El Barón Bermejo [Jornada XIV. Motu proprio]
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Cesó la lluvia de grillos y dos calles más arriba unos chavales se cruzaron con la fila india de los caballeros. Se encabritó el alazán de Tordés, que trotaba de segundo, y se enarmonó. “¡Señor!, ¡Señor!”, gritaba un rapaz a Tordés el Recto. “¡Vengan, caballeros, vengan por aquí!”, secundó otro mozuelo, “¡entren al Museo de la Poliginia falícrata!, ¡tres créditos por persona!, ¡dos si se acreditan caballeros!”. Tanto berreaban y de tal modo interrumpían y molestaban el paso de la cuadrilla, que Bermejo decidió tomar la calle de la derecha y seguir a los mancebos. La segunda casa estaba preparada en efecto como un diminuto templo museístico. Descabalgaron, pagaron el tique y se sentaron ante un pequeño escenario. Los cócteles consumidos en Le Coin les tenían un poco mareados, menos a Tordés.
Al fondo, sentadas a tabla aparecían bien iluminadas tres mujeres oscuras y garigoladas con pulseras, collares y pendientes, su cabello velado por pañuelos de vistosos colores, en sus caras descubiertas y tranquilas resplandores mentidos disimulaban rústicas facciones. En la cabecera, un gran sillón con brazos parecido a un trono lo ocupaba un gigante negro zaíno que se levantó y habló:
“Soy Mamadú Yaloo, de los Fulbe de Guinea (hermano de Alfa, al que ya conocéis), y estas son mis tres esposas”. Así se presentó el ciclópeo patriarca. “Me son fieles (más les vale) y me han regalado nueve hijos naturales. Ellas limpian, cocinan, crían y cuidan de nuestros conejos, gallinas e hijos, a todas horas y durante todos los días del año. Yo, a cambio, cultivo veinte hectáreas de cereal, y aparejo, ordeño, esquilo y protejo un rebaño de veinte cabras montaraces y treinta ovejas lanudas. Manejo la caja y guardo la hucha familiar y el gobierno de esta casa como si fuera mi reino. Me visto por abajo; ellas por arriba. Meo de pie y jamás he cambiado un pañal ni tocado cacerola o plancha. Enciendo el fuego que ellas administran como dueñas de mis llaves”.
Los caballeros flipaban boquiabiertos con aquello que debía de ser muy étnico y muy arcaico. Detrás de la mesa, dos monitores mostraban a las mujeres en sus faenas, en aparente cooperacha, colaborando siempre como buenas hermanas, y a Mamadú labrando el campo al mando de un enorme buey, tras un arado romano. Durante la recolección del trigo, Mamadú segaba con una guadaña colosal, mientras sus tres esposas y una reata de niños agavillaban por detrás. Se veía en uno de los vídeos cómo las mujeres habían desarrollado sendas scopas de cerdas en los muslos, como bolsas orgánicas que les permitían recoger sin dificultad alimentos líquidos y sólidos y hasta portar en ellas bebés de meses. Los monitores mostraban también un cuadrante de cópulas maritales asociadas a un calendario lunar, a Mamadú abrazando a cada una de sus mujeres, decorosamente enjalbegadas, y las caras de los niños con distintas edades, siempre risueños, comiendo o brincando, mostrando dientes blanquísimos entre el ir y venir de los brazos a las rodillas y regazos de su padre y de sus madres.
- ¿Sois felices? –preguntó Álex, muy serio, a las matronas. Ellas miraron a Mamadú y, tras su gesto de conformidad, una de ellas, que parecía la más madura, respondió: “Mamadú es un buen hombre, aunque tiene su carácter y sus prontos, como todo el mundo. Un día en el mercado le dijeron que el especiero maltrataba a su señora y dejó de comprarle y de hablarle. Es cariñoso con todas nosotras y firme y tierno con nuestros hijos e hijas, cuya intimidad respeta. No es borracho ni violento”.
- Y el resto de las señoras de Fonterrisa, ¿cómo os miran?, ¿qué os dicen? –preguntó Tordés con intención.
- Nos llaman “siervas” y “mantenidas”. ¡Y eso que trabajamos tanto o más que ellas, con gusto y sin salario, sin vacaciones y sin pensión! –dijo la más joven sin pedir permiso al patriarca para hablar… Las paridoras sin autorización de crianza y las criadoras infértiles nos envidian, tal que si fuésemos dueñas. Las refundidas y optimizadas son las peores, esas nos miran por encima del hombro con desprecio. Al resto, señoras o doncellas, las vemos tristes, las matronas en el pueblo, señoras o dueñas, son escasas y tienen pocos hijos o ninguno, no sabemos si no los conciben porque están tristes o si padecen melancolía porque no los pueden engendrar…
- ¡O si el problema es la esterilidad de sus parejas masculinas! –añadió con fuerza locutiva la esposa que todavía no había intervenido-. Se trata, en su mayoría, de drones fijos o eventuales, machirulos fracasados, excluidos de la reducción o de la domesticación, desertores de la metrópolis, pintorescos parcófilos, amantes viejos, escortes pasos, asistentes sexuales…
- Además –cortó Mamadú- pago a favor de mis esposas y de mi prole fulbé un cuantioso seguro de vida –añadió con voz grave-, que financio con los ingresos y la escasa subvención del museo, la parca ayuda agrícola y ganadera. La venta del ganado y del grano no dan para lujos, todo resulta insuficiente para una familia con trece miembros, ¡o catorce!, si cuento al borrachín de mi hermano Alfa, el que padece narcolepsia.
- Y lo más importante -añadió la esposa jovencilla-: ¡Mamadú Yaloo nos proteje del Endriago!
- ¿Endriago?
- ¿Vos no sabéis nada? ¿No habéis oído hablar de él? Cada seis meses, un monstruo entre hombre, hidra y dragón, roba un joven, agarra a un chico o a una chica de la aldea. No sabemos bien si devora a sus víctimas, si las aliena o si las esclaviza. ¡Pero jamás se llevó a un Yaloo! –esto dijo Mamadú mirando con afecto una enorme porra gorilera clavada entre los dos monitores. Debajo de ella se leía:
La que ahora tiene talle de difunto
Y a poco rato está muy viva y fuerte;
La que aprovecha y daña todo junto;
La que no hace golpe que no acierte.
A la salida del museo, Bermejo y Tordés discutían sotto voce si aquello era moral o inmoral, natural o afectado, o si debían liberar a las tres siervas de Mamadú. “¡Ni siquiera conocemos su nombre propio!”. “Sí –suelta Bermejo- pero parecen deber su condición a una elección voluntaria y cuentan con el aval de los administradores del parque y por tanto de las autoridades de nuestra Cibernación. Han escogido un dueño benevolente que, evidentemente, ni las tiraniza ni las maltrata, al menos físicamente”.
La posibilidad plenamente caballeresca de escoger una dueña dura y maltratadora inquietó por un momento a Bermejo, pero la conjetura pasó por el cielo de su mente como una nube de verano. “Trahit sua quemque voluptas!”, se dijo a sí mismo para conformarse. Y luego le vinieron a la miente sabrosas membranzas de Misolinda, su señora, escenas iluminadas, apagándose en las sombras de los recuerdos vengativos y crueles. Tordés le sacó, al poco, de la ensoñación de su dama Lynette, peor y mejor que la de Misolinda:
- Cada quisque adolece de su quisquidad y de una pasión particular y grata que le arrastra. Donde una no halla sabor, otra la apetece, o siente frescura en lo que la otra se abrasa. ¡Parece más urgente y propio de nuestro estatus liberar la aldea del terrorismo pertinaz del Endriago! –concluyó Bermejo-. ¿Cuáles son sus señales? ¿Reconoceremos sus huellas, Tor?
- Hemos de preguntar cuándo y dónde fue la última vez que atacó y a quien raptó.
- ¡Me encargo! –dijo Bermejo con aquel esfuerzo y semblante que su bravo corazón le otorgaba –ya los fantasmas de su dama, la gentil Lynette, y de su señora, la dueña Misolinda, le estaban pidiendo sin necesidad de dar voces que acabase por caridad y justicia con aquella endriagosa bestia mala.
Fonterrisa tenía Ayuntamiento. La casa consistorial ocupaba el espacio de tres casitas. Buscaron allí la Oficina de información. Abría únicamente por las mañanas de ocho a diez y de once a trece, por consiguiente buscaron fonda para pasar la noche. Una Hospedería de Poliamor (no especista) cobraba barato, aunque carecía de establo y las habitaciones y aseos no contaban con puertas ni baños individuales. En realidad, todo el cotarro era un corral repleto de perros, gatos y otras muchas mascotas turbadoras y chocantes, entre las que no faltaban las reptantes ni las de pezuña, rabo corto y hocico redondo. En recepción, una refundida rubicunda rozagaba con un choto.
En el bar de la Hospedería comieron unos jochos con ayozas. Ils étaient fatigués (estado este que sólo se alcanza a menudo en langue d’oui). Para librarse de cualquier descortesía de oído, vista o tacto, los caballeros decidieron reservar dos habitaciones contiguas y entrellas hacer guardia por turnos. Durante su imaginaria, Bermejo chateó con Paula Ruggeri, gran experta global en criaturas fabulosas: tanto antiguas como renacidas o rediseñadas, cibernéticas, orgánicas o mixtas. La escritora argentina le participó lo que sobre el origen, costumbres y debilidades de los endriagos le había contado el maestro Elisabat al Caballero de la Verde Espada:
El Endriago nació sin buenos principios: de un incesto y de un crimen. En efecto, el jayán Bandaguido, feroz enemigo de los cristianos, deseaba tener un engendro que fuera la criatura más fuerte y brava del mundo. Y pretendió conseguirlo jollamando contra-natura con su hija Bandaguida. Con engaños, ambos mataron a la madre de ésta y esposa del gigante Bandaguido. Al endriago le fueron concedidos los atributos de los demonios o ídolos que lo inspiraron: el albedrío de los hombres, la bravura del león, y las garras y ligereza de un ave de presa alada. Su durísima piel se componía de conchas superpuestas y sus garras poderosas concluían en uñas duras, afiladísimas. Se necesitaron tres comadronas para su parto y cuatro amas para su crianza, tres de estas tatas o nodrizas murieron cuando penetró por sus pezones suficiente ponzoña del satánico bicho al que nutrían, y la cuarta sacó adelante al monstruo gracias a un biberón con tetina de borazón, con que el aya lo alimentó aparte y en secreto hasta que tuvo el año. Cuando sus escandalosos padres acudieron a reconocerlo, el endriago se abalanzó sobre ellos y causándoles centenares de heridas mató a ambos, ¡que bien merecido lo tenían por las fechorías de su soberbia y sus concúbitos torpes!
Sembrando la muerte y la destrucción escapó Endriago echándose al monte. Desde la atalaya natural de la gruta en que se guarecía por las noches, hacía incursiones ladera abajo, matando y devorando animales de toda especie y despoblando la ínsula constantinopolitana durante cuarenta años, por lo que aquella región acabó llamándose Isla del Diablo. Nadie se atrevió contra el Endriago legendario, salvo el Caballero del Enano Andián, el famoso Amadís. El maestro Elisabat y Gandalin lo dieron por muerto, al Endriago aquel, ¡pero está visto que bicho malo nunca muere!
Nota bene: Los versos que sirven de leyenda a la porra de Mamadú en el museo étnico de Fonterrisa pertenecen a la Fábula del cangrejo, ingenioso y bien medido poema venal de Diego Hurtado de Mendoza, poeta y diplomático de nuestro Siglo de Oro.
Continuará…
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José Biedma López
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