El Barón Bermejo [Episodio LXXIII. Olvidos Escaqueados]
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Los caballeros en campaña con sus compañas se adaptaron; se concertaron como recomendaba el oráculo servido a Tordés por el Libro de las Mutaciones. ¿Qué remedio? ¡Adaptarse o morir! ¡Achantarse o evaporarse! Para evitar el deceso por obstáculos administrativos insalvables en la Casilla de la Calavera debieron humillar la noble cerviz, para conseguir la contraseña de Acceso y el código de Salida…, sortilegio, éxit(o). Sin salir, te oxidas.
Había pasado el conticinio y alrededor de la Casilla de la Calavera alucinas, noctilucas, escorforitos y alacroscentes trazaban espiral y un camino… Sintieron entonces cierto consuelo, algún alivio. No completo, no, porque al rodar sin carro ni caballos (y cabellos cortos, que se los cortaron en la maldita Casilla) sentíanse las cadenas, sus apreturas simbólicas, el control del parque y la Orden a que estaban sometidos. Y era cuesta áspera aquella que conducía al Torreón del Salmanto, dron ridículo o zángano apestoso. Mas alzaban sus intenciones los pretendientes de Lynette y Misolinda apuntando al Cielo de la Diosa blanquísima, Madre eterna de Poder y Piedad, unidad de contrarios, Trinidad feracísima.
Tordés se sentía feliz y, en nombre de Julia y de la remembranza de las caricias de su lengua gatuna bailó suelto un pogo acompasado con Artemio, su leal escudero. Brincaban cual palos saltarines sin hacerse daño el mosh inventado en la Era Vírica por un dron pobremente domesticado (sapiens restricto) llamado Sid Vicious, época en la que se yoeaba y nostreaba tanto que el vos, el usted y hasta el tú parecían olvidados del todo, y los él, ella y ello nombraban al enemigo irreconciliable, también en plural. El llamado “pogo” se bailaba en solitario y enloqueciendo, desahogando los fondos inconscios del pasado represo, aunque consistía en danza mesurada en comparación con el Mosh-pit. Así pues, Artemio, macho reducido (homo prótesis), saltaba verticalmente, cabeceaba, giraba los brazos mudadas aspas de molino, sacudía las manos vueltas tarántulas, mientras Tordés, zángano íntegro (homo editus), agitado como tolvanera, cerraba ojos y pensaba en la simpar Larisa, en sus dulces sarcasmos y desdeños renuentes, amada reacia a la que el Recto salvó de la tricotilomanía cuando la bella afro-oriental se deshacía y desnudaba del hiyab de matrona. Hacía Artemio en sus brincos guardia frenética de brazos, codos y coces. En su inflexión conscia Tordés el Recto, quien ahora se agitaba corvo y quebrado, rondaba la imagen de Orlando, su leal compañero de romerías, al que conoció con el nombre propio de Alejandra.
‒ Os movéis como partículas de gases –les soltó Bermejo cuando ya los bailarines atenuaban su música interior que habían enlazado espontáneamente como intimidad, como menstruo sincronizado de madre e hija en edades antiguas, con tal denuedo que podía oírse en el exterior.
‒ ¿Punk-rock, Electropunk, Electrogothic…? –preguntó curioseando Radón el Sefardita. Su escudera Ausonia miró a los danzantes con mímica de expectativa como si fuese ella la que inquiría. Por toda respuesta Tordés, que ya detenía acrobacias, respondió:
‒ ¿A que los boterianos bailamos mejor que los enclenques anoréxicos? ¡Con más gracias y salero que los flacos! No cabe duda.
Artemio, esbelto, confirmaba con una sonrisa amplia y daba en el suelo con la barbilla al hacer un paso de coldwave con su hiperbólico asentimiento en grácil figura.
De pronto Tordés, quien a pesar de su descontrolada tendencia a la obesidad y gracias a su hipertensión se había sentido ligero tras superar los trámites y despachos de la Casilla de la Calavera, se sintió pesado y denso como el osmio y el iridio. Echaba de menos a Larisa, a Julia, a Orlando. Los dos primeros ya habían fallecido…
Eso nos importa poco y no sé ni para qué lo cuento. Todo el mundo se muere. Máxime cuando Álex el Ballestero, gracias a la prótesis retinal implantada por el biónico Toribio Ferrero vio a lo lejos el resplandor de una gran llama que parecía difuminarse por el rosicler de aquel amanecer de finales de verano. Cuando se acercaron pudieron comprobar con estupor natural (no forzado ni simulado) que aquello era la representación en madera de un gran caballo, como el que los helenos introdujeron en Troya. Ardía rodeado por una jauría de perros enloquecidos. Temió Bermejo que los canes alobados volvieran sus amenazantes fauces hacia el equipo liberal, pero más allá sonó el reclamo de tuba de un cazador y los perros abandonaron aquella chamusquina insólita, corriendo, empujándose, gruñéndose y saltando unos sobre otros como diablos.
Más allá, tras la carrera de los perros, remontaron la rampa de una descuidada senda en la que apenas entraba la luz del astro rey, brasa de oro, camino hondo cubierto de espesa bóveda de zarzal. A poco, ya sudados, encontraron el solaz ameno de una fuente. El ramaje de enormes castaños y nogales le servían de bóveda y abrigaba una obscuridad con no sé qué de pavoroso y sagrado, fresco y solemne, como el interior de un templo. En los nogales, aún con carolos verdes, ya se veían también rueznos con cráneos semidesnudos, despellejados, cubiertos de negra herrumbre.
Todos sintieron el involuntario recogimiento que produce la obscuridad y frescura del bosque. A la esperanza de hidratar sus anatomías hubieron de sumar la inquietud de una gran figura armada, indeterminada, entre bot y humana. Calzaba coturnos, ceñía coselete de escamas de bronce, un casco protegía su cabeza, por debajo fulguraban dos grandes ojos como moras maduras con párpados marchitos y enrojecidos como suelen tenerlo las personas que leen mucho. Detrás de aquel gigantón se desordenaban los perros, mas ya apaciguados. Para sorpresa de todos, fuese criatura o engendro, se presentó muy cortésmente:
‒ Soy el Príncipe Aspero, tenido por encantador y mujeriego. Salmanto me ha contratado de guardabosques para cumplir en este oficio vil, aunque saludable, un servicio comunitario impuesto por jueza severa… Expío penitente mis devaneos mundanos y mi boyante fortuna con las damas. También juego bien al ajedrez. ¿Acaso debe el sabio rechazar los favores de Fortuna? Soy raro, pero no excéntrico ni mártir. Sabe la Diosa, ¡coeleste lilium, rosa speciosa, superis imperiosa, Deitatis triclinium!, que nada hice por la opinión, todo por la conciencia… ¡Y así me va in hac lacrymarum valle! Aquí me tenéis, renunciando a todo gayo cancaneo…, moderando alegrías en vez de reprimir dolores, estoico a la fuerza como quien dice.
‒ ¿De qué se os acusó tan rigurosamente? –Tuvo Ausonia el valor de preguntar.
‒ De saltarme el Protocolo de los Anos.
‒ Su excelencia querrá decir años…
‒ ¡Sólo digo lo que mis compañones quieren decir! –apostrofó vigorosamente el príncipe. Y preguntó a su vez, en otro tono-: ¿Tenéis sed? Os veo excretados.
‒ ¿Es agua potable? –preguntaron casi al unísono escarmentados.
‒ En el fondo de este hermoso pilón que llamamos Ludus Scacchorum, bajo algas esmeraldinas que abrigan con decoro el rincón ruinoso de los sueños, dormitan acurrucados fantasmas que abandonan a veces sus aseladeros y ascienden a la superficie para susurrar al forastero horrores pasados. Olvidos que se escaquean de la nada nadando.
‒ Esos susurros…, ¿hacen pupa? –preguntó Tordés preocupado.
‒ No, pero resucitan recuerdos fatales, dolorosos, innecesarios, nauseabundos…, sí, evocaciones que hieden como pedos encapsulados y conmueven como eretismos de la imaginación, tristes recuerdos que caen sobre uno como negra capucha sobre cabeza de sentenciado a muerte, espectros de viejos apetitos… Tal vez por eso también se diga “más vale lápiz corto que memoria larga”. O tal vez, no. ¡Les pongo un ejemplo, caballeros!: con el cocoricó de la amanecida, diana de gallo sin ir más temprano ni más tarde, ascendió hasta la superficie de la alberca uno de los protocolos que infringí… Resultó que conocí a la doncella Gelinanza antes de ser joven gentil y rozagante, cuando portaba aún cilicio en custodia de su pureza y no había cometido todavía pecado mortal alguno. Eso fue antes de que desertara de la secta Sólo Nos Salvamos Nos, congregación soteriológica que le hizo la vida imposible al escapar de su cepo… Ella se hacía la desdeñosa y fingía asperezas, yo le cantaba madrigales que la disponían blanda y jugosa como breva. Mi discurso antifónico mezcla la berrea de Cínope, granuja y mujeriego, con los desvaríos idealistas de Hípone, que habla voz meliflua como los sabios caballos de Gulliver. Creo que la tentación de mis versos liberó a Gelinanza, al derretir el hielo de su corazón con mis flamantes promesas y ambiguas esperanzas…
‒ ¿Y qué tuvo eso de malo? –interrumpió Álex.
‒ Que ella se confió, me regaló sus confidencias y confesiones, o sea que la conocí. El problema es el acceso como vos sabéis, pues venís de la Casilla de la Calavera donde hubisteis de soportar obligatoriamente humillaciones y afrentas para conseguir acceso a este peligroso itinerario que os llevará hasta la dama de vuestros pensamientos (o no), vejas y mancillas de la Administración similares o por lo menos análogas a las que soportó voluntariamente el beato Jacopone da Todi por conseguir acceso al Cielo (al sitial de oro de uno de los ángeles caídos que le estaba reservado)… Pues bien, señores, hay accesos carnales y espirituales. Los segundos son más satisfactorios, pero también muy peligrosos porque generan dependencias anímicas y apegos insuperables. Hay conocimientos fastos y nefastos, como recuerdos que conviene olvidar y ubres de matronas.
‒ ¡Ubres de matronas?
‒ Unas dan leche, otras no…, tetas, pechos, órganos versátiles que se usaban para alimentar cachorros humanos y admitían implantes… ¡El Acceso, el acceso es la leche! ¡Ay! Deseos que son espectros de apetitos y diseñan fantasías… En mi defensa esgrimo que jamás, a mi estar, exigí ser igual que los mejores (ni a mi ser, estar magnífico) aunque sí me impuse ser mejor que los malos y vanidosos. Cuando he podido, he vivido como es debido, sin altanerías… Como cualquiera, he seguido la virtud a rastras, a distancia; y, no buscando atesorar, he renunciado también a pedir…
‒ Como el maestro cínico hijo del usurero.
‒ ¡Caballeros, no juzguéis ni etiquetéis! ¡No os emperecéis corporis vel animis!… ¡Beban, señores, bebamos!, que no nos falte valor para hidratarnos, el agua hidrata, no mata, mas ya sabéis que cada cosa tiene dos asas, una llevadera y otra que hiere, congela o abrasa.
‒ ¿Incluso el agua? Multu utile, umile, pretiosa e casta… -preguntó y cantó Tordés.
‒ Tal vez –murmuró el príncipe Aspero, áspero.
Aproximándose a los tres caños de la fuente, hollaban con placer los pies en el musgo. Un céfiro de los más blandos, que parecía salir de la boca de un niño dormido, estremecía los cabellos de Ausonia despertándolos como sierpes medusinas… El aura dulce pasaba por los cálices de las madreselvas y por los pináculos floridos y las hojas de las mentas para halagar a la marciana de frente alta y generosos labios…
Continuará…
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José Biedma López