El Barón Bermejo [Jornada XLVI. Stultifera navis]
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Se hundió el Nautilus en las ondas del Mar Ilusionante espurreando en los espectadores salpicaduras de melancolía y tizne de ensueño infantil. Sin duda Nemo era tipo extravagante, se tocaba bien el órgano, un padre putativo fascinante, pero huidizo y ausente como tantos. Sin embargo, no llegaba ni a las rodillas de la dueña que hallaron en la ensenada en la que la nave Caronta del Catarato fondeó entre yates de recreo y justo al lado de la Stultifera navis.
Bermejo recordó que en el Renacimiento los enfermos mentales iban de puerto en puerto en una nave d’este nombre, pero esta parecía más balandro de jeque o crucero de Inserso… Desde luego, en nada recordaba por fuera al Narrenschiff, Nef des Fous, Nave de los locos: aquel extraño barco ebrio que navegaba por los ríos tranquilos de Renania y los canales flamencos en la Edad Obscura en la que todavía no se había interpretado íntegro el Testamento de María Magdalena, aquellos siglos lóbregos en que se expropiaba la sexualidad femenina, o se la castraba con una cuchilla de afeitar, físicamente, Iustitia interrupta, tiempos en que nadie veía en la Vía Láctea un perfil de galaxia, sino la leche derramada de Juno cuando daba de mamar a Hércules, el golfo griego que robó los bueyes bermejos y asesinó a los tres Geriones que gobernaban hospitalariamente Tartessos y de cuya sangre inocente nació el madroño.
Pronto descubrieron nuestros caballeros que en aquella ribera costera de la Isla de las Maravillas se celebraba una feria detrás de otra. Un cartelón hacía de fachada y portal de la fiesta. En azul: ISLA DE LAS MARAVILLAS, SALUTIFERA INSULA INCLUSIVA; y abajo en rojo: ¡SIEMPRE A FAVOR DE LA INCLUSIÓN SOCIAL!; y más abajo en verde: BY CORTESÍA DE SUS MAJESTADES CRAPULÓN Y BROCADÁN.
Enseguida se vio que los pasajeros de la nave Stultifera habían desembarcado y estaban divididos en cuatro grupos de turistas peregrinos: estultos, fatuos, necios y dementes. De todos los géneros, ninguno iba desnudo, la mayoría calzaba chanclas y vestía pantalones cortos, con gorros multicolores y tocados muy sofisticados. Los dementes llevaban en uno de sus tobillos una ajorca negra. Unas ciceronas altas y robustas, optimates enérgicas, con uniformes más relucientes que el perno de una bisagra, dirigían con severidad cada cotarro. Se las reconocía fácilmente por sus caperuzas con largas orejas afelpadas de liebre, coronadas en sus puntas por cascabelones que hacían sonar con habilidad cada vez que llamaban al orden a los de su peña, agitando con gracia la cabeza y enarbolando varas de abedul.
Marina, una dueña sin rejón, morena de ojos grandes y por tanto tristes, organizaba en la playa una perfomance evocando la energía del dolor corporal extremoso. Encendía en el suelo con petróleo una estrella y se cortaba las uñas y los cabellos para hacerlos estallar en el fuego. El espectáculo dejó tan extrañados a los caballeros que hicieron círculo con Gallardona, Ausonia, Artemio y Alejo (el resto de la marinería había quedado con el capitán y piloto Catarato en la Caronta). Fascinados por la magia y novedad de aquel ritual inventado, tomaron asiento en gradas rudimentarias de madera retorcida y húmeda, al lado de los corrillos de turistas peregrinos. A Marina le acompañaba un tuno llamado Quique, con pinta de buitre por su nariz grande, afilada, y por la capa negra de cuello plateado.
Con voz mirlona anunció la artista que tomaría una píldora para la catatonia y entraría en trance. En efecto, la señora puso los ojos en blanco y tras tres teatrales convulsiones pareció entrar en tribulación psíquica y arrebato místico. Su compañero explicó junto a una mesa que en ella había setenta y dos objetos dispuestos para que el público los usara con su compañera como quisiera, entre los bártulos no faltaban unas tijeras, un látigo, un cuchillo, una pistola y una bala. Durante las dos horas siguientes la artista permitiría a cualquier miembro del público manipular su cuerpo y mandar en sus acciones… Los caballeros contemplaron cómo los más decididos de los estultos maniobraban primero tímidamente: unos besaban a Marina, otros le hacían cosquillas en las piernas y los pies, otros la peinaban, una hubo que le hizo adoptar poses ridículas y solicitó caricias obscenas, pero poco a poco fueron pasando de pacíficos a violentos, sobre todo los fatuos y dementes: le restregaron las espinas de un tallo de rosas por el cuello, le clavaron chinchetas en el estómago, le pusieron una corona de alambre…, hasta que un estulto le cortó con las tijeras la túnica a la artista descubriendo sus pechos, que eran verdaderos y turgentes. Abusaban de ella como de Siringa de Pandulfa, no catando mesura, la que todo ser honesto, sea del género que sea, debe catar contra las dueñas.
– Ya lo dijo Huarte en su Examen de ingenios –exclamó Tordés-, hay varias clases de tontos: los incapaces de formar conceptos, de retenerlos, de asociarlos, de aclararlos. Y los débiles de imaginación, que son los peores, incapaces de concebir porqués.
Temiendo por la integridad física de Marina, temeraria inventora de aquella insólita perfomance, Bermejo, Radón, Tordés y el ballestero, de acuerdo con la princesa Gallardona, decidieron intervenir. Álex lanzó un dardo certero que hizo volar por los aires el sombrero de la agresora principal. Las ciceronas hicieron sonar sus cascabeles blandiendo sus varas de abedul, y los insensatos volvieron a ocupar sus asientos, no sin resistencia y clamores sediciosos. Una de las ciceronas tuvo que emplear un artefacto sedante para paralizar a uno de su grupo, que no era paciente. No del todo esclarecida, Marina cubrió su piel cobriza echándose una bata de terciopelo escarlata por encima de sus opulencias y pidió un aplauso con una sonrisa para las ciceronas, para su compañero y para los caballeros andantes que habían evitado su violación y posterior sacrificio en la lumbre. Entonces se dieron cuenta de que a su partenaire, el Quique, una oreja le había crecido tanto y tan flexible que se cubría con su pabellón auricular como con capa española.
Para finalizar el espectáculo, Marina y Quique habían ideado otra perfomance titulada Death Sealf, La muerte misma. Consistió en que ambos unían sus labios e inspiraban el aire expelido por el otro hasta agotar todo el oxígeno disponible. Tras un cuarto de hora aproximadamente, Quique y Marina cayeron inconscientes a la arena intoxicados por el dióxido de carbono. Ninguno de los caballeros aplaudió aquella tontería, ya los estultos lo hacían por ellos, y a rabiar.
No parecía haber por allí gente de compás y simples costumbres humanas, a parte de vendedores de suvenires, mercaderes de bollería industrial y gusanitos, de refrescos azucarados, de conservas saladas, de bebidas isotónicas y estimulantes, de pienso compuesto para memos y de cerveza de todos los colores, sabores y amarguras. ¡Nada de vino!, y ninguna autoridad a quien poder preguntar cómo se llegaba al palacio del rey Crapulón…, mas, ahora que lo pensamos, ¡tampoco hacía falta!, porque Gallardona se conocía la Ínsula de las Maravillas al dedillo, por algo era hija legítima de Crapulón el mansino y de la malograda reina Semerina, envenenada según indicios circunstanciales por el degenerado Brocadán, favorito del rey mansino. ¡Un día nos haría falta para describir sus malas costumbres!
No lejos de allí, caminando al paso de la alertona Gallardona encontraron en una selva emboscado a un hasidim renano con un modus vivendi impregnado por completo de absoluto desinterés. El tipo parecía escapado de un survival zombi maratoniano. A Gallardona le trajo el encuentro gran regocijo, porque reconoció a Judá Al Hasid primo tercero suyo por parte de madre, a quien creía muerto o perdido, mas no lo suponía emboscado, después del golpe de Estado del privado Brocadán. Supo enseguida el renano de la rumbosa intención de los caballeros, pues prestaban auxilio a su prima tercera para deponer al malvado favorito del rey Mansino, e ingenió una hermosa analogía comparando el servicio a la Deidad, al que se había entregado emboscado, con el del caballero a quien su señora envía a luchas mortales sin más premio que el honor.
Siguiendo a los Esenios de la Antigüedad e interpretando el Libro de la Creación (Sefer Yetsira), los Hasidim habían inventado un método de plegaria activa, mediante la asociación de las letras con las que la Deidad creó el mundo en combinaciones siempre nuevas y, por tanto, igualmente diversas…: “La criatura se abisma así en la prosternación de una plegaria que ya no es más que silencio agradecido; y así reducido a la vida interior, mediante la austeridad moral y la ascesis, el Hasid renano existe como si no fuese o es como si no existiera, aniquila su persona y se abre el Secreto Divino”, manifestó Al Hasid.
También contó Judá, poniéndose tan pesado como figurara ligero, que un antepasado suyo había viajado a Sefarad, donde supo de Maimónides. Todo eso estaba muy bien y aunque la belleza que atrae rara vez coincide con la que enamora, Judá repelía mucho porque no se había lavado desde el golpe de estado y olía a chotuno con remilgo. Así que los caballeros descansaron cuando el hasidim renano se perdió alígero en el bosque con la misma gentil presteza que apareció con la camisa del hombre feliz y un taparrabos.
“¡Guíeos la diosa!”, le espetó su prima tercera, Gallardona, derramando lagrimón de uno de sus maravillosos ojos mientras se le entiesaban las antenitas de alertona entre las ondas de su espléndido cabello y Judá Al Hasid, liviano, desaparecía con agilidad de macaco colgándose y saltando de liana en liana en la espesura del bosque mientras se oía de fondo el andante spirituoso de La Foresta Incantata de Francesco Geminiani… Sin duda, la Isla de las Maravillas podía estar repleta de estultos y homicidas, ¡pero era isla inteligente!
Continuará…
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José Biedma López