El Barón Bermejo [Jornada XLIX. Salón de espejos]
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Alboreaba y Gallardona se acercó a Bermejo:
– He soñado con un icono sin referente de mi madre Semerina –confiesa la princesa mientras el barón bosteza aún y se sacude las pitarras–. Me estremeció su simulada presencia -siguió contando la princesa-, mis antenitas se endurecieron y temblaron, la piel se me puso de gallo desplumado, el vello se me erizó hasta la valva…
– ¿Quieres decir que has imaginado en la fantasía de tus sueños la presencia irreal de tu madre?
– No creo que sólo fuera un simulacro verosímil, más bien aparecía ideal, muy emperifollada, tal que muerta viviente, pero no desmallada, como viniendo del fondo a la superficie sin dejar de ser fondo…
– ¿Habéis oído el eco vivo de vuestra madre difunta?
– Más bien se me presentó su espectro justiciero.
– ¿Su no-ser significativo? ¿Como una sombra vaga o como una representación tenue?
– ¡No! El fantasma de la reina Semerina en toda su majestad, eso sí, más dislocada de lo habitual por las bellaquerías de mi padre el Mansino, muy, muy cabreada.
– Entonces… ¡habéis visto su fantasma! ¡Habed empezado por ahí, señora!
– ¿Fantasma?, tal vez, sí, pero en verde, bajo luz misteriosa, fosforita como atmósfera de figura trepidante del Greco.
– Entraría verdosa al ataúd por el veneno que le arreó el Brocadán… –dijo como para sí el barón-. ¿Y decís que su espectro os habló, señora?
– Telepáticamente, ya sabéis que llevamos gérmenes alterones, genes alterados y mostramos aptitudes especiales y superpoderes.
– Y bien, ¿qué le entedisteis, princesa?
Por un momento Gallardona pareció querer cambiar de tema. Luego puso su voz recia, de mandamás:
– ¡Tenemos plan! Entraremos en Galopia, capital de la Isla de las Maravillas, y accederemos al palacio todos nosotros, bien engalanados, fingiendo ser delegación usamericana interesada en el desarrollo turístico de la ínsula, su financiación y la puesta en valor de sus maravillas: hoteles, deportes acuáticos, campeonatos de surf, batallas simuladas, arqueología lúdica, certámenes de camisetas mojadas, yincana de famosos, tráfico de jubilatas y estupefactos, academia de fashion studies en el corazón de Galopia…
– ¿Se lo creerán? –preguntó el augur impropiamente y a desgana, sin esperar respuesta, y siguió dormitando.
– En sus salones se suceden fiestas maratonianas donde el Valido de mi padre, el malvado Brocadán, abre y pasea sus plumas de pavo real entre drones borrachos y optimates colocadas. Los IAs son los únicos que mantienen limpio el tipo, sintético e impersonal, claro.
– ¡Pero habrá un servicio de seguridad en Galopia!…
– Don`t worry, be happy! Yo les entraré muy cambiada, con look engañoso. Puedo afectar a múltiples cerebros a la vez y ponerlos cachondos a distancia, de cualquier género y sin gran esfuerzo. Luego, haré de médium, el espectro vivo de mi madre nos poseerá y haremos con ella, o ella con nosotros, lo que es de derecho… ¡Quien no da lo que vale, no toma lo que desea!
(Eso de ser poseído por el espíritu de la reina Semerina no le hacía gracia a Bermejo, pues quería pensarse, imaginarse y creerse siempre en sus cabales).
– Con tu permiso, princesa, le confiaré tu confidencia en confianza al caballero Radón para que confíe en cumplir su compromiso cumplidamente…
– ¿Tartamudeáis, barón, con tanta aliteración? ¡Espaladinaos, que es de día!
– Ne, necesito un ca, café -balbuceó Bermejo enrubeciendo.
– Hacedlo rápido.
– ¿El café?
– El café, si podéis, y todo lo necesario. ¿Parece que os estuvierais meando?
– Sí, tal vez, no lo sé… Levantaré al Ladino del penacho.
– Vale. Aliviaos, barón.
– Ah, princesa, pero…, ¿y las galas?, ¿de dónde las sacaremos? El naufragio nos dejó medio en cueros, escasos y pobres de atavíos, ¿cómo haremos para simular ser una delegación usamericana?
– Dejad eso de mi cuenta. Me quedan amigos en la villa. Recurriré a Nicasio el ontógrafo, experto en figuraciones, amigo incontestable y secreto del Melifluo, mi tutor, de vos conocido.
– Vale. Levantaré a Radón, vuestro leal amigo.
Se pusieron pronto en marcha costeando el lago por el este en dirección al norte de Galopia y al palacio del rey Crapulón el Mansino, al que Gallardona iba a exigir responsabilidad para acaloñar el mal, por el exilio de su tutor y de su primo, el hasidim renan y, sobre todo, por el asesinato alevoso de su madre Semerina.
En la puerta de la villa nadie pedía ni pasaporte ni patente de corso ni certificado de vacunacion, ni exigían traje o complementos, pero para conseguir el salvoconducto (un tatuaje obsceno de vientre abajo) había que atravesar un Portal de Espejos. Al parecer, quien quisiera divertirse en la corte y los saraos organizados por Brocadán y el Mansino tenía que mirarse antes en diez espejos, capaces por sí mismos de escanear las malas intenciones en cualquier cerebro, las dolencias de cuerpo y espíritu, haciendo saltar las alarmas del Cuerpo de seguridad del Estado isleño que gobernaban Crapulón el Mansino y su querido visir Brocadán, consumados libertinos.
Bermejo en el Salón de espejos
Guardaban el portal del Salón de espejos dos bombinas enormes dotadas de grandes corbículas a modo de cartucheras en las que sin duda guardaban armas rotundas y no néctar ni chucherías, pasaban por los cuerpos de los visitantes y turistas escáneres de mano para asegurarse de que no se portaban armas. Gallardona entró la primera, después Radón, Tordés, el escudero Artemio, Álex, Ausonia la marciana y Alejo, el oficial mariner. Cerraba la fila Bermejo que solo su valor manejaba medio en cueros.
Podemos contar lo que sintió y vio el barón Bermejo en aquel largo pasillo de horror especular en el que no existían más que reflejos, pues nos fue gentilmente confiado:
En el primero aparecieron todas sus semejanzas con el resto de los drones, de manera que desaparecía completamente su singularidad y diferencias. Recordó Bermejo los versos de Rosario: “Hasta el mayor dolor se nos termina / si queremos ser otro sin destino”. Mas enseguida discurrió que ese otro universal era ninguno.
En el segundo espejo percibió sus diferencias, de modo que se sintió tan extravagante y solitario como incomprendido.
En un tercero creyó que se había vuelto ciego, hasta que se acercó, tanto que penetró en su charco de espejo sin azogue, allí sacudió dentro el cuello como si quisiera perder la cabeza de aquí para depositarla en el más allá. Luego se oprimió un costado del globo del ojo, así pudo ver los reflejos de sí mismo, pero no a la tercera persona, la que desde la sombra parecía controlar todo aquello. Se oyó reír y cantar, pero no oía su latir de corazón. Recordó su intención principal y se despegó de aquel embuste.
En el cuarto espejo su figura se descompuso en iconos fractales, cada vez más pequeños, hasta el infinito. Ese ejército de yos acabó implosionando como una pompa de jabón. En el quinto se vio como si fuese su desconocido padre. En el sexto, su reflejo asimétrico le dio un buen susto cuando se puso a hablar independiente:
‒ Soy efecto de tus pensamientos –dijo el doble.
‒ ¿Su efecto? –preguntó Bermejo. Y entonces el del espejo le musitó al oído su verdadero nombre.
Al instante, como si con su verdadero nombre le hubiera pasado una granada de mano activada, le invadió una poderosa y dolorosa conciencia de culpa: Recordaba. Y no quería, pero viva suele ser la memoria de lo que mal se hace y de lo que bien pudimos hacer y dejamos escapar por temor, vergüenza o duda. De la vergüenza del pasado pasó el barón al temor por el futuro, un temor que se batía en mejunje agridulce con la esperanza y la ilusión del triunfo: ¿Se estaba comportando como un caballero con Lynette?, ¿conseguiría rescatarla?
En el sexto de los espejos se iluminaba una escena que nada parecía tener que ver con él, en la que Lynette y Misolinda hablaban y contaban cosas suyas, del barón, secretos de alcoba, aunque no pudo entender lo que se decía. No obstante, a su virilidad se referían, estaba seguro. Eso le inquietaba, pero también le enternecía. Sintió entonces una cariño infinito por Misolinda a la que conocía bíblicamente y un deseo irrefrenable de intimar con Lynette. Y vio como al mismo tiempo la imagen de sí mismo desaparecía, pero no en el espejo, sino que su cuerpo se difuminaba y destruía. Un calambre le despertó de aquel sueño tanático, provocado por una corriente que venía del suelo, para que pudiese contemplar su triste imagen allí al fondo de una lúgubre habitación en el séptimo espejo. En él percibía una figuración infernal y desquiciada de sí mismo.
Allí estaba, sentado en un rincón taciturno, una representación –tendría que ser sólo una imagen irreal de su persona- fría, muda y envidiosa. Cuando la envidia mudó en rencor, abandonó voluntariamente el espejo, pero al desaparecer la sombra se sintió impotente, ¿cómo era posible que se engolfara en un sentimiento tan vulgar, tan innoble? ¡Se había visto resentido por los méritos ajenos, deseando el mal del virtuoso, exigiendo mercedes para el demérito!
En el octavo espejo su imagen se descomponía en piezas de un rompecabezas incompleto. En ese puzle faltaban piezas, sobre todo en la cabeza. Cada una de las piezas que lo conformaban era un recuerdo o la estampa de un deseo, si las miraba con atención le entraba sueño y soñaba. Despertaba para sentir los vacíos de las piezas que faltaban, su hueco negro como simientes de amapola. Está rota la cabeza. Pensó que las piezas que faltaban estarían en manos de Misolinda, o quizá en un cofre de Lynette, un cofre forrado con piel humana. “Esto es un rompecabezas, esto es un rompecabezas”, se repetía. Tendría que rogarle a Misolinda y a Lynette que le devolviesen las piezas que le faltaban, sólo así se sentiría completo.
Continuará…
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José Biedma López