era”, es lo que le oí decir a mi nodriza, a lo que solía añadir que “lo que con la teta se mama en la mortaja se derrama”.
Bermejo asintió, recordando los endecasílabos de su amiga Lourdes Rensoli, teósofa cubana y desaparecida hermana gemela de Haltamisa, y no contento con recordarlos los parafraseó: “Recobra el alma alto vuelo y arcano / por la inefable luz que en el abismo / confunde con remoto lo cercano”.
A tiro de ballesta del sepulcro, un escuadrón de reducidos cavaba y trasegaba piedra y polvo, desenterrando cimientos y enseres de una ciudad milenaria: Hurra, bajo la dirección de tres arqueólogas. Informaron a los caballeros de que gracias a un libro de viajes confeccionado con algodón, seda y papel italiano, se supo de la ubicación exacta de Hurra, porque ese arcaico formato-libro había resistido el apagón y delete global que trajo la Pandemia Sínica allá por el siglo XXI. Hurra pertenecía a una civilización desconocida, prediluviana, una civilización de domadores de caballos.
Urgidos por su empresa, las caballerías trotaron camino del Hospital de la Maga bajo un sol de justicia primero y luego amparados por las sombras de una hermosa alameda en la que incontables pericos de variados colores volaban ruidosamente de un lado a otro. Dos enormes serpientes de metal coronaban la imponente cancela del Dispensario de Haltamisa. La reja de hierro forjado incluía figuras de reptiles y de plantas oficinales. Tordés reconoció la salamandra, la Naja naja de anteojos, la urna de la arañuela (Nigella damascena) y la vaina seminal del chocho del diablo. Una voz de mezzo y el reflejo pupilar de Bermejo en un automatismo les cedieron paso. Descuidaron las bestias en los amplios y bien cuidados hortales, prados y jardines que rodeaban un grupo de edificios de dos plantas con bellos balcones, pórticos y galerías, al que entraron por una archivolta marmórea con dragoncillos de alabastro defendiendo sus sobresalientes impostas.
Haltamisa regía el complejo como optimate alfa asignada por Centrópolis, trigueña de ojos grandes y claros, bemba y temba, con caderas anchas y pechos grandes, altos, firmes (impropios de optimizada), las cejas bien peladas, altas, puestas en arco. Vestía telas séricas tan sutiles que clareaban y manifestaban curvas musculosas y ángulos carnales, que holgadas se ceñían o volaban con aguaje y caché al menor movimiento, sin ajustador ni blúmer. El velo negro de tela bombycina, de seda natural joyante, caía desde el capirote, pero no impedía del todo la emocionante visión de sus cabellos rizados y de sus vellos negrísimos, que ascendían boscosos desde la humedad del valle hasta el cráter del ombligo en triángulo equilátero perfecto, volviendo imperceptible el vértice afilado del aguijón. Calzaba tacos sin tacón.
Señora Haltamisa era ya leyenda viva, retirada de la vida política, delegada al Parque tras haber participado en tres revoluciones incruentas, hasta que se volvieron cruentas y escapó como disidente de todas ellas. Ordeñó cometas fumándose su estela luminosa y así se transmutó en animal, en dalia, en piedra, en hada y en forma caprichosa, hasta conseguir la pericia de remediar en muchos casos la cruel obra del Hado. Por eso los caballeros confiaban en su caldero, corazón y consejo. Médico, cirujana, asesora como Santa Hilda de reinas reproductoras, de príncipes becarios, de caballeros andantes, de magistradas optimates o de drones productivos. No a todo el mundo podía o quería conceder audiencia la hechicera. Bermejo la tenía otorgada desde antes de asumir la apuesta y la empresa del rescate de Lynette. Haltamisa le debía una: un turbio trabajillo del que –el lector nos excusará- no haremos en este momento mención…, sólo diré que tiene que ver con el hecho de que Haltamisa se tiene prohibidas las carnes rojas y es adicta a la gaseosa.
Todos se arrodillaron ante la señora. Después del besamanos, finezas y cortesías, llegó el momento de los parabienes: Tordés el envenenador le entregó una reliquia de la garra del Basilisco; Radón, un contador de gas noble radiactivo; Álex, una pluma de la cola del Pájaro de fuego, no más que una llamarada iridescente para la que hubo que buscar enseguida una jaula dorada. Bermejo le regaló un camafeo sardónico que contenía los cabellos de Lynette y un pañuelo de algodón egipcio con sus iniciales que envolvía una margarita seca. Bermejo se tragó la margarita y los cabellos para contar a la ilustre maga el fin de su empresa. Haltamisa fingió que lo desconocía y simuló que le importaba el destino de Lynette. Después, adivinando su dependencia, le regaló a Álex el Morado un cigarro puro de Vuelta Abajo que le haría feliz un rato largo, de hoja enteriza, liado a mano.
“¡Vamos al bilongo!”, dijo Haltamisa, mientras les conducía fuera del jol por un jardín encantado hasta el coqueto mausoleo de un caballero, un titi asaltado y muerto hacía poco en misteriosas circunstancias cuando cumplía voto de peregrinación al sepulcro de Anteo. Haltamisa y el caballero expoliado y asesinado se habían jurado amor. “¡Ay! –exclamó-, los dioses desde lo alto se ríen de los juramentos de los amantes. Zeus ordena a Eolo que los sacuda por el mundo apagando millones de cirios consagrados al Amor perfecto”. A esto apretó un swich y un holograma se elevó desde la tumba con la figura de un gallardo doncel que sostenía en una de sus manos un libro, en la otra una rosa. “Ese libro lo escribió para mí –anunció Haltamisa- como testimonio de honor y de amor, con la intención de que yo lo tradujera a todas las lenguas, incluso la hurrita, y lo colgara en Red, con el título de Esmeraldino Hortal de Caballería. Por desgracia, el mecanoescrito se ha perdido…, ¡quiero decir que lo han robado!, igual que su pinga de dron, de equilibrado diseño. Corre la bola de que pudo ser un secuaz de Salmanto el Quejumbroso, la misma fiera que secuestró a tu Lynette –miró Haltamisa a Bermejo-, tal vez intervino Arcalós, o Pitufo de Gaula, adalides como sabéis de la Senda Oscura. Sólo conozco que el libro hablaba de paz y perdón entre vencedores y vencidos, de la savia que nutre a los dioses de todas las religiones: temor, esperanza y olvido. Contenía voces de trovadores errantes, divisas interpretadas de hidalgos antiguos, emblemas morales, fórmulas químicas, croquis de amenos lugares con genio, sátiro o ninfa, y mapas de ensueños, pesadillas y laberintos.
A los trabajadores del complejo llamaba Haltamisa mirmidones por su parecido con las hormigas, su condición de hexápodos y en homérica alusión. Obviamente, no eran feroces guerreros como los de la panda de Aquiles, aunque algunos estaban programados para garantizar la seguridad con cabezotas y mandíbulas enormes. Pues bien, en el almuerzo, servido diligentemente por mirmidones y acompañada por sus jefas de sección y drones productivos, Haltamisa ofreció a los caballeros y el escudero Armenio un extenso repertorio de cocina criolla: Arroz congrí, langosta de agua dulce, suculento cocido ajiaco, tamales, chatinos, yuca con mojo y lechón asado. No faltaron tragos de mojitos y cancháncharas para mojarlo todo; y a los postres, con pastelitos de guayaba y mariquitas, café a presión y un soberbio y añejo ron paticruzao. Fue entonces cuando la maga les dijo que puesto que no pasaban ni por pencos ni por verracos ni por patos, a cambio de los recursos y armas que pondría a su disposición, exigía la restitución del libro (la rosa ya se habría mustiado) y deseaba el castigo ejemplar -y a ser posible cruel- para los sanguinarios maleantes que le habían robado el libro y habían mutilado y asesinado a su amante, poniendo fin a sus deleites con el titi, su añorada prenda, cariñoso y tierno perillero, escritor sagaz, chévere consorte y campeón cabal. A ella misma le gustaría darles la pelona a los criminales en justificable venganza. ¡Que si les parecía bien el cambalache!
- ¿Cómo se llamaba tu socio y caballero, señora mía?
- Eso os lo diré más adelante y en secreto, Bermejo. Ahora descenderemos a los sótanos y os dotaré de armas apropiadas a la vez que os regalaré buenos consejos.
Un montacargas les condujo hasta un ínfero defendido por soldados mirmidones. De aquel cofre sacó Haltamisa una Amonita negra de Santa Hilda que entregó a Álex el ballestero con estas palabras:
- Regálote esta shilá milenaria / que ni venderse ni comprarse puede / sin que pierda su gracia legendaria / Para tocarla limpiarás cuerpo y alma / con higiene de estropajo rutinaria.
Ya en prosa, contó que el fósil perteneció a Santa Hilda, abadesa de Whitby, hija de Hereric y de Breguswita, gran educadora y hermeneuta de las Escrituras, consejera de reyes y beatos en la Edad Oscura, protectora de Caedmon, pastor bardo. - Llegado el momento –dijo Haltamisa-, ella te ayudará, ballestero, a mantener tu puntería obrando con sabiduría, protegiendo a un artista en desamparo con angustia de género indeciso y precario.
Solicitó luego la maga la atención de Radón, el del penacho dorado: - Toma, padre Radón, este Escarabeo de esteatita vidriada, símbolo de resurrección, te será propicio en su momento. No es bagatela gastada ni amuleto de figurón.
A Tordés entregó la vidente un cucurucho con Pepitas de san Ignacio (Strichnos ignatii): - Porque amarga la verdad / si al alma su hiel toca / Ignatia amara te ayudará / a rebosarla por la boca.
Y por fin, Haltamisa cedió a Bermejo fecundo en ardides un Pentáculo o alhaja en la que lucían labradas dos serpientes, una clara y otra oscura, retorcidas entrambas. Y en la otra cara el lema: “Haz lo que quieras”.
“¡Ama y haz lo que quieras!”, recordó el barón el mandamiento del obispo de Tagaste. ¿Qué significarían las dos serpientes?, se preguntaba. Adivinando su pensamiento, Haltamisa dijo: - Realidad y Fantasía han de armonizar entre sí como esas dos serpientes que se abrazan. Del hecho de que estos dos herpetos se avengan en vos como buenos hermanos dependerá que podáis amar sin delito ni plazo, y en la intención de ese amor inteligente, hecho de insatisfecho y siempre anhelante deseo y de memoria e imaginación, justificaréis cada uno de vuestros actos.
Cuando ascendieron del ínfero advertidos por la hermosa saludadora y dichosos con sus regalos, el cielo había velado y arropado ya el campo con el manto de la noche.
Continuará…
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José Biedma López
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