El Barón Bermejo [Jornada LXII. Tordés & Orlando («Envie de boue»)] – José Biedma López
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El Barón Bermejo [Jornada LXII. Tordés & Orlando (Envie de boue)]
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También Tor daba vueltas en la cama de la fonda de La Reconocida durante el conticinio de la noche. Repasó por un minuto el nombre de las personas que habían significado algo en su vida, con fines terapéuticos, no para excitarse, sino para calmarse. Se detuvo –según solía- en el perfil cada vez más difuminado de Larisa. Él no podía recordarla con el velo de una matrona, ni enferma de lupus, sino en su mejor momento, florecida, anthera, poco antes de que se separaran. ¿Por qué se separaron? Lo hicieron, tal vez, por amor del amor mismo. Decidieron separarse por amor de su mismo amor. Eros en lugar de Anteros.
Tor comprendió que no quisiera acompañarlos, a él y a Orlando, al santuario de santa Tecla. Ahora tiene presente sobre todo su voz. Conservan links, enredados en enlaces de comunión anímica. No hará mucho que ella le desairó como solía a través del celular…, sí, fue en el ascenso a Rodapetra. Larisa todavía le recordó sus devaneos con Julia (las hembras, reproductoras o estériles, jamás olvidan las ofensas sufridas). Eso confirmaba que sus corazones seguían de algún modo vinculados, acoplados como dos mitades de un sýmbolon.
¡Ay, Julia! Tiempo llevaba sin presentársele aquel fantasma delicado, suplicante. Ya no acudía ni vestida ni desnuda al abrazo póstumo para agradecerle que le hubiese ayudado a morir… Preparar la muerte, pensó Tordés el Recto, ¿no es ese todo el problema moral?
La figura de Orlando le consolaba. Con los años él mismo había cogido los kilos de más del poeta franco, mas no sus costumbres. Le recordaba bebiendo un catavinos de quitapenas espeso, en una taberna del barrio de San Matías cuando aquella ciudad turbia todavía no formaba parte del Parque Nazarí, en rara comunión con la botella medio llena… “¡Está medio vacía!”, protestó Orlando. Afirmaba con energía pero pestañeando; era una afirmación relativa, irónica, parresiástica, la del que sabe que nada sabemos con certeza, salvo que vamos a morir.
Conservaba Orlando las maneras artesanas de su madre, femela reproductora y también famosa ebanista. Le recordaba ponderando la belleza de la música para cámara de Schubert y las prosas de la Generación Beat que mataron a tantos por sobredosis hace siglos; le recordaba hermanado con un zángano pelijoso que adoraba el rock duro-dura y le sorbía la sangre y los créditos… Orlando entretanto pintaba candelabros rojos con tinta china mientras se entregaba a psicodelias catatónicas oyendo al Café del Pingüino o los venerables folclores de Alan Stivell como “manantial que brota con fuerza”, según palabras suyas.
¿Qué habría sido de Orlando? Unos dicen que contrajo un cáncer mientras daba clases de lenguas vivas y muertas, o que un ictus se lo llevó mientras exploraba la vieja religión de Zoroastro (como Michel Bréal, maestro antiguo de la semántica, al que admiraba). Rosalba le había contado que el dragón Musaros, con cuerpo de pez, cabeza de hombre y abdomen femenino, se había llevado consigo a Orlando a su Isla peregrina, que derivaba de acá para allá en las aguas del golfo Pérsico. Allí ambos, el dragón y Orlando, llevaban una vida semi-divina en su ínsula errante. (Pero es difícil creer a Rosalba a causa de sus dos corazones, ambos sensibles y aglutinantes). Otros dicen que se fue montado en la flecha de Abaris o en el trono de Salomón, eventos que tanto Tordés como este servidor que recoge la aventura del barón Bermejo tienen por muy improbable y fantasiosa.
En cualquier caso era un hecho que dentro del Parque Nazarí se veneraba a Orlando en imagen. Su cabeza coronada con una mitra de 10 cuernos que representan las virtudes capitales que en él resplandecieron, tantos cuernos como nervios luce la cresta de La Palmista de Leonora Carrington. Lo cierto es que desde su desaparición, las fiestas dispendiosas van en aumento y se extienden como mancha de aceite las malas costumbres en todo el refundado Reino Nazarita.
Tordés guardó aquella carta que Orlando le escribió desde la avenida del Séptimo Cielo de la archiconocida Ciudad de los Pesares. En pleno estío, el papel cuarteado por el sudor. Le decía que lo mejor del calor es que te duerme y así te encuentras ya medio muerto. Atravesaba una crisis veraniega en la casita de su ciudad-jardín. Se ahogaba y se volvía cómico, cínico y muchas cosas más, pero sobre todo épico. Se iba a presentar a un concurso de lanzamiento de granadas inmaduras, tomates de perilla y huesos de aceituna, estos últimos escupidos a larga distancia. El poeta lamentaba la mediocridad de todo, y deploraba haber preferido que todo fuese absurdo como en las obras de Ionesco o Beckett (Tor percibía cierto masoquismo en este retorcido sentimiento). Lo peor es que Orlando buscaba un absoluto y recelaba de su búsqueda, de que tal vez fuese una trampa, un embeleco de la culpa, una reliquia masoquista, una artería cristiana. Zeltia Dramaturga le había dicho al poeta que él y Tordés eran personajes de la antigua novela Rayuela. Le decía estas cosas mientras le hablaba de Larisa, de Rosalba y escuchaba el Concierto para piano y orquesta en La mayor de Mozart. No sabía por qué consideraba inconcebible su gusto de jugar con palabras.
Supo por Orlando que Zeltia seguía emborrachando a Milena a base de sangría porque la amaba. Pero Milena pugnaba por drones cada vez más escasos y selectos. Hacía mucho tiempo que Orlando había pasado unos días en Brácana, pueblo blanco y tranquilo, acogido por Adonais el Melancólico en su Torre del Mistral (fresco viento del noroeste). Por entonces el maestro Malabar conspiraba una visita a los Cerros de Alvar donde Tor se recogía y guarecía de los calores veraniegos y en aquellos tiempos Orlando cotilleaba sus amagos de suicidio lógico (los amagos del maestro Malabar, quien arrastraba amores imposibles y un físico disonante y caótico).
Orlando cumplía años el nueve de julio, pero Tordés nunca lo supo. Su apertura de espíritu era proverbial. Citaba lo mismo a Wellershoff que a Cocteau: “Sur la rétine de la mouche, dix mille fois le sucre”. Visiones que mosquean. Sin duda conoció en la Costa de la Muerte o en islas próximas el canto no codificado de sirenas que siempre nos murmuran a espaldas, letanías que atraviesan todo cuerpo a su alcance, desde un océano incierto sobre nuestra roca azotada por las olas del Tiempo. Allí Tor siente que amó a Orlando con un afecto puro, que le dejaba estar en su ser sin ambicionar ningún tipo de posesión, ni física ni espiritual. Al atardecer LAS HORAS se juntaban en el horizonte para refrescarse, después volaban como gaviotas en dirección a la Luna y, ya iluminadas por aquel neón inmenso, reaparecían al alba con la charla de los mirlos costeros.
– Si persigues a LAS HORAS, con mayor velocidad escapan igual que liebres asustadas –dijo Orlando a Tordés entre la vela y el sueño. Y este imaginó en seguida un nido sin musgo.
Nido sin musgo… En sus últimas cartas, a Orlando sólo le quedaba el verbo quedar, en la heterotopía de la promiscuidad, tal vez, con febrículas que le iban y le volvían, anhelando o consumiendo opiáceos e hipnóticos. Creía también que los vapores etílicos disimulaban y ensordinaban el canto de las Sirenas, a las que consideraba Madres del Ser: Deseo, Azar, Dolor… Tal vez –sospechaba Orlando- las madres estén dentro de nosotros y nosotros cantamos cuando ellas enmudecen, para conjurar miedos imprecisos.
Orlando concursó en el programa “Tablas, Trampas y Prótesis”. Tras el cuarto episodio había ganado tantos créditos que pudo considerarse independiente de la industria de su madre, pero tuvo que gastar parte de los beneficios en una cadera de titanio y un riñón orgánico de procedencia animal, compatible con un hígado sintético. Después de aquella experiencia al amigo de Tordés se le rompió el tiempo. Orlando le preguntaba insistente qué debía meter ahora en su mochila cuando partía al Parque Parisino de su infancia, donde ahora se escuchaba al almuédano cinco veces al día, con qué armas podía lidiar con sus temores. Las suyas le parecían ahora irreales, vanas. Se le deshacía el sentimentalismo como una bola de helado, las ilusiones, con su ritmo de fábula y su tropel de hadas buenas, se le desintegraban en un zumbido inquietante. El zumbido del moscardón escatófago contaba ahora como variante simbolista del Canto de Sirenas.
Orlando combinaba en contradicción admirable un cinismo moderno y amoral con una bondad medieval, sencilla, de templo románico exento. Envie de boue, ansias de barro, como si se desviviese por salir de una individualidad ilusoria buscando con prisa que su conciencia fuese reabsorbida; como si supiera que “quien ve a la diosa muere”, y la buscara desesperadamente para morir en el placer mortal de su abrazo; como si supiese que buscar refugio junto a la persona amada tampoco podría nunca saciar su hambre… “Sé que quiero y no tengo lo que quiero. Un peso pende de un gancho, y al pender sufre porque no puede bajar: no puede salir del gancho, porque lo que es peso pende y lo que pende depende”. Liberado de su dependencia, Tor le dejaba ir: “Que sacie su hambre de lo más bajo, y baje libremente hasta quedar satisfecho”, pero ninguno de los escalones futuros, por bajos que fuesen, podrían satisfacerle. Era propio de ciertos temperamentos gayos –pensaba Tordés el Recto- ese descenso a los ínferos, los inframundos, las experiencias extremas que cada vez atraen más a la pecadora. La posee siempre una misma hambre de lo más bajo, y le sigue quedando una infinita voluntad de bajar, porque el peso jamás podrá ser persuadido.
Orlando sentía un deseo impreciso de amor, de sufrimiento y anarquía. Citaba a Cocteau:
Oh mi cuerpo, mi querido cuerpo, te amo,
¡único objeto que me defiende de los muertos!
Pero el cuerpo no nos es suficiente,
O sólo nos es suficiente en la muerte.
Se sentía un paquete precintado repleto de mariposas y pulgas a la vez, como mil Jefas de Estado desposeídas, como una rata académica fosforescente e inconformista. Un germen extraviado, ora enfebrecido, ora helado, maldito como todos aquellos que combaten solos buscando el Oro del tiempo, como una galaxia fornicadora eyaculando estrellas como niños. “Lo que nos pasa es como la impresión de soledad y silencio en el corazón de un hormiguero. Los hombres inventaron la moral para olvidar que están solos” -dijo una vez.
Orlando sucumbía bajo la certidumbre de que nadie le sostendría cuando fuese a caer. Terminó un libro de poemas que no publicó, ni en papel ni en digital. Príncipe de las nubes, amigo de tempestades y calambres, exiliado sobre el suelo, víctima de abucheos. Sus alas gigantescas, mayores que las de un albatros, pesadas como las de una paloma arcángel, le impedían volar.
Orlando odiaba la vejez y murió joven. A pesar del tiempo transcurrido desde su óbito, Tordés recordaba su figura clara, nívea, pura, su inteligencia socarrona. “Reviviéndola, insomne, la conservo” –se dijo. Cayó entonces en brazos de Orlando (la primera vez), poeta fantástico, cachondo e intruso, y se durmió.
Continuará…
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José Biedma López