El Barón Bermejo [Jornada LII. Uxoricidio]
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En la galería de disfraces de Nicasio había de todo, desde el traje de pelo de camello que usó Juan el Bautista hasta los plásticos carnosos que vistió Lady Gaga en los remotos tiempos de Los Últimos Hombres. Alejo, el contramaestre cuentista, escogió un uniforme azul y blanco con galones de capitán de navío. Los caballeros buscaron pantalones con muchos bolsillos y camisas duras, que vistieron bajo chalecos confeccionados con fibra mixta de hilo de araña, botas de cuero altas con gualdrapas para esconder armas diminutas y sombreros homburg; menos Radón, que se enamoró de un sombrerito tirolés que se alegraba con plumilla amarilla. A falta de flechas, arco y carcaj, Álex se echó a la espalda una mochililla de falso trotamundos, muy coqueta. Ausonia escogió un mono violeta con adornos dorados que hacía juego con el tono ligeramente azulado de su cutis marciano y un sombrero fedora morado como polen de viborera; Artemio, un traje ceñido de bailarín con solapas redondas, que combinó con una camisa de cuello Kent y un sombrero porkpie que le ajustaba muy bien; y la princesa Gallardona, un traje “halter de georgette” con plisado lila.
Al final de la nave, figuraban moldeados en cera eminentes políticos de la Antigüedad que parecían hablar entre sí… Y lo peor era que hablaban siempre contra sí, pero ninguno moría como Marcabrú el expósito, eminente trovador al que su mala lengua le costó la vida.
En el archivo de músicas e instrumentos pretéritos dormía una angélica que había tañido el mismo Albinoni, instrumento que sin duda esperaba la caricia de una mano de nieve…
Muy contento por haberse librado de la Rebelión de Objetos provocada por los tres súcubos, Nicasio no quiso cobrarles ni un crédito por los géneros cedidos, rechazó las piedras preciosas y bendijo en dos lenguas muertas a Gallardona y a su séquito provisional. Pero, más oportunista que un troll exigiendo nacionalidad noruega, Nicasio le insinuó a Gallardona que haría buen papel como ministro de asuntos exteriores o incluso como secretario de comercio en el nuevo régimen que esta instauraría en Galopia, una vez derrocada la tiranía lúdica impuesta por Brocadán, gravoso privado del Mansino, padre éste de Gallardona. La princesa no le prometió nada; llegado el caso, se estudiaría la postulación del Nicasio.
Tras despedirse del mercader coleccionista, que tan bien les había provisto y engalanado, cruzaron las grandes puertas del palacio-alcázar aprovechando el baile que se celebraba en sus salones con motivo del milenario de una famosa rockera de Los Tiempos Obscuros. No le fue difícil a Gallardona presentar invitaciones jaqueando sobre la marcha los sistemas de las IAs que controlaban la entrada. Ya en su interior, habló con optimates y optimatas, no picoteó en ninguna de las bandejas con licores euforizantes, antidepresivos y psicodélicos que ofrecía la servidumbre; también charló con algunas protorreinas reproductoras, hembras ejemplares de pandémicas caderas y formidables pechos, propios de diseño génico superior y exclusivos para aquellas que gozan la oportunidad de elegir partenaire.
Los enormes ventanales del gran salón versallesco estaban abiertos de par en par. De repente y sin aviso previo, Gallardona, en comunicación telepática con decenas de avisperos, mandó detener la fiesta a miles de himenópteros armados de aguijón o hábiles en zumbidos. Entre las feroces avispas las había velutinas, mandarinias, simillimas y germánicas, pero los avispones que producían más pavor eran de las especies europeas vespa crabro y megascolia maculata, las hembras de estas últimas, flavifrontes, lucían fantásticas máscaras amarillas. Todas ellas se habían naturalizado como insulares en los bosques que rodeaban Galopia y en las proximidades del gran lago.
Igual que supo y pudo llamar a aquellos insectos, tal vez liberando sustancias sutiles, tal vez emitiendo infra o ultrasonidos, después de haber causado más terror que daño, las obligó a marchar a sus respectivas colonias y quehaceres levantando el vuelo a través de las ventanas. Pero el miedo hizo una vez más de aguafiestas y asesinó con facilidad la narcótica alegría. La fiesta concluyó de súbito. La música cesó, con ella el ruido. Se hizo un silencio incómodo. Muchas miraban a Gallardona, tal vez algunas la reconocían. Una funcionaria les atendió, tomó nota de su fingida condición de embajadores comerciales sin notar el engaño, les encargó unos entremeses y les distribuyó por dormitorios numerados en uno de los abundantes pabellones para invitados.
La princesa Gallardona no podía dormir, le picaban los escapos y pedicelos de sus cortas antenas plumosas, disimuladas entre sus cabellos castaños. Salió a tomar el aire a la barbacana del palacio-castillo, aguardando que se le apareciera el espectro de su madre Semerina, que ya sabía que habían visto las optimates guerreras, guardianas nocturnas, cuando cumplían con su servicio en las garitas de las torres. Tres veces habían visto el espectro de la reina desfilar ante sus ojos, atónitas y sobrecogidas de terror, reducidas a gelatina no sabiendo qué temer, mudas y sin atreverse a hablarle.
Ya se sabe que lo que saben tres, sábelo toda res. Y sí, en la quietud sepulcrar de la media noche, surgió de repente una llamita amarilla flotando sobre la piedra como humo sucio que fue creciendo y tomando figura de espectro nudo y cada vez más parecido a la malograda reina. Se adelantó y acercó desnuda a la princesa con un caminar majestuoso y lento, con la estructura ósea visible bajo el viso de la carne, casi transparente, como la de un pez gato. Sólo en los pechos parecían los tejidos ganar consistencia, gracias a que habían sido operados, y a la altura del hígado graso. ¡Nada de sexy conservaba el fantasma de la reina Semerina!
A pesar de todo, Gallardona oyó hablar al espíritu alterón de su madre con voz grave, mientras su fantasma se volvía tétricamente fosfórico como en la obscuridad la seta del olivo:
“Hija mía, has de oír lo que vengo a decirte, pues me queda poco tiempo y es preciso que no se olvide lo que no se supo. ¡No fue Brocadán quien mandó envenenarme. ¡Fue tu padre!, tu padre natural, ese monstruo Crapulón al que apodan el Mansino, pero que no es manso ni doméstico, ¡pardiez!, sino artero, bellaco, marrullero y muy vicioso…!”.
[Dijo “¡joder!” y “¡que lo follen!”, varias veces, e insistió en otros calificativos malsonantes para referir al rey, pero este cronista no quiere hacerse responsable de un lenguaje grosero e indigno de una reina alterona, aunque desea ser fiel a la verdad; la contradicción de esa doble intención nos perturba y distorsiona, ¡ay!, ¡ya el lector tachará lo que deba y así no pagará culpa!].
A estas y otras crudísimas palabras, Gallardona tembló, se le escapó un flato (por dispepsia nerviosa) y padeció varias pérdidas leves de orina, situación incómoda que no había sufrido antes jamás, salvo quizá en sueños o de muy niña… Como decíamos, tembló. No era pequeño el dilema que se le planteaba: “¡Si pegarle a un padre estaba feo, torturarlo o matarlo estaría aún peor! –se decía- ¡El tiempo vuela fuera de quicio! ¡Oh suerte maldita! ¡Que haya nacido yo para devolverlo al orden!”.
Sufría la princesa entre amargas tribulaciones cuando igual que se llegó, el espectro se esfumó, dejando a Gallardona pedida, meada y pasmada.
Más tarde, a la mañana, mientras tomaban un desayuno más continental que isleño, quiso confesarse la princesa con el caballero Bermejo. Le participó todas sus escozores y desabrimientos (bueno, no todos): Vengar la muerte de su madre alterona ejecutando sin la menor piedad a Brocadán, dron íntegro pero estéril, era acto de justicia, pero matar a un padre, su “padre natural” (rareza globalizada), resultaría algo muy distinto, aunque el zángano fértil lo mereciese y fuese justo mismamente acabar con su vida.
Recordaba que Crapulón le regaló una ponia con aspiraciones de jaca a los doce, una motocicleta a los dieciséis y un deportivo a los veintidós, cuando ella le confesó su intención de convivir con cinco drones para su servicio y disposición, tres fértiles. Su memoria añadió a todo eso un mastín del Pirineo y una doxy, hada mordedora de seis patas, bicho de compañía que previene los malos rollos pellizcando un pezón cuando se anuncian…
Jamás le había puesto el Mansino la mano encima con rijosas o castigadoras intenciones y siempre que le llamaba garrapatilla o avispuela lo hacía en tono cariñoso, sin carga lasciva. “¡Si pegar a un padre está feo, mortificarlo o matarlo estará aún peor, un acto más cochambroso que la explosión de una ballena encallada en una playa negra!” –imaginaba, se repetía-. ¡Menudo dilema le había caído del cielo!
Por un momento dejó la cuestión moral de lado para resolver la cuestión técnica: ¿cómo dar un golpe de Estado en Galopia? Se trataba, desde luego, de acabar con Brocadán y castigar ejemplarmente al Mansino. Pensó enseguida en su amiga Panurgina, una optimate delicada y velluda, como esas pequeñas abejas que se reproducen en los cálices de las caléndulas. Al contrario que a otras optimates, los bloqueadores de la pubertad habían sentado bien a Panurgina, como optimate productiva y esterilizada no tuvo tiempo para embelecos y enredos de fin’amor y se había hecho famosa como especialista en garras, trompas picadoras, rejones abdominales, espinas tarseras y vuelos de castigo silenciosos, como los del tábano y la libélula… Sin embargo –pensó la princesa-, no es sólo cuestión de armas, pues ellas solas no dan pro a la guerrera si antes no tiene buen consejo de cómo usarlas.
Continuará…
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José Biedma López