Melodia y lo abarcante
[De los Archivos de Claudia Prócula]
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El peso del rocío [Las galerucas de los narcisos (Exosoma lusitanicum) prefieren aparearse en compañía como crisomélidos narcisistas]
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Querida Claudia:
Me permito este tratamiento por la confianza ganada antaño. Soy aquella a la que te acercaste porque silbaba (d’el alfa al’omega) los Conciertos de Brandemburgo de Juan Sebastián Bach, en aquel renacentista hospital en el que nos iniciábamos en lenguas clásicas y modernas. Debes acordarte. ¡Nos dimos un pico memorable!, una sola vez, allá, en la sombra, junto al río, antes de subir juntas por la Cuesta de los Chinos a la Torre de la Cautiva… Pero no se asaltaron intimidades mayores, nuestros caminos divergieron sin que se produjera desgarramiento, aunque atesoro reminiscencia maravillosa de aquella tarde primaveral y de aquel dulcísimo beso.
Ahora te confieso que mientras nos abrazábamos sentí un desvanecimiento, flotaba en un rumor de olas, volaba por las copas de los sauces del río. Al ritmo de sus hojas y de los trinos pajariles que saltaban volando -sí, sólo sus cantos- de rama en rama, saltaba de flor en flor mirando a través de ellas como se mira por el ojo de una cerradura a la amada desnuda, danzaba mi cuerpo al son de una melodía universal que me abarcaba como inmenso útero materno.
Ahora mientras duermo quedo adherida a lo abarcante por la raíz de la respiración de la que brotan como tallos de una enredadera multitud de variaciones musicales, raro bejuco que crece en un desierto como liana sin apoyo. Pierdo la capacidad de recordar lo pensado, aunque el sueño representado se nutre de acordes, sombras tímbricas de lo vivido. Despierto y me asomo a través de otras ventanas del cuerpo, ya no del oído, deseando participar de aquel absoluto abarcante sotto voce, sin embargo recupero el raciocinio entonces y vuelvo a ser yo con todas mis limitaciones. ¡Una lata y un fastidio!
Sí, emerjo desde la música, tempo del sueño, al tiempo de la vida o a la vida del tiempo, otra más lúcida, libre y culpable, igual que los homínidos asomaron a la vida ética desde la sonámbula brutalidad primitiva en la que no nos fue posible ni acampar ni residir. Pero hete aquí, querida Claudia, que también durante la vigilia, auxiliada por la música, descubrí muy pronto la madriguera del ensimismamiento. En esa pasividad total en que me hago puro oído y desnuda escucha hierven emociones propias y ajenas, conocidas y nuevas, en la caldera de la mente, en el horno de un corazón anónimo que late inmenso, entonces mi vida completa aflora como ritmo, concierto, melodía, florece en unidad armónica de sentido, por un sueño consciente en el que soy como tres personas: la que vivió, existe y espera; aquella que contempla; y una tercera, que se expande como un vegetal al sol dispuesta a absorberlo todo en todo. Y entonces, rebosando amor, busco compartirme, comunicarme en alegría, algo así como la comunión gloriosa de los santos.
Y este es el problema, Claudia. La primera vez fue en el Auditorio de la facultad de medicina, asistía con un amigo a un concierto para clave de Rafael Puyana, taumaturgo colombiano. Cerré los ojos y al instante se me reveló toda la belleza de la música que interpretaba el maestro y aún el modo personal en que el mago la sentía. Se me abrieron las carnes, se me mojaron las bragas, empapada de sudor abracé a mi colega, le besé cien veces…, debí de hacer con eso bastante ruido o tal vez sucediese que comenzaba a desnudarlo y a desnudarme, ¡porque el escándalo fue mayúsculo, de calderón lunga fermata! Sólo recuerdo los ojos como platos de mi compañero, su rostro encendido, sembrado con el carmín de mi pintalabios. Un acomodador o guardia de seguridad me acompañó a los aseos, donde pude refrescarme la cara, abotonarme la blusa y recuperar la compostura.
La segunda vez fue con Filodemo, indiscutible ideólogo y líder del Partido Comunista, que vivía como esclavo sexual voluntario en casa de un rapero que se comía los mocos y presumía de su ingesta delante de todos. Filodemo políglota, genio de la pantomima con la que sacaba en la calle unos dineros, resultaba admirable por la dulzura con que pronunciaba el portugués, pero a mí me embelesaba con su poesía de autor, española, tan sincera como suicida. Sus Ditirambos baquilídeos para coro enmascarado me excitaban, escritos para ser cantados en gang bang o bacchanalia. Sin embargo, eran sus elegías sobre todo las que me hacían temblar lo lindo [sic]. En ellas, que firmaba “Filomeno”, lamentaba el desprecio absoluto con que su dueño, o sea el rapero Comemocos, vendía sus servicios sexuales, los de Filomeno o Filodemo, a cualquier colega rijoso.
A pesar de tanta humildad o precisamente por ella, famoso se hizo Filodemo en La Tertulia y Bar Bitúrico, antros nocturnos a los que acudían por entonces los principales vates de la localidad en busca de oídos atentos, priva, costo y amantes (por ese orden). Se discutía la métrica de su Autoplanto (endecha), larga elegía en que lamentaba su propia muerte, previa tortura (situación límite foucaultiana) y posterior entierro en fosa común. Reconozco haber apreciado el “morbo” como una cualidad estética positiva, no sólo respecto a Autoplanto. Dejé de hacerlo cuando me enteré de su muerte por fulminante cáncer de páncreas. Pero en lo de la soledad y la fosa común Filodemo no había acertado: Come-mocos acudió al entierro rodeado de compinches y amigotes con los que le ponía los cuernos cuanto deseaba al verdadero poeta y genial pantomimo. ¡Y seguro que le había maltratado más allá de lo pactado entre amo y esclavo sexual! Filodemo era así, prefería ser tocado mal a no ser tocado, como muchos instrumentos musicales.
En su funeral sonó un terrible Réquiem, tipo underground metal o thrash metal –no los distingo con seguridad- y yo, sin quererlo ni pensarlo, con el guitarreo distorsionado y el ritmo superenfático me transfiguré en ménade, salté frenética sobre el cuello del Comemocos y le seccioné una vena a dentellazos, sorbí por aquel canal su sangre caliente, que enseguida y descompuesta escupí a la cara de sus amigos como si fuera hemolinfa, espurreándola, eso sí, metódicamente, de manera que hubiese para mancharlos e infectarlos a todos. Aquello se puso asqueroso y, peor, horrísono bajo el heavy metal y los gritos de los dolientes.
Salí pitando, corriendo cual diosa iracunda, buscando un madrigal de Monteverdi que aplacara mi trascendental enojo. Con el tiempo todo lo arregló un informe de enajenación transitoria y el dinero de mi tío Marcial. Lamento todavía que la ménade no acertase con la vena letal ni prolongara fatalmente la sangría, así que Comecocos sobrevivió para seguir dando por culo y rapeando. Tal vez su mundo no merezca oír nada mejor.
Desistí de acudir a conciertos. Oía la música en secreto. No siempre me arrebataba hasta transfigurarme en ménade o pendeja y cuando lo hacía procuraba sublimar mi necesidad de abrazar, de disolverme en lo abarcante, escribiendo largas cartas, que luego, al despertar de aquellos viajes astrales, releía, pareciéndome verdaderas cursiladas.
No me ajusto a lo abarcante, Claudia, ni al estrépito sordo de la calle; mi conciencia trasciende esa tonta rutina de decir Yo: yo pienso, yo siento, yo quiero…, pero luego, subyugada o elevada, o envenenada y transformada por la verdad universal de la buena música, la menos repetitiva pero la más ordenada y honda, me veo exigida a entregar en gracia todo lo que tengo y soy, compartiéndolo con la criatura más cercana, sea flor muda, libélula errante, gato holgazán o cabra cerril que tira al monte… A veces lloro sin tregua dentro de un aria de Glück, durante horas, hasta deshidratarme. Sería feliz si mis lágrimas en ese momento sirvieran para aclarar la cara de cualquier amante.
Por suerte (no para mí, claro), la vida, cosida con hilo musical, rezuma música como una sastrería retales. Por eso marcho al supermercado con tapones en los oídos. Evito así el riesgo de ejecutar un estriptís que me facture al sanatorio siquiátrico, salvo de este modo el apuro de lanzarme contra el barreño de los caracoles o me libro del tropiezo de besar hasta morder y devorar –quién sabe- el brazo tatuado del charcutero.
Ya oigo tu voz, Claudia, tu docta filosofía, como aflojando las arterias del cuidado con alegre rumor de agua y dulce murmurar de árboles al viento…
Amiga tuya para siempre,
Melodia
Respuesta
Querida amiga Melodia: Acertó la voz que atravesó al profeta vascón para inspirar al Orbe, igual que la sentencia del policía epistemólogo: la filosofía sistemática se ha mostrado por completo estéril o una mera fantasía de la creencia, arte en fin, sin más trascendencia vital que la música, espiritual indumentaria para ocultar nuestras vergüenzas, un consuelo. Pero al contrario que la teoría, la música revela lo absoluto del sentimiento, su metafísica numeral, alógica, su númen sensible. Y para ese símbolo de Orfeo, su pagano patrón, tu corazón se muestra esponja marina, lujuriosa parra virgen.
Sin duda hay algo demoníaco en esa codicia de lo bello que atrae al oído, en ese entusiasmo enloquecedor, en esa manía divina. Cuando el hijo de Apolo y de Calíope acarició su arpa y se entonó en los infiernos, cesaron todas las quejas de los condenados y se interrumpió el juicio de sus príncipes. No le faltaba razón al tebano Ismeneas que curaba todas las enfermedades con la música. Antiguamente los mordidos de tarántulas sanaban bailando a buena música y no con otra cosa y, si faltaba la música, morían. Sí, querida amiga, la música como la poesía pueden curar –musicoterapia, la llaman-, pero los poetas Filistio y Filemón murieron porque no pudieron parar de reír.
No sólo se vive, también se muere de amor. Creo que con la buena música te elevas a un estado erótico superior abismada en lo absoluto de la emoción, un estado que se podría describir también como lírico o místico. Escuchas lo que aspiramos a ser o a dejar de ser en lo profundo, esa afinidad con el hondo latido del infinito universo, ¿me equivoco? Mi alma no es del todo ajena a una experiencia así, la experiencia sonora de lo que nos une como criaturas, hijas de una misma madre, de un mismo padre o de un mismo Andrógino compositor, congeniales con lo perdido, consonantes con lo deseado. ¡Ah, ese lazo entre Naturaleza y Espíritu puede servir también de soga para el patíbulo de nuestra individualidad irrenunciable! Hasta la vergüenza y la misericordia matan si son excesivas. Todo con medida, temperamental amiga.
Has tenido el privilegio de escuchar, Melodia, el canto de las Sirenas, como Ulises el Ingenioso, puede que no sólo sea la música un remedio económico contra la congoja o la soledad. Acuérdate del seductor canto de las tres nodrizas del ser: Ilusión, Voluntad, Dolor, que trajo a la sinfonía de la historia aquel bigotudo que enterrando a Dios convirtió la misma vida en algo indigno, en gusanera y nihilismo.
También a la hechicera Circe se la representa con un arpa en la mano, y no me extrañaría que fuese a un tiempo madre real o putativa de todos nosotros, pero, ¿hemos de permitir por eso que nos devuelva al cieno antes de tiempo convirtiéndonos en vampiros o en marranos?
Claudia Prócula, consultora metafísica
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José Biedma López para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne.
Mayo 2019.
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