Kerub de Fatalidad
[De los archivos de la Doctora Claudia Prócula]
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Abrazo de abejas carpinteras. Fin del invierno.
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Querida Claudia:
¿Cuántas veces ha visto usted que padres feos conciben hijos guapos?, ¿y no sabe de algún pobre tipo que no fumó en su vida y desarrolló prematuramente un cáncer de pulmón?, ¿un abstemio al que le falló el hígado?, ¿un honrado peatón que muere arrollado por un borracho?, ¿una buena madre engañada por su marido? ¿Y si el adúltero tampoco pudo evitar enamorarse de una extraña? ¿Elige el rayo al árbol que fulmina y derriba?
Todo cuanto acontece sucede por causas determinables. ¡Ok! No pretendo cuestionar el Principio de causalidad, aunque sé que anota detractores. Lo presupone toda ciencia: que nada sucede sin causa. Pero admitirá usted que la causalidad siempre aparece sazonada por un toque de gracia o de desgracia, de azar cum grano salis. Doña Casualidad canta y baila con doña Causalidad, como si fueran dos hermanas siamesas o la segunda fuese la faceta oculta de la primera. Ahí, ahí es donde tercia el departamento que tengo el honor de dirigir para todo el Sistema Solar.
Le escribo para revelarme como potencia intermediaria, como daimon (que así nos llamaron los helenos), pero también para desahogarme, porque jamás antes en la historia de la humanidad fuimos ninguneados como lo somos hoy, ¡quienes laboramos por la libertad! Sí, Claudia, en mi departamento trabajamos haciendo posible el libre albedrío, poniendo una de sus condiciones principales, pues resulta evidente: si todo fuese causalidad, no habría libertad posible. Nosotros somos el principal enemigo del Demonio de Laplace. Es el azar lo que permite al humano actuar con intencionalidad, tomar decisiones y, en fin, construirse con nombre propio de persona, algo que, se diga lo que se diga, nunca podrá hacer ningún otro animal. Es humana a la vez que angelical Fatalidad, nuestra y vuestra, hermana de Lo Imprevisible.
El humano es animal, desde luego, pero es un animal extraño, limítrofe, tanto que conserva congenialidad y parentesco, si quieres remoto, con nosotros, los del Departamento de Fatalidad. Verdad es que la locomoción humana está muy lastrada por la gravedad, dada su complexión material y el oscuro fundamento de su espíritu, de constitución muy distinta de la nuestra. Aunque haya aprendido a fabricar aeoronaves, los poderes del humano son limitados y dependientes de la tierra roja de que procede… Con más motivo, su capacidad para obrar fatalidades o maravillas está muy limitada por una física parcial; en general, es casi nula, pues sólo algunas minorías selectas, espíritus iluminados, conectan con el Espíritu que sopla donde quiere, o tienen sentidos para notar la cabalgata del querube planeando sobre las alas de los vientos, por decirlo poéticamente.
Como resta velado y fosco recuerdo de épocas mejores, como respiráis su nostalgia, diréis que la culpa la tuvo Lucifer, o Eva, o la quijada de Caín, o la Envidia, o el pobre Adán, al que Eva tuvo en el bote desde el principio sin necesidad de manzana, con mucha razón –no entro en detalles- Paracelso y Boehme describieron a Adán como andrógino. ¡Yo estuve allí, querida doctora!, de segurata del Jardín, para que me entienda. Pero la culpa, estimada Claudia, suele estar muy repartida y una parte de lo que llaman ustedes “culpa” escapa por completo a su control, es simple fatalidad, o sea, una decisión programada por la Sagrada Trinidad y ejecutada por el departamento que dirijo, un arbitraje del que tampoco nosotros, los querubes, somos responsables, pues responde a los designios del Inescrutable, lo que antaño se llamó “divina providencia” y hoy es conjeturado como “necesidad histórica”. Meras aproximaciones para nombrar lo que sólo se vislumbra relativamente como en espejo fragmentado.
Ya quisiera yo que El de los Cien Nombres consintiera en cambiar el mío y en lugar de llamarme Ángel de Fatalidad (o Kerubh de Fatalidad o Querube del Hado o, peor, ángel fatídico) me permitiera llevar el de Ángel de Caricias Imaginadas, por ejemplo, o Querubín de Deberes Cumplidos, o Daimon de Improvisación. Despachar caricias soñadas me sería mucho más satisfactorio, no lo dude, que programar destinos funestos. Moira kaké llamaron los griegos a lo que ustedes llaman mala suerte, o sea, lo que nosotros inspiramos y suponemos que fomentamos por el bien final, ya que no hay fatalidad que por bien no venga si un querubín la ejecuta, o eso suponemos, digo, porque los designios del Misericordioso son tan inescrutables para ustedes como para nosotros. Un trabajo oscuro, tan oscuro que nadie lo reconoce ya.
Que un obrero se cae del andamio, la culpa será del empresario que no contrató con una sociedad de prevención de riesgos, o del fabricante de arneses, o del gobierno, o del pobre albañil que se bebió medio litro de vino con el bocata. Que el nene sale sapo en vez de rana, la culpa de los padres, de los maestros, del “sistema”. Que se repartieron millones a las clientelas sin criterio legal, el responsable político no sabe, no contesta, andaba de “visita cultural” en Cuba… “¡Ya es fatalidad que…, por una vez, señor guardia, por una vez que supero el límite de velocidad…!”.
Sólo se acuerdan de nosotros para echar balones fuera, ¡partida de irresponsables! Nosotros por lo menos -quiero que lo sepa, Claudia- no eludimos nuestra responsabilidad. Sí, somos los agentes activos del mal fario de la fatalidad mundial. Y no sólo en este planeta. Ejecutores de desgracias universales. Pero gracias a la Funesta Casualidad que gestionamos, ustedes se libran un poco de la férrea cadena de Casualidad. Errores fatales dan lugar a creaciones maravillosas; fallos imprevistos, a invenciones portentosas. Eso lo están viendo ustedes todos los días. Que no hay mal que por bien no venga.
En realidad, todo cuanto vive está bajo el sino de Fatalidad, de tener que apropiarse y destruir, para vivir, simplemente. Así lo reconoce una de sus más brillantes pensadoras. Yo, querida doctora, soy el daimon de la vida, de ese exceso que roba para dar más, para dar lo no habido. Si un servidor y sus ángeles compañeros no existieran, la fatalidad sería, tal y como algunos la entienden, sólo efecto desagradable: imprevisible, inevitable, fatal, pero sin causa aparente o, peor, una desgracia de la que nadie es culpable y, mucho peor, sería fatalidad sin esperanza. Ese «nadie», ¿no nos asusta aún más que «nada»?
Busco motivos que os animen a reconocerme. Pero, por favor, no confunda nuestro trabajo con el de la Serpiente Luminosa… Lo explicaré al modo alegórico. La guerra de los nuestros construyó el infierno y entonces una gigantesca Serpiente de luz fue símbolo de un conocimiento asociado a la caída. Aquél a quien llamáis Lucifer se lamía confundido sus heridas cuando su propia noche dio luz a la infausta criatura, señora de la muerte nacida de la sangre del ángel caído. El conocimiento que la Serpiente representa perturba las normas del Paraíso, la paz y el alma de los humanos, porque es un conocimiento interesado en el dominio, más que en la comprensión. De esa simiente procede la perversión con que la naturaleza aborta, engendra monstruos, seres imperfectos o abominables, más repugnantes aún que los que concibe el miedo, quimeras espantosas como regímenes genocidas y totalitarios.
Mi Departamento de Fatalidad no tiene nada que ver con la Serpiente Luminosa, su enemiga. Ella confía secretos seductores con voz sibilante, haciéndose pasar por la Voz de Shadday o de cualquiera de sus esposas, Asera o Anat. La luz que la nombra, no obstante, es un conocimiento, un saber, pero un conocimiento dominado por el ansia de poder. Disfruta el diablo viendo cómo los hombres ejecutan sus designios, haciéndole la Serpiente creer que ellos mismos los inventaron. Pero los hombres ni quieren ser ni son tan responsables, ni son tan ingeniosos. El diablo y la Serpiente ponen la nota disonante en esta magnífica sinfonía del Gran Experimento. Ha llegado el momento de decirlo, Claudia, La Serpiente y Adán-Andrógino son lo mismo. El ángel caído estuvo presente en la génesis del hombre. La propició mediante concurso necesario.
Me explicaré, Pitágoras ya intuyó el origen musical del universo, igual que Boecio o Athanasius Kircher, el genial jesuita. Muchos lo percibís cuando miráis al firmamento u os sentís arrebatados por la música mundana, entusiasmados por la flauta de Dionisio, pero esos ritmos y melodías no son más que el eco fugitivo de nuestros nueve coros angélicos. Que a nosotros y a nuestros colegas, sean gentiles serafines, perseverantes tronos o diligentes dominaciones, que controlamos como ingenieros superiores el Gran Experimento de esta Creación y la superior Armonía de sus Esferas, se nos retrate como niños, domesticados por el arte occidental como graciosos y regordetes angelotes, no deja de ser broma fantástica e inocente.
Volviendo a Pitágoras, fue escuchando los martillazos de una forja como el sacerdote y sabio samio comprendió que los valores de aquellos sones podían expresarse con números. Matemáticas y geometría son modos de expresión de la melodía que organizamos y conservamos para el Oculto. Logos universal. El mundo en que ustedes se mueven se compone de armonías, de ritmos, de acordes, de consonancias melódicas, pero ustedes no tienen oídos físicos para escucharlas todas. Digamos que oyen una milésima parte, siendo generosa (uso ahora el femenino porque, como ya sabe, nosotras carecemos de sexo, tampoco tenemos alas para volar como las aves, pero eso ahora no importa).
Kepler, un espíritu superior, tenía un oído finísimo y por eso atribuyó a cada planeta una sucesión de tonos próximos. El pobre tipo acabó asociando las notas del planeta Tierra (mi, fa, mi) al reinado del hambre y el dolor. ¡Ah! La fatalidad de la guerra de los Treinta Años. No le digo más. No es casual que Jubal, descendiente de Caín, pase por ser el patriarca de todos los tañedores de cítara y de Flauta. Kepler identificaba al cainita nada más y nada menos que con el dios Apolo.
Lo de las alas es, claro, un mito y por lo tanto relato significativo. Evidentemente han de volar muy rápido quienes como nosotras usan las órbitas de Júpiter y Saturno como meras escalas próximas para saltos intergalácticos, estaciones de cercanías para espíritus ligeros que se mueven en diez o doce dimensiones (ustedes los humanos en cuatro, si contamos el tiempo), tantas como “alas” se nos atribuyen a veces.
Recordaré que los asirios nos representaron como toros alados. El toro, símbolo de poderío; y alados, por nuestras capacidades para el traslado a mayor velocidad que la luz, tan veloz que ustedes lo considerarían ubicuidad si contaran con sensores para percibirlo. Los hebreos nos representaron como guardianes del Arca de la Alianza y el prudente Salomón nos mandó tallar para su gran templo en madera de acebuche cubriéndonos de oro puro. Cuentan que la mesa de Salomón estuvo provista de un kerub protector, eso atestigua el poeta y diplomático Al-gazal que vio sus restos custodiados por santones andalusíes en una rábida de Jaén.
El profeta Ezequiel nos atisbó conduciendo lo que él consideró Carro de Yahveh durante una visita interestelar de la Alta Inspección del Coro al sector terrenal del Gran Experimento. Nos imaginó con cuatro caras, cuatro alas, con manos y con pezuñas de buey, ¡menos mal que nos pintó relucientes “como bronce bruñido”! Con razón se percató el visionario de que íbamos donde el Espíritu nos mandaba, cumpliendo órdenes y sin marcha atrás. “Iban y venían con el aspecto del relámpago” –dejó escrito (Ez. 1, 14). Lo importante es que Ezequiel oyó aquella música de fondo que estructura el movimiento de las cosas como un ruido de muchas aguas, como la voz de Shadday, como atronador ruido de batallas. Creo que Hildegard von Bringen escuchó algo parecido y Luigi Nono, el compositor italiano, reprodujo en vuestro siglo una aproximación a la melodía de nuestros despegues, el entusiasta sonido de una de nuestras ascensiones o el más sereno de uno de nuestros descensos (Das atmende Klarsein), en ese tiempo que no es vuestro tiempo, sino el ritmo de respiración del Anciano de Días y Roca de Edades. El [sic] es Más que Suficiente.
Hacia el 500 de vuestra Era del Hijo, uno de nosotros tuvo la piadosa debilidad de comunicaros parte de nuestra grandeza de modo que pudieseis comprenderla. Firmó con el nombre del primer obispo de Atenas un libro sobre Jerarquías celestes. Distinguió nueve coros, poniendo a los de mi género por debajo de los serafines (un lapsus). Es cierto que gozamos de poderes diversos según los géneros, pero nosotros (כְּרוּבִים) dependemos directamente de la Magna Mater o del Padre Eterno, del Hijo y del Espíritu. Cuando Jacobus Publicus o Dante Alighieri refieren que los ángeles, entidades menores dependientes del Espíritu Santo, mueven las “esferas cristalinas”, esto es una manera de contaros cómo intervienen, cual castores divinos, en el cauce de los acontecimientos, propiciando, favoreciendo, corrigiendo unos, impidiendo otros, de modo que el Experimento, el Gran Experimento del Altísimo Que Todo Lo Conoce no se pierda en Nada, como ya sucedió antes del Big Bang. Mas no fue fatalidad, sino laudo de la Santísima Trinidad, como siempre.
Recogiendo la cábala cristiana del encantador Pico della Mirandola, Robert Fludd usó su potestad y trazó un atinado paralelismo entre el cosmos ptolemaico y las veintidós letras del alfabeto hebreo con las que Dios creó el mundo. Creer que se pueden crear cosas reales con símbolos no es más difícil que confiar en que se puedan producir realidades con computadoras e impresoras 3D. El geocentrismo era una limitación con la que Fludd debió contar para hacerse entender en aquel tiempo en que publicó su Utriusque cosmi (1617).
No me extiendo más, Claudia. La hago testigo de mi existencia, de la nuestra angelical. Sólo quiero lo que merezco: que se considere el importante papel del querubín en la interfax y aplicación de la programación del Gran Experimento, de este universo que ha resultado de la expansión comunicativa y musical de Silencio (Sigé, uno de los nombres divinos, de la nada genuina y creadora). Los querubines no ponemos un solo compás completo en la obra del mundo, cierto, pero sí un acorde esencial que armoniza símbolo, razón y realidad, en ese cerco hermético que la ciencia del aparecer apenas araña con sus cada vez más precisos instrumentos. Y recuerde, Claudia, inteligencia y verdad nacen por bondad dispendiosa del Uno: del abismo y del silencio.
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José Biedma López
para La Caja del Entomólogo
del Café Montaigne
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