El Barón Bermejo [Jornada LIX. Pozo sin fondo]
***

***
Nada tenía que ver el presente albergue de Chimpunkan con la Posada del Tuerto que visitó Bermejo al inicio de su aventura, que fue pura desventura, pues allí unos sicarios del Salmanto le dejaron magullado; las habitaciones estaban ahora propias y contaban con aseo particular. Sobre el baño, un haiku: “Tarai kara / tarai ni utsuru / chimpunpunkan”, que según Radón el del penacho, docto augur, expresaba el sentido sin sentido de la vida: “Desde la tina (del nacimiento) a la tina (donde se lava el cadáver para amortajarlo)”, o sea: la trayectoria misteriosa de la existencia terrenal. Memento mori. Enseguida cayeron los caballeros en que la palabrota final, “chimpunpunkan” redoblaba el nombre de la posada “Chimpunkan” (guirigay) con la voz japonesa “punpun” que significa iracunda, airadamente, pues morir no gusta a la mayoría y menos a las mejoradas. Mas no hay lugar en el corazón del caballero para la ira, que es perturbación del ánimo en el recordar, entender y querer. Por la turbación del cabreo sucumbe la memoria, ignora la inteligencia y enloquece la voluntad.
Las habitaciones disponibles eran tres y dobles. Tordés se recogió con su escudero Artemio, Radón con su paja Ausonia y Bermejo con el Ballestero. En el cabecero de la cama que escogió el Barón un cuadro bellísimo representaba los elementales de Paracelso: un gnomo (tierra), dos ondinas (agua), dos silfos (aire) y una salamandra (fuego). Sobre la otra cama un retrato del duende Martinico asustó a Álex. “¿Te la cambio si quieres?”, dijo Bermejo. “No hace falta”… El fraile tamañito o duende capuchino se representaba con un gran cabezón y manos enormes. Confórmate –le dijo Bermejo- es de espíritu volador como tus saetas, y bromista. Fastidia a los avaros convirtiendo su oro en carbón. Las jóvenes calenturientas les achacaban a los martinicos los ruidos del desván y del armario en el que escondían a sus excitados maromos cuando se presentaban los padres de improviso.
– Pero hoy es rara la presencia de padres –respondió el Ballestero sin que viniese a cuento– Y hoy ninguna se avergüenza de abrazar a quien le place.
– Espíritu foleto, tu Martinico –añadió Bermejo. ¡Y tampoco venía a cuento!
– ¿Qué es “foleto”? –preguntó Álex.
– No lo sé, ¡pero le viene que ni pintado!
Tan cansados estaban los caballeros que apenas sabían ya lo que decían. Cayó Bermejo en el lecho como toro bravo hacia las tablas de su querencia. Intoxicado por el beso con lengua de Cliturga la Reconocida, pronto se percató de que aquel lecho era pozo sin fondo, trance, orgía, incubatio, embriaguez, exaltación, delirio, sueño. Caía en cama honda a cámara lenta hacia el mysterium tremendum y fascinans. Horror que atrae. “¡Tu solus Sanctus! ¡Tu solus Altissimus! Et inhorresco et inardesco”. Se oyó rezar a sí mismo, pero ya era otro en tembloroso goce y alegría dolorosa.
Buscaba el mausoleo del Padre en el barrio más añejo y familiar de la megalópolis FALAC, dentro del casco antiguo y siete veces amurallado, que brillaba y refulgía de familiaridad, donde todas las etnias conviven y entran en conflicto, las antiguas y las transhumanas. Allí la ciudad se apretaba en espirales dedálicas de callejas estrechas. Buscaba al testigo que daría testimonio de una presencia singular, sagrada. Estaba seguro de haber convenido la cita decisiva.
Más concretamente anhelaba volver al lugar donde asarían sardinas del tamaño de una hoja de laurel para regalarlas de tapa con la cerveza. “Manolitas”, las llamaban en el paraíso perdido. Las asaba una señora mayor con delantal gris en cocinilla escueta y apenas separada de la barra del bar por un panel sucio. Pero no encontraban aquel garito o cubil. Bermejo iba acompañado de sus colegas académicos, drones aspirantes a caballeros. Descartaba bares, mesones, tabernas, pubs, casas de juego. Algunos de esos establecimientos parecían cavados en la roca o en bajos destartalados de viejos edificios. En un momento se separó de sus camaradas, de Gandalín el Insolente que luego se hizo ermitaño, de Alvar Bellocín al que Haltamisa curaría un cáncer de congoja con llaga abierta de quebranto, y de Guevar Treceño, dron teutón con heteronomía de iris, de mucha seducción entre damas y bastante solicitación de dueñas.
La tertulia organizada por el Godo se llenó de fantasmas Intrusos: Alcázar el paralítico, con quien tradujo la virgiliana Eneida; su hermana Julia Mamea a la que Tordés aplicó gentilmente la eutanasia; el Maestro malabar, gloria de Avalón; Josephus del Moral, eminente intelecto de la Jirka del Mochuelo y el doctor Franredal de Sobretarde que departía amablemente con Medardo Fraile sobre la afición de Pi caleidoscópica a los estados crepusculares. Entre todos, el enorme dramaturgo Dámaso Henri de la Blanca contaba chascarrillos y hacía reír a todos, muy particularmente a Bellocino D’auro que así olvidaba las perfidias y engaños de sus gayos amantes y los fraudes de la Asociación del Victimato. Rosalba mientras tanto y rodeada de chiquillos entonaba himnos patrióticos.
Aquellos habían sido testigos de su vida, de sus éxitos y de sus fracasos tempranos. Entonces cayó en la cuenta de que debía volver temprano al cuartel y, en todo caso, antes del toque de retreta. Como oficial de guardia tendría que poner firmes a un centenar de borrachos. El cuartel se volvió torre coronada e invencible, mas herida por el rayo. Vio derrumbarse su corona de almenas en el arcano XVI del tarot, naipe que le presentara Cliturga la Reconocida sobre el mármol de su velador antes del beso viperino y venenoso. ¿Allí, en aquel fuerte le esperaba Misolinda?, ¿o era Lynette? ¿Dónde estaría su verdadera casa, su cálido hogar? ¿En Fonterrisa, en la Floresta Triste, en la Asperilla de Vandalia, en el Purandán del teniente Jumilla, en el ático de la calle Ruiseñor? ¿En la buhardilla parisina? La palabra del Nabi salía de aquella torre como la voz de un primitivo profeta: alarmante vaticinio, predicción que venía del Cielo con el estilo (punzón) proceloso de una tormenta cargada del fulgor de rayos y el retumbar del trueno, en misión apocalíptica.
Allí, en FALAC, no contaba con nido ni cobijo. Pasaba por allí dando voces, llamando a su padre con grima. Recordó la sentencia de Anita Fin: «No se trata de tener mil sitios donde ir, sino de tener uno donde volver». Era hotel al que debían volver antes de las 9 p.m. Desde allí nos trasladarían al aeropuerto. Volaríamos a casa. Sin embargo, las cosas no fueron tan fáciles. Había una carrera ciclista de hexápodos. Tenía que correr fuera de su circuito o no llegaría a tiempo para el embarque. Buscó desesperadamente un taxi. Aquel barrio parecía periférico, un arrabal de edificios grandes, rascanubes. En uno ponía “Notación infinitesimal”, en otro “Simbolismo químico” y en un tercero “categorías de la razón limítrofe”. ¿Asilo de antiguas instituciones? Ahora parecían abandonados o tal vez ocupados por indigentes, trapistas y drogotas. Pudo preguntar a una señora mayor por una parada de taxis, pero no supo indicarle. Ni siquiera le miró. Iba tapada de negro como una cucaracha hispana.
Encontramos un aborigen de seis extremidades subido a una motocicleta de tres ruedas con un sidecar disponible. Pero entonces Bermejo, que se subió a él, no supo qué decir al conductor sobre dónde llevarle. No recordaba el nombre del aeropuerto ni el del hotel… ¡Le podría preguntar al Chente usando el celular! Nervioso, no acertaba a teclear el nombre del piloto en la celda del teléfono. Le vino a la cabeza The Statler Hilton de Boston. Pero no vivía en América, sino en un parque de Europa. En los envelopes del hotel se hallaba impresa la noticia de que su personal no enviaría las cartas a la Oficina de Correos sin un remite claro y distinto de la dirección del hotel. Lo importante era acudir a casa de una dueña que hi cerca moraba. Salió a lo raso. “Si me buscas me hallarás”, oyó decir telepáticamente a Misolinda, la misma que le ofrecía sus favores, pero todavía le prohibía contacto para afianzar su fe.
Por el ambiente gris y los tejados agudos de las casas, la piedra negra, todo parecía indicar que se hallaba en la costa este de Escocia, tal vez en el hotel Beardmore… ¿Seguro? No lo estaba. Miró con angustia el reloj mientras seguía caminando por las anchas aceras. Las cuatro y media. Tenía tiempo para no perder el autobús que le llevaría a la nave que le devolvería al ansiado hogar, junto a Misolinda. Pero no. Sus pasos le llevaron a las afueras, hasta un altozano. Se le pasó por la cabeza la remota idea de hacer habitación en medio de aquella selva si fuese abundosa en agua y en árboles frutales. Se volvió a contemplar la megalópolis de FALAC como un animal monstruoso de siete pieles, enorme máquina que traga naturaleza y devuelve desechos. ¿No sería él uno de sus desechos?… No, más bien le parecía ahora estar encerrado en aquel laberinto profundo del que sólo podría escapar volando. ¿Era él su minotauro, su monstruo? Producto híbrido del CCD, ciborg bio-tecnológico, sin madre, sin padre. Estaba harto de andurrear en espiral hacia su centro, acordeondulando en edentidad perdida buscando inútilmente en el fondo de aquel pozo la raíz de toda vida.
¡Qué menos da! –con adverbio adecuado al contexto, por cortesía de Bea Galán-. Por fin, Bermejo quedó dormido mientras su mente arcoirisaba los fulgores del prisma. Ya sin saberlo ni tocarlo ni beberlo.
Continuará…
***
José Biedma López