El Barón Bermejo [Jornada LVII. Puente y corriente]
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Por todas partes era aquella península escabrosa, infértil, desagradable a la vista, difícil para los pies y espinosa. Siguieron los caballeros y sus escuderos por una galería o túnel vegetal desbrozado por bestezuelas silvestres hasta llegar a una corriente de agua muy viva. La vadearon buscando un lugar donde el agua no rugiese entre rocas, donde se ensanchase y amansara, pero mejor hallaron al fin un puente sostenido por tirantas cruzadas de hierro y acero, pero cuyo suelo todo estaba compuesto de maderas corroídas por la humedad y minadas por xilófagos.
Callado permanecía el puente al principio, taimado y servicial para quien se atreviese a cruzarlo. Abrazaba con férrea voluntad en lazo alegre de paz las sinuosas y ásperas cortaduras de rocas quebradizas y accidentados perfiles; a la menor ráfaga de viento crujía su estructura con eco lastimero que presagiaba fúnebres peligros. ¿Soportaría el paso de nuestros caballeros y sus valientes compañas?
A Tordés el Recto se le pusieron de pajarita porque sufría de sobrepeso, hipertensión y prediabetes. En tiempos anteriores, había padecido hiperfetación racional y obesidad intelectual, mucho más fastidiosa ésta que la somática porque la también llamada exacerbatio cerebri iba acompañada de dispersión erudita. Recordaremos que Haltamisa, sanadora cubana y biomejoradora, hubo curado a Alvar Bellocín de un cáncer de congoja y a Gandalín Ermitaño de una insolencia muda. Le impuso en aquella funesta ocasión a Tordés unos ejercicios de estupidez esporádica consistentes en una ración de glamour populoso y cutrez afamada los viernes, gimnasia de deportivismo dopista o dopada los sábados y un rato de tertulianismo sofistero los domingos a última hora, hasta que la irritación dejara paso a la obnubilación o somnolencia mediática. Haltamisa completó su tratamiento con grajeas de escama de cinoso y piel de quilindro, especies estas de reciente diseño biotecnológico con fines terapéuticos. Tenían la importante virtud de hacer invisible la estupidez a quien la sufría transitoriamente, como sucede habitualmente a quien la padece entera y firme.
Cerca del puente y sobre su inestable solio, que se elevaba alto sobre el barranco brumoso labrado por las aguas bravas del río, muchos frutos esferoides y elipsoides se pudrían, parecidos a manzanas, a peras conferencia o a castañas grandotas. Puesto a temer, como si hubiese oído en lo hondo del bosque la flauta de Pan, Tordés temió que de aquel arbolito colgara la sierpe astuta del Primer Loco. Sospechó también que aquel podría ser el famoso “Puente de los Peros” que recorrieron Critilo y Andrenio, paso peligroso en el que las frutas valían por minas sembradas para que resbalasen en ellas los soberbios y cayesen a la corriente del olvido quienes pugnaban por acceder a la corte de Honoria, reina histórica de Estimación.
Su escudero Artemio tranquilizó al Recto:
“No recuerda, señor, que en el Puente de los Peros también caían Sinembargos como granizos gordos para desequilibrar a los pretenciosos, hacerles caer los títulos y afearles trajes y escapularios. ¡Estamos libres de esas tormentas!, PERO siempre hay que poner cuidado, no sólo en qué se pisa, sino en cómo se pisa, evitando a la par sinembargos y tropezones con adversativas y empujones de adversarios”.
Artemio (antes Armenio en Casa de Lohizo y bailarín experimentado) iría delante comprobando cada tabla, determinando aquellas seguras que habría de pisar luego su señor y el resto de los caballeros.
Radón, muy gentil, no quiso que Ausonia la marciana corriera el riesgo primero.
“¡Adelante, sigamos, mis fieles paladines! -animó Bermejo-. ¡Son los puentes símbolos de unión y muy contrarios a muros y banderías! Unen lo separado, atraviesan simas, adelantan marchas y empresas de presas. “¡De puente a puente, y sigo porque me lleva la corriente!”.
El puente exhibía a su mitad un gran arco a modo de peineta. Artemio, que marchaba adalid, comprobó que no se trataba de un arco, sino de una rueda erosionada por la humedad y el sol: TORA ROTA se leía aún en su círculo. Tallado en él podían verse las figuras desdibujadas de un mono, un lobo, un dragón, una esfinge y una espada.
“¡La Rueda de la Fortuna! –gritó Radón-. ¡No la toquéis! O rodaremos”.
Tarde lo dijo. Ausonia había rozado aquella máquina de motor oculto con una de sus anchas caderas y su ligero vestido quedó enganchado allí. Fue necesario un esfuerzo conjunto de Radón que la precedía y de Álex, que la consecutía, para que no se precipitase en el abismo. Si pudierais echar una mirada al afluente que corre por su cauce veríais con horror como el agua arrastra y descalabra por igual a príncipes y mendigos, nobles y burgueses, lacayos y jornaleros… “¡Si fui yo quien implementó la ley de equidad!”, se oía gritar a un optimate que se agarraba desesperadamente a un escurridizo peñón, antes de que el agua le empujase hacia abajo.
No hubo que lamentar contingencias peores o que a nuestros protagonistas afectasen.
Nada más cruzar el puente sorprendió a los peregrinos la presencia de una doncella cuya desnudez no resultaba obscena, porque no aparecía fuera de escena siendo que descansaba en un marco muy verde y porque sus largos cabellos cubrían sus pechos y una mata peluda, su sexo. Portaba en sus manos sendas jarras con las que vertía agua ora en la corriente, ora en la ribera, alternativamente. La coronaba una diadema con diez estrellitas que despedían luz propia.
Quiso Bermejo hablarle. Al preguntarle quién era la moza balbuceó y siguió con su jarrucheo como si nada. Quiso Radón tocarla, pero entonces se desvaneció. Fue Tordés quien interpretó la aparición –o proyección- como símbolo estelar de esperanza: “¿No son los sueños -como dijo el Preservado de Galduria- la primera materialización de la esperanza? Más cabe en la esperanza que en la imaginación”.
Cerca del lugar donde encontraron al hada laboriosa un pájaro negro levantó el vuelo. Creyó Tordés que se llevaba consigo tanto el dolor como su misterio.
Fatigados, arañados, molidos por las emociones vividas, acamparon en un claro. Artemio desempacó provisiones. Álex se había hecho en la Isla de las Maravillas con un buen abasto de tabaco y de medicamentos antiguos: ritalín, que mejora la atención; provigil, que aclara la memoria; prozac, que eleva el estado de ánimo; epo, que mejora el tono físico; y oxitocina, que intensifica la empatía grupal. También se había hecho un microblading de cejas con el que su rostro adquirió un aire juvenil y ciborgánico. De inmediato puso aquellos fármacos a disposición de sus compañeros.
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Esa misma noche, los implantes de los bronquios de Lynette para filtrar el aire de la megápolis inconvenían y no facilitaban el consumo de la atmósfera del parque. Debía inhalar a otro ritmo y la falta de costumbre hacía que su discurso se entrecortara o sincopara con un ligero swing de jazz arcaico… Sus mismos pensamientos parecían no responder a su voluntad, estirados en secuencias inconscias y angustiantes. Acababa de dejar a Salmanto en el comedor con la esclavina de armiño sobre su pecho de mimetismo batesiano, encendido por su acento y por el excelente vino que ambos habían trincado, y la óptima paseaba por las almenas de aquella torre en la que el Quejumbroso hacía llover oro sobre ella cual resucitada Danae: lujos de la buena vida optimate. No obsgtante, sin responsabilidades de producción, innovación, conservación, administración o gobierno, se sentía bastante inútil. Desde luego, ella misma había querido poner ese paréntesis a su vida participando en el juego del desafío a las facultades de Bermejo y sus compinches. Mas su interés por la empresa del barón había decaído después de aquellos meses de placer y disolución en un ocio estéril. Con acceso a las redes, en ellas colgaba palabradas en desierto virtual como ruines runas y castillos de palabras airosas en el aire. Las atenciones del Salmanto no la satisfacían, pensó en el presuntuoso y se carcajeó para sí sarcáustica.
Fue a ver a Misolinda que se entretenía pintando acuarelas cerca del balcón de su alcoba, mientras oía música religiosa del barroco italiano interpretada por una contralto ugandesa. Y por todo saludo le preguntó a su amiga cómo y por qué muere o languidece el amor. Misolinda retornó con cuidado dos pinceles en un búcaro de boca ancha y fina cerámica, dispuesto al lado de un par de libros encuadernados en piel repujada. La dueña estuvo un rato pensativa, cabizbaja, hasta que miró, sonrió a Lynette y le habló:
– ¿Qué por qué decae el afecto chipriota y ciego? El filósofo del siglo XXI Kitaro quiso dar respuesta a esa pregunta, pero las posibles soluciones se le multiplicaron. Su ensayo Bayas de enebro contiene mil doscientas veintiuna respuestas a esa dedálica cuestión, acompañadas por mil quinientos remedios posibles, inseguros, pues por desgracia para centenares de descorazonamientos no hay solución ni remedio. Una de las causas más triviales del desamor es el mal aliento; la infusión de baya desmenuzada en enebro bebida tras las comidas combate la halitosis, de ahí el título de la obra de Kitaro. Aún recuerdo la composición de su “tisana de la felicidad”: cinco gramos de ajo, cinco de cebolla, cinco de ajedrea y un gramo de menta en un litro de agua. Has de saber que la menta es cómplice de Afrodita. Contra la astenia sexual es muy recomendable la heraclea y el ginseng. La ingesta de raíces vegetales y el alforfón en general facilitan la erección… Ah, querida, me percato de que esos remedios no te interesan ahora…
– Me refiero a algo menos…, obsceno, más espiritual: al deseo de llevar a otro al placer y a la alegría. ¿Desamamos a unos por desear a otros o a otras? –siguió Lynette-. En este sentido creo recordar que el nenúfar era consumido por frailes y monjas para apaciguar lujuriosos ardores. Dicen que calma lo sueños eróticos. Voltaire llamaba “licor de los capones” al café, pensando que apaga los ardores libidinosos. ¡Iluso!, ¡no los míos, desde luego!… Recuerdo el penúltimo servicio que hice para JOLLAMA.ORG, en aquel party cada parte partía sin rumba fija, a su aire, para tener aparte con su mejor partenaire. Optimatas naturistas y sabihondas art-turistas habían pagado para culicimbrearse con drones de última generación de diseño prerrafaelista. Algunas se tomaban una vacación ya que permanecían el resto del año vírgenes profesas cuidando de larvas de optimates en el centro reproductor, ¡aquello sí que aludía y eludía lúdicamente!…
– Agua pasada no mueve molino, querida. ¿Qué cuenta Salmanto el Quejumbroso? Hace días que no lo veo.
– Está contento y amable. A pesar de su presunción, percibo en sus modales cierto desasosiego. Sigue los pasos del barón y de sus compañeros vía satélite. Ha reforzado la guardia de la torre. Está seguro de que no podrán completar la misión en tiempo y forma, que perecerán en el intento. ¡Y él dará la misma vida por conservarte!
– Vale.
Continuará…
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José Biedma López