El Barón Bermejo [Jornada XXVI. Conejosos]
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Las querellas de Salmanto y Bermejo venían de lejos o tal vez deberíamos decir quedaban de antiguo:
“Las crearon y alentaron las coqueterías de doña Calixta en la corte de la Reina Celinda. Allí y entre las optimates de postín y damas de compañía, muy lozanas, todas flor y nada frutos, aludían a Calixta cuando no estaba presente de tres maneras distintas y como conjunción de tres Singracias: llamándola ‘Caplotas’, por la habilidad que tenía para encender ardores en drones galanes y la poquedad que mostraba apagándolos; ‘Catontas’ porque atraía a otras con ligereza pero las despedía sin pena ni gloria; y ‘Capollas’, por la habilidad que ostentaba poniendo a su servicio los balanos más firmes y floreados…
“Hasta que la reina Celinda la llamó al orden preguntándole a qué jugaba alentando tensiones y duelos, celos e iras. Calixta, tesoro de hechizos y bombón relleno de amaretto, respondió también ‘Ca-respondona’ que no amaba como para contraer su espoleta de optimate y ofrecer la antigua vaina afeitada, pero que agradecía… Salmanto, que la cortejaba sin éxito, muy frustrado y asaz violento, le faltó el respeto a Calixta, flor tempana, y haciendo de eco-ninfa de envidiosas, que sienten hastío de lo propio y mueren por lo ajeno, llamó a la bella: ‘Caplotas’, ‘Catontas’ y ‘Capollas’…
“Comprenderás Radón –siguió contando el barón-: ¡Tuve que ponerle en su sitio con un enérgico y soberano guantazo! Lo reté a combate con sable luminoso de cristales adeganos. Como sabes, estos artilugios usados por los Sith y los Yedis exigen técnica depurada pues la hoja no pesa, todo el peso del arma gravita en la empuñadura, y es difícil mantener su equilibrio. Detuve dos de sus cárdenas estocadas en el anillo interior con mi empuñadura en el ombligo. Gané con un ataque directo y turquesa contra el torso, con el sable del revés. ¡Desde entonces me la tiene jurada!…
Esto contaba Bermejo a Radón mientras descendían levemente hacia el Mar Ilusionante. Álex cerraba la marcha mientras cantaba:
Los dulces cromos de la atardecida,
vivo pálido juego de contrastes
entre una sorpresa fecunda,
titánica rosa eclosionante,
y una tautología: la muerte,
verdadera en todos los mundos posibles.
‒¡Es triste la copla de tunante, pero tiene forma de brocal! –exclamó Radón.
‒¡Echo de menos a Tordés el Recto! ¡También al escudero Artemio, maestro de danzas nocturnas del Kepos de Lohizo!…, y, sobre todo, ¡echo de menos, ay, un buen cigarro! –respondió Álex el Morado.
‒¿No te proveyó Haltamisa? –preguntó Bermejo.
‒Guardo un par de toscanos añejos para cuando atisbemos alcázares submarinos y me arrastre una ola de morriña aguda.
A la derecha un cartel advertía: “¡Ojo, Conejosos libérrimos!”. No tardó en encenderse el reloj Eve Moon Croix de Gerbertus en la muñeca de Bermejo, denunciando en púrpura una presencia intencional orgánica. Pronto supieron el porqué…:
La criatura andaba desnuda con un tamaño que no era ni el de un oso ni el de un conejo, más bien parecía uno de esos gamusinos que se diseñaron hacía tres siglos para consolar la soledad de hijos únicos: orejas grandes, ojos enormes como charcos de palabras, genitales gualdrapeados o ausentes, y sin embargo los labios gruesos no eran capaces de contener cuatro enormes colmillos, dos retorcidos arriba, dos afilados abajo. Álex ya había montado su ballesta cuando el Conejoso dio un salto leve y cantó:
‒¡Charcú flau flau, charcú flau flau, chivirí chivirí macau !
Radón conectó su traductor instantáneo mientras el conejoso añadía:
‒¡Ozra chíviri, ozra chíviri…, sangüí, sangüí, sangüí, oh chivirí maní, malacatún, malacatún, malacatún, sangüí…, sangüí…, sangüíriviriví, sangüíriviriví, sangüí, po po po, chúlala, chúlala…, chupirulí, chupirulí…, chulalá, chulalá, tipi-tipi tipi-tón!
‒Dice que para abrazar hay que buscar en la espalda lo que está en tu pecho y pregunta si buscamos el Amor Ideal…, pero la melodía me trae recuerdos de amores antiguos, de caricias de mi abuela en noches de lunas nuevas.
‒?????
‒¡Eso dice el traductor universal, Bermejo! Bueno, lo de mis recuerdos, no, eso no lo dicen ellos, eso lo digo yo, es subjetivo.
Dos Conejosos más se sumaron por detrás al primero triangulando la cuadrilla. Ojos enormes, pegote de nariz. Parecían empáticos y tímidos aunque los colmillos les desfiguraban la aparatosa sonrisa.
En su jerga, el Conejoso más próximo siguió cantando con voz de soprano lírica:
‒Tres quedamos, Pimpón, Pompín y Pepón –Pompín y Pepón bajaron la cabeza cuando oyeron sus nombres-. Fuimos diseñados como mascotas para ninfas optimates. Programados para mecer cunas, enunciar sabias sentencias y recitar haikus, para formular enigmas y hacer preguntas ridículas, pero al crecer, ¡ay!, nuestras dueñas nos abandonaron, aún sufrimos por ello, como perros callejeros o, peor, poligoneros…
Y Pompín, Pimpón y Pepón se pusieron a llorar un sollozo infantil o teatral, interrumpido por suspiros, vagidos y gimoteos artísticos. Cuando por fin se apagó el berrinche, luego siguieron. Radón mirando su artilugio traducía:
‒Nos diseñó la famosa ingeniera Masha Papova para ser acariciados, como cojines y almohadas vivientes y parlanchinas. “¡Y luego nos olvidaron!” (esto que entrecomillamos lo cantaron a coro).
‒De mayor ánimo es olvidar que vengar la lástima de sí mismo que una vez hizo asiento en el corazón –dijo Radón.
‒No sabemos por qué –siguió Pompín- cuando nos despreciaron nos crecieron estos horribles colmillos, que al menos nos sirven para arañar las cortezas de los árboles de cuya resina nos alimentamos, se desgastan pero no se rompen, crecen y crecen. Sí, señor -dijo dirigiéndose a Álex, que le miraba con descaro la entrepierna-, ¡carecemos de genitales! Somos asexuados, ¡pero amamos! O mejor sería decir que amaríamos si unas ninfas de optimates nos adoptaran, pero hemos perdido toda esperanza, ¡ay! –otra vez se pusieron a suspirar y a gimotear Pimpón, Pompín y Pepón, cantando una balada irlandesa, que también danzaron enlazando las manos y formando corro.
‒Nada sufre quien nada desea –dijo Radón, que se sentía constructivo y nadista.
‒Tal vez no sabían qué hacer con nosotros cuando fuimos abandonados -continuó Pimpón.
‒La autoridad del Parque nos encomendó, no sabemos por qué, el cuidado del Pozo del Rayo –siguió cantando Pepón.
‒¡Venid señores venid sin más dilación, al Espejo de vidas paralelas, lo que pudisteis ser y también habéis sido!” –cantó Pompín.
Tanto insistieron Pepón, Pompín y Pimpón, y con tanta engolosinada retórica, donosos aspavientos y líricas melodías, que los viajeros les siguieron por una senda que atravesaba un bosque de viejos tamarindos. Cada cincuenta metros un cartel grande decía “Al POZO DEL RAYO”, por lo que en ningún momento se sintieron perdidos. Seguían a aquellas singulares criaturas diseñadas por la ingeniera Papova, pues les incitaban con las manos a continuar, les acariciaban los muslos y daban insólitas volteretas que les hacían sonreír, hasta llegar a un claro en el que, rodeado de un círculo amplio de adelfas venenosas con flores blancas y rojas, se levantaba hasta la cintura de un hombre un ancho brocal artístico de piedra forrada de musgo, bostezo de pozo profundo al que muchos habían arrojado vasos, copas, botellones, damajuanas, monedas, coronas, cetros, lunas, paraguas, plásticos, cristalas de distintos colores…, para pedir a su genio el cumplimiento de ocultos y miserables deseos o la satisfacción de justificadas esperanzas. Pero un rayo acertó a convertir toda aquella masa mundana en una torre diáfana, translúcida y cristalina, hundida en el suelo como el pilar fantástico de un arco iris tangible.
‒¡Asómense! ¡Mírense en su espejo! Pero recuerden, no pueden hablar con los que pudieron haber sido –gritaba con su voz meliflua Pimpón, Caudillo de Conejosos.
Bermejo fue el primero que se asomó al brocal para mirarse en el espejo del pozo…
Pronto le venció el vértigo y el mareo…, hasta que se vio tal y como podría haber sido. Todavía mancebo, sus rizos rubios le caían en rojizos y dorados crespones por la frente de un rostro desbarbado, muy hermoso. Marchaba con Larisa por la Cuesta de los Chinos, bajo el Peinador de la Reina, pero Larisa no era ya una joven de ojos eslavos y sonrisa irónica, pues había engordado y sufría de Lupus. Llevaba el yihad propio de las matronas.
Como en un videoclip trippidante se condensaba el argumento de una vida que Bermejo habría podido vivir y decidió, ¿decidió?, no vivir, como camino que se desecha en una encrucijada. Corregía textos, era una especie de funcionario. Algunos fines de semana servía cócteles en un garito carísimo poblado de optimates, a las que veía irregularmente conversar con caballeros, entre las mesas zumbaban o serpenteaban IAs y reducidos. Enseguida reconoció a Misolinda que departía con un doncel altísimo, parecía muy pagada de sí misma y lucía el mismo vestido de seda esmeralda abierto en la espalda que el barón tan bien conocía y admiraba, pues él mismo lo había pagado con créditos que recibió por rematar una empresa que le costó una infección grave.
Le sirvió un Sazerac, con herbsaint, jarabe azucarado, angostura, hielo picado y cáscara de limón. Mientras agitaba la coctelera percibió de reojo como los labios de Misolinda temblaban como el abdomen de una vespa y, peor, cómo parecían temblar por la proximidad de la boca de aquel caballero altísimo.
Recordó también lo que apreciaba a las mujeres capaces de disfrutar un buen coñac, pero, ¿quién recordaba eso? Esa reminiscencia no ayudó a Bermejo, que por un momento creyó ser dos personas al mismo tiempo. Ya no pudo resistir el dolor que, a las dos, les causaban los celos. Escupió disimuladamente en la copa de mojito del doncel altísimo, pero ese gesto mezquino e impropio de un barman de categoría le dolió todavía más, haciendo caer su autoestima a la altura de unas chanclas…
Cuando Bermejo cerró los ojos dolido y deslumbrado por el incendio de los cristales del Pozo del Rayo, se desvaneció. Al despertar, Pimpón le pasaba la mano por la frente; el pelo del animal, muy suave, le hacía cosquillas en el rostro… Cuando pasó por la mejilla su sedosa nariz toda la belleza reprimida del barón brotó a raudales. Hubo un momento mágico en que zumbó sobre Bermejo un mosquito, después una abeja, a continuación un abejorro, y finalmente un colibrí en vuelo estacionario; y siguieron allí en el aire, tocando un acorde en la menor.
‒”A poco que sepas de números, sabes que ser uno más no cuenta mucho”… “La ausencia es la flecha que mantiene la hemorragia taponada”. Estas máximas le encantaban a Eli (@EliCA2203), mi ninfa integral optimate –murmuró Pimpón.
‒¿La echas mucho de menos, verdad? –Preguntó Bermejo.
‒Mi sintaxis, mi semántica y mi pragmática fueron definidas para congeniar con las suyas…
‒Pero tanta congruencia, ¿no acaba al fin por aburrir?
‒Puede… -murmuró Pimpón. Miraba más allá y por encima del círculo de adelfas con melancolía, húmedos sus enormes ojos-. Pero Eli salió de su ninfoteca, extendió sus alas al sol y voló, dejándome abandonado para siempre, aquel aciago día.
“No se riegan con lágrimas los laureles. La esperanza de ser amado me regala afán y aliento para dar fin a mis proezas” –pensó Bermejo.
Continuará…
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José Biedma López,
temiendo víricos rebrotes.