El Barón Bermejo [Episodio LXIV. Murmullos confusos]
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La aprensión de Radón el Sefardita dio que pensar al barón, que no disfrutó de la carne de la oca asaetada por Álex. Recordó a aquellos rubios caballeros longobardos muy supersticiosos que adoraban víboras, porque reventaban ocas sin ton ni son. Casta cerrada, endogámica, que defendía en la raza y con la espada su inferioridad numérica en un país conquistado a hierro y fuego. Lo mismo que hicieron godos y árabes en Hispania para reducir a condición servil a los autóctonos, productores civilizados. En tiempos de entonces gentes así, forzudos abusadores, resultaban fáciles de engatusar con lisonjas y embelecos con que su misma petulancia acomplejada les traicionaba. Tal se cuenta de Adaloaldo, hijo de Teodolinda, quien reinando fue hechizado por un mago bizantino que lo indujo a matar a doce ministros, aunque el decimotercero se lo cargó a él para elevar al trono italiano al duque de Turín: Ariodaldo, casado con la devota Gundiperga. Corría el año 625 de la Era Binaria y Gundiperga acabó casada con el bruto analfabeto Rotario, que la repudió por remilgada y la sustituyó por un batallón de concubinas.
A todo esto, Radón miraba en un comunicador las noticias personalizadas en el Canal Nuevas Caballerosas…
– ¿De dónde lo has afanado? –preguntó Bermejo señalando el celular.
‒ Lo he mangado en la pensión… En cuanto nos acerquemos a la siniestra torre de Salmanto dejará de funcionar… -Radón volvió a mirar el artefacto- ¿Te lo crees Bermejo? Dicen que dentro del Naturismo han restaurado el cristianismo difisita o nestoriano, resucitando al Preste Juan para ponerlo a su cabeza.
– ¡Pinta de fake! –desconfió el barón.
– ¡No creo! Mirlona del Guarrizas es cronista veraz… Aunque seria, no; decorosa, tampoco.
– ¿Y donde han colocado a la momia?
– En el centro del Parque Asiático, donde Zeus encadenó a Prometeo y más allá del
Cáucaso.
– De Oriente a Occidente y otra vez Oriente. -Hizo Bermejo con su mano diestra el Shuni mudra, signo de la paciencia o de la ciencia de la paz. Y contestó-: Ya Otón de Frisinga en el siglo duodécimo de aquella era binaria, mucho antes que Hegel el Logomáquico, observó que el escenario de la tragedia histórica, que interpretaba como emancipación y redención, viaja en el espíritu de distintos pueblos, de Oriente a Occidente. Primero los sumerios, luego los pueblos del creciente fértil: Egipto, Jonia; después Atenas, Roma, Toledo, París… Hace unos siglos el Espíritu saltó el Atlántico persiguiendo quimeras; lució y resplandeció en Norteamérica; luego buscó el impulso alado de los Cuatro dragones más allá del Pacífico y recaló en China… Otón, que predijo este itinerario de la civilización, conoció al Preste Juan o por lo menos supo de él por quiénes conocieron al nestoriano.
– Juan o El Presbítero Khan…, ¡ah!, según algunos historiadores el tal Juan fue un khan mongol que adoptó el cristianismo –lució Radón su erudición.
– Otros le confundieron con el Negus Negusti, rey de reyes etíope.
– Fue Temugin quien acabó con aquel reino cristiano, ¡un reino cristiano rodeado de paganos en el centro de Asia! ¡Qué tiempos binarios! –exclamó el Augur.
– Contaba Valera que setenta y dos reyes rendían homenaje, fuero, obediencia y tributo al Preste Juan… heredero de la iglesia de Tomás y descendiente de Gaspar, el rey mago que sólo regala ilusiones. Nada de cosas, alegra y premia con ilusiones.
– ¡La Santa nos las conserve!… Las ilusiones, digo, pues tonifican la voluntad y activan los ánimos. En la actualidad (te informo Bermejo) el reconstruido Preste Juan posee en su palacio del Parque asiático una sala repleta de monitores con los que controla sus provincias… Y cambiando de tema –siguió el Augur-, concederás que Álex se ha pasado tres pueblos matando a la oca… La oca es un jalón de paso, un mojón facilitante.
‒ ¡No se lo tengas en cuenta! Ten en consideración que el Ballestero liberó a Natacha la Sobrera de una torre del viento donde había sido encantada, quiero decir idiotizada y drogada por Arcalós, caballero mendaz y patrañero. Álex es certero en flechazos, pero como excelente quimera, súbito e imprevisible.
‒ No hay motivo para despreciar lo que nos cuenta el vuelo de los pájaros si uno sabe mirar la dirección y condición de su evolución y canto… Ya Galeno elogió la Ionoscópica de Artemidoro sobre la adivinación por las aves, Artemidoro de Daldis, hijo de Focas, el mismo efesio que anticipó a Freud distinguiendo entre sueños verdaderos, oráculos, visiones, fantasías y apariciones. Diferenció en los sueños premonitorios los teoremáticos o de cumplimiento inmediato y los alegóricos o de largo plazo. Hizo otras muchas distinciones significativas y puso el acento en el simbolismo onírico, ¡en el siglo II de la Era Binaria, mucho antes del advenimiento del Psicoanálisis con su morbo de callejuela y achaque de cabaret de arrabal!…
Estas últimas palabras de Radón no las oyó Bermejo, pues su cebra emprendió un trotecillo alegre. Nosotros sí las oímos, gracias al comunicador que servía de espía, como todos los dispositivos móviles. Y un fisgón anónimo anotó en la Red que ninguna criatura es kardiognóstes, es decir que ninguna conoce los corazones y es capaz de predecir con certeza qué ha de elegir o cual es la intención de una mente cualquiera, salvo quizá un ángel.
Mas los ángeles vacaban cuando se cerró sobre nuestros peregrinos el cielo, en una fronda de quejigos cuyos anchos troncos eran abrazados hasta el estrangulamiento por serpientes gruesas de hiedra enredadera. Se oían murmullos confusos, roces y pasos en las sombras clandestinas de matorrales próximos. El camino se hacía obscuro y cuesta arriba; las cebras mansas y el borrico cargado con Ausonia y Artemio, renuentes al paso ligero. Parecían pisar huevos, bestias más patosas que el albatros de Baudelaire y con más puntos suspensivos que silencios de Villaespesa. Se espesaba en lobregueces la floresta y el ánimo de los peregrinos cambiaba porque cada alma expresa el estado del mundo exterior durante el tiempo que le afecta y según la relación de los otros cuerpos con el suyo, cuerpo que tiene el espíritu por propia pertenencia, sin estar del todo adherido a su esencia material y hasta queriéndose desligar de él con el ansia angustiada de Plotino. Porque cuando el ánimo se aterra, se distrae y, si se duele, busca distraerse, pero nunca consigue sustraerse del todo del temor del cuerpo doliente que le aprieta y asfixia como la hiedra contumaz al quejigo.
– A ninguna cosa se llega sólo a fuerza de voluntad, hacen falta además brazos, piernas, miradas, trabajos, atenciones concentradas… –susurró Tor, que padecía de sobrepeso y por eso respiraba a veces con dificultad y transpiraba anormal.
– ¡Y noches de espantos! –confirmó Bermejo.
Allí y entonces o hic et nunc, parecía caer la noche donde un sol pelgar no era capaz de abrirse paso. Iban los caballeros más atentos que mochuelos hasta vislumbrar al fondo del carril dos puntos de luz como ojos fosforitos de grillo gigante. Del mismo lugar venían trinos de pájaro lastimero, parecidos a los del Cuarteto para el final de los tiempos de Oliverio.
En ese momento recordó el barón a Lynette, como quien vislumbra a una intrusa, oyendo «Il retorno d’Ulisse in patria» mientras él pergeñaba su boleto ‘d’amore profano’: “En vos siempre persistirá algo irreductible a mi deseo y a la posesión. Eso da interés a cualquier relación, hace la seducción interminable. No hay entrega amorosa que satisfaga lo que espera el amor apasionado…”.
Hay recuerdos que nos asaltan como inoportunos fisgones sin venir a cuento, sin saber por qué se entrometen en presencias los ausentes, igual que en nuestro lenguaje las ideas preconcebidas. De pronto el Yo ejecutivo huelga como en algunos enfermos de TDH. Uno no domina su atención, incapaz de concentrarla. Todo lo que percibe es un confuso murmullo como el que oyen quienes se aproximan a la orilla del mar.
En ese momento y por su corazón Tordés, unum per se, conmemoró a Larisa, su Lara, compañerita del alma, y recordó a Julia suplicándole el tránsito… Deslumbrado por aquellas luces y los lúgubres cánticos, bajó de la cebra, reaccionó eufórico y se puso a cantar por tientos…
Los cristales de mi casa
los empaño con mi aliento
y luego yo escribo en ellos
y te borro con mis besos.
Radón, que le seguía, descabalgó también, se echó al suelo y, como inspirado por la canción de Tordés o queriendo contestar al pajarraco de ojos de grillo fosforescentes, entonaba:
¿Qué pájaro será aquel
que canta en la verde oliva?
Anda y dile que se calle
que su canto me lastima.
– ¡Canto de mal gusto! -exclamó el Ballestero, ya tieso, soberbio y tensando su ballesta-, lo único que hay de embriagador en el mal gusto es el placer aristocrático de disgustar.
– Esa es flor de mal -respondió Bermejo.
Un mirlo de colorido aberrante y sombra de ojos blanca saltó despavorido de una zarza próxima a dos aparentes grutas gemelas (que luego se acreditarán túneles misteriosos). Y voló el pájaro negro con charla aguda dejándoles atónitos.
Descabalgados, marcharon desconfiados hasta que los ojos de grillo se volvieron enormes oquedades tal que bostezos de monte tenebroso. Musgo luminiscente cubría sus internos muros pedregosos como sembrado a propósito. Dos túneles sin puertas, canales sin señal. Uno de ellos conducía sin duda a la funesta torre donde Salmanto el Quejumbroso tenía secuestrada a Lynette, dama de las más elevadas introspecciones del barón Bermejo, señora optimata que jamás usaba esponja en sus cuidados personales e íntimos aseos. El otro túnel los perdería, era seguro, se precipitaría en una sima, un muro lo bloquearía o les conduciría a una intrincada red de galerías subterráneas como mina peligrosa y abandonada. Mas ¿cuál de los dos caminos sería el correcto? ¿Qué galería preferir? Derecha o izquierda, izquierda o derecha. ¿Cómo saber cuál sería el pasadizo para un final feliz?
Se consultaron, hablaron, preguntaron, especularon, se contradijeron…, pero no decidían, no resolvían. Bermejo no quería imponer fallos ni causar imprevistos. Temía equivocarse, ¿es eso pecado? Hizo dejación de autoridad y allí quedaron suspendidos durante preciosas horas, que parecían siglos, mientras las bestias ramoneaban por los alrededores y se oían inquietantes y confusos murmullos en la maleza.
Continuará…
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José Biedma López