El Barón Bermejo [Jornada octava: Orden de Lohizo]
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Utetheisa pulchella, Nomeolvides o Lacayo carmesí, libando en Heliotropo europeo
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A Laura Perdomo, @philo_khalos.
Rompió el alba las postreras tinieblas. Más allá de la laguna, una vasta estepa punteada por acacias espinosas, ásperos chaparros, versátiles aladiernos, majuelos en flor, oscuros matorrales… Limpio el aire como después de una tempestad; el mundo en calma.
- ¡Hermoso día y buen tiempo! –cantó Álex el Morado.
- ¡Detente tiempo, eres tan hermoso! –respondió Tordés el Recto, recordando melancólico lo que hubo murmurado al oído de Larisa cuando eran uña y carne, antes de que las vilezas del tiempo los separasen. Partirse de la presencia de su señora le fue tan grave y doloroso como apartar el corazón de sus carnes. Fue después del primer beso y asomaba aún, sombra de Nostalgia, un resto de voluptuosidad y alegría en su memoria, migaja de aquel sabor en su reminiscencia. Y el vértigo temporal con su trampa no cesaba. La misión incumplida y la vida precipitándose en su caída, como plomizo metal, ganando velocidad.
Los caballeros orillaban al trote la laguna. Trazaban sus tirabuzones en el aire decenas de duendes (Nemoptera coa), libélulas de todos los colores y caballitos del diablo. Al fondo las montañas azuleaban más oscuras que el cielo. Tordés pifió el paso de un arroyo, intentó saltar a la otra orilla pero el caballo cansado no lo pudo cumplir y calló en el lodo. Descendió Bermejo a socorrer a su amigo y tiróle al animal por el freno. Tordés rectificó su figura como pudo. Álex no evitó una sonrisa traviesa; ni Radón un comentario irónico: “demasiada carga”. Pararon tras remontar un alcor, en su vertiente norte se extendía un bosque y en un claro a mitad de su espesura hallaron fuente, y a tiro de piedra, ermita. El edificio de planta redonda con breve ábside levantaba su fábrica ocho codos con tejado a dos aguas, chimenea, lucernario y una simple cruz en el nudo de su caballete. Tras ella: jardines, huertas, garajes, establos… Radón hizo sonar el badajo de una campanita cabe su puerta. Pronto oyeron una voz femenina, grave, como de hembra optimizada:
- ¿Quién se atreve a romper el silencio de nuestra clausura?
- Cuatro caballeros andantes, cuatro hombres de paz- contestó Radón.
- ¡Una ecuación y dos contradicciones no están mal para empezar! –Los rasgos suprasegmentales de aquella voz expresaban irritación- ¿Y por qué os hemos de abrir? –preguntó la voz en trémolo.
- Necesitamos un poco de cebada para nuestros animales y queremos asegurarnos de la dirección y el camino que guía hasta el hospital de Haltamisa, doctora y lumbrera de estos campos y sus habitantes. Buscamos consejo y apretamos espuelas en misión sagrada: liberar a Lynette, mi señora –respondió Bermejo.
La puerta se abrió. Una mujer madura les miró, como mira el camuflado autillo creyéndose invisible. Su rostro no había perdido la hermosura que disfrutara y difundiese, cuya significativa porción retenía. No cubría su cabello, pues flotaba suelto, rizado, lustroso, muy blanco. Un manto violeta vestía su cuerpo, menos las manos, desnudas, largas e inquietas. Calzaba sandalias. Colgaba de su cuello un amuleto plateado.
Me llamo Eucrocia Filojalia; hermana Eucrocia.
Tras dejar las bestias en establo y acercarles el forraje, y después de presentados, Eucrocia les condujo a través de un pasadizo cavernoso abierto en el interior de la ermita, hasta un claustro interior en cuyo patio, allí donde iban a parar las aguas, crecía un madroño a la luz de una esclarecida claraboya. Todo hacía pensar en un monasterio o comuna underground. En su lateral sur, unas escaleras trasladaban abajo por un laberinto de pasillos con puertas laterales como de hostería. Extrañas enredaderas y líquenes colgaban de techos y paredes a modo de lámparas y apliques rutilantes, irradiando luz dorada, tenue, suficiente para no tropezar. Por fin llegaron a un gran salón minimalista con pinta de refectorio, en su centro una gran mesa redonda rodeada de muchas sillas, más allá de la estancia se adivinaba al trasluz de los vegetales refulgentes la cristalera de una gran biblioteca con oscuras figuras cabeceando ante amplios atriles.
La Hermana Eucrocia les invitó a sentarse. Bermejo preguntó dónde se hallaban.
- Este convento, su biblioteca, laboratorios, templete y todas sus dependencias y extensiones pertenecen a la Orden Hermética de la Verdad, o Kepos, fundado por el Maestro Lohizo.
- No hemos oído hablar de tal maestro –respondió Bermejo sotto voce y miró a sus compañeros por si querían desmentirle.
- Su cuerpo murió en otra edad. Aquel sabio, “caballero andante del buen sentido” -como le llamó el doctor Maraña-, luchaba contra el error eterno, que unas veces se viste de brujo, otras de apóstol, ora de político, ora de científico y maestro, igual que el viejo Proteo o el demonio que tienta a los anacoretas.
- Y él mismo, ¿no fallaba?, ¿no se equivocaba a veces?
- Creía que la luna quema enfriando, que los tigres huyen del son de la lira, que la semilla del tulipán es miniatura de tulipán, que los delfines guían a los navegantes, que la hierba ulmaria puede devolver la vista y que existen libios que matan con su pútrido aliento… ¡Claro que Lohizo se equivocaba! Quien tiene boca se equivoca. Odiamos el error porque a todos nos roe por dentro, por eso el Maestro nos enseñó a combatirlo, mostró que la Verdad Absoluta yace en un horizonte distante y que, para servirla, lo esencial no es conocerla, sino desearla. Ese anhelo nos impulsa y eleva, ligeros como el litio… Saber las cosas –siguió diciendo Eucrocia- no es conocerlas, ni mucho menos apropiárselas, sino querer saberlas y, antes que nada, saber quererlas. De esos dos amores nos alimentamos los lohicistas, al margen del abominable comercio con íncubos innobles, en mitad de un crepúsculo cultural nuestra orden anuncia un nuevo amanecer dorado, bebiendo de la Filosofía Perenne del Maestro Lohizo, lejos de esos templos en que se adoran ídolos como logotipos de marcas…
- ¿Te refieres a los grandes Centros Comerciales?
- Sí, donde los fieles alienados por la Internacional Publicitaria hacen cola para confesar sus hurtos. Y arrastran carritos mortificantes, angustias electivas, deseos que declinan, ambiciones banales.
Al decir esto tres monjes o monjas cruzaron la estancia. Se inclinaron levemente ante Eucrocia, uno de ellos musitó unas palabras a su oído, ella retiró sus níveos cabellos con gracia para mostrar una oreja inusual, pues libre de pendiente culminaba en una antena rubí, brillante como una diminuta brasa, luego los cenobitas nos miraron con un semblante sereno, bajaron levemente la cabeza y se marcharon en fila, guardando el mismo paso, por una de las siete puertas de la estancia. - ¿Sois ascetas o místicos? –preguntó Tordés con la loriga todavía sucia de barro seco.
- Sabemos que la espiritualidad involucra al cuerpo. Ascendemos desde la carne, porque no somos ángeles. Amamos los cuerpos, la voluptuosidad de las líneas anatómicas, la geometría y el musgo de la piel limpia. Lo cuidamos. –Eucrocia miró a Tordés apartándose las hebras plateadas que le cubrían el dulce rostro. Le sonrió. Le guiñó un ojo y al Recto se le subieron los colores.
- ¿Hacéis votos? –preguntó Álex.
- Sólo el respeto a la Verdad, sin obligación de comunicar lo que sabemos; sin embargo, podemos compartirlo, nos reconocemos como entidades en comunicación, simbiontes. A veces lo hacemos universalmente, en Red. Ayer mismo colgamos un aporte en la plataforma del MIT y otro en http://Iberciencia, la semana anterior, un comentario en http://A pie de clásico. Creo que el hermano Armenio y la hermana Asarina, pareja y equipo, colaboran en http://Espíritu y cuerpo… Participamos en la embriaguez de lo comunitario cuando no tenemos dudas del modo en que la información será interpretada. Y sólo contestamos a quien pensamos que lo merece, según recomendó el Maestro. Como veréis, el hermetismo de nuestra Orden es relativo, igual que es relativa la verdad accesible. Estamos virtualmente online, pero vivimos física y metafísicamente aparte, celosos de nuestra intimidad, de nuestro trabajo, como comunidad suficiente, mixta, eco-sostenible, productiva y reproductiva. Toleramos la infecundidad pero no esterilizamos, reverenciamos una maternidad responsable que conserve o incremente muy levemente el número de fieles a la Verdad. Justo el número que podemos alimentar, cuidar y educar hasta que vislumbren qué les conviene. No creemos que el crecimiento sea por sí mismo bueno. Amamos lo pequeño. Asumimos el mandamiento de Benito de Nursia: Ora et labora. Nuestra oración es un investigar, un cortejar el misterio, un invento cotidiano, porque la estabilidad formularia es ilusión. Nuestra oración es emancipación por el estudio. Y no nos avergonzamos si pasamos las páginas de un libro antiguo con las uñas negras de tierra o las yemas manchadas de grasa, ni por que seamos felices en el retrete o en la panadería.
- ¿Conserváis la familia nuclear? –preguntó Bermejo.
- Levemente. Familia flexible. Los adolescentes escogen en cuanto pueden padre o madre, bajo la figura de mentor o director espiritual. Nuestras hermanas mujeres fueron, o bien excluidas del PFS, o bien han obtenido un permiso especial de fertilidad. Una de nuestras hermanas procede de la colonia marciana, la hermana Ausonia, es interesantísimo contrastar sus opiniones y valores con los nuestros, sobre todo respecto a cuestiones, digamos, íntimas… Practicamos también el sexo libremente –si a eso te refieres-, sin más restricción que el respeto al otro y cierto decoro estético; ni organizamos orgías ni coleccionamos orgasmos. Para nosotros la comunión de la carne simboliza un ideal por el momento inalcanzado, tal vez inalcanzable. Igual que apreciamos la sobriedad, también apreciamos la austeridad y la castidad, sin imponérsela a nadie.
- La recuperación de la unidad, la ilusión de la apropiación de lo complementario, la sublimación del deseo… –Bermejo puso una cara soñador- ¿Y no hay conflictos? Por celos, envidia…, pasiones corrientes, humanas, demasiado humanas.
- ¿Qué sería de una comunidad sin conflictos? ¡Un hormiguero! ¡Nuestro Kepos no es un hormiguero, ni un avispero! Procuramos resolver los problemas y disputas pacíficamente, sine ira. Usamos la cabeza y el corazón. Aplicamos la ley con benevolencia. Y nuestras normas son pocas y claras, su cumplimiento obligatorio, la sanción inmediata. Nadie está obligado a permanecer en el Kepos si no quiere.
- ¿No se cometen delitos en vuestra comunidad?
- Hace siete años sufrimos un homicidio. Lo pusimos en conocimiento de las autoridades del CdeF. Las funcionarias PFS se encargaron de poner al delincuente a buen recaudo y de aplicar la pena correspondiente.
- ¿Cómo conseguisteis permiso para establecer una unidad de producción mixta y fértil en el protegido Parque de la Naturaleza?
- El convento ya estaba aquí desde tiempos remotos: benedictinos, cistercienses…
Al cabo, y mientras los caballeros oían embelesados las explicaciones de Eucrocia Filojalia en bellísima voz de contralto, el refectorio se poblaba de hábitos de distintos colores. Tres máquinas inteligentes antenadas, antropoformes con cofia, delantal y puños de encaje, dispusieron copas, platos y cubiertos, sus faldas y mandiles lucían punteados como escamas de lacayos carmesíes (Utetheisa pulchella). Sirvieron cena frugal pero suficiente: salmorejo, botifarra amb mongetes, más de postre: pedos de fraile y suspiros de monja. No faltó vino sabroso de uva “ojo de liebre” y un chupito con los dulces, ambarino licor de hierbas: “Tizona del Cid”.
- Lo elaboraban en el siglo XXI los cistercienses de Burgos. Lo guardábamos para una buena ocasión” –les confesó Eucrocia en el brindis.
- Ésta, ¿es buena ocasión? –preguntó Bermejo con intención.
- Tal vez, muy oportuna, de vos depende –respondió Eucrocia, guiñando un ojo al barón con picardía y besando el aire en su dirección. La antenita de la oreja derecha emitió fulgor de lumbre.
Tras la cena, un trío de hermanos tocados de raso y terciopelo negro interpretaron música antigua con extraños instrumentos de cuerda. Una hermana ciega recitó luego un poema.
Cuenta sus pecados cantando, en lugar de llorarlos –comentó Eucrocia a Bermejo.
Después, un hermano diminuto que se desplazaba sin piernas subido a un motorcito contó la fábula de la araña y San Benito con voz de bajo profundo.
Al fin, Eucrocia despidió a Radón, Álex y Tordés, y hubo para cada caballero acomodo y alivio en una celda propia con ducha e inodoro turco. En la puerta del habitáculo que le estaba reservado y al darle las buenas noches, Bermejo se le fincó de hinojos y le besó las manos. Tardó Eucrecia Filojalia en retirarlas. Hízole levantar y entróse con el caballero en la celda… Desconocemos qué compartieron de su intimidad durante un par de horas. Ya reposando solo, aún conservaba el barón libido para recordar algunas sabrosas vanidades de su dueña Misolinda y compararlas con las dulzuras del lance que había disfrutado con Eucrecia. Al punto, ya frígido y meado se durmió soñando con Lynette, cabo y fin de todos sus espirituales anhelos. También sus compañeros, una vez desarmados y pasados por agua y jabón, folgaron de lo lindo –eso contaron, al menos-, aunque nosotros no sabemos ni si es cierto ni cómo folgaron, ni si jollamaron algo ni con quien.
Continuará…
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José Biedma López para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne
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