El Barón Bermejo [Parte Quinta]
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‘Non nobis domine, sed nomine tuo da gloriam’
Lema del Temple
Tras la simulación de la reparación a Driseida y el lance con el gobelino y el holandés beodo, Bermejo consultó su comunicador. Había cobertura. Las grandes casas de apuestas del Ciberreino no daban grandes réditos al éxito de su empresa, siete créditos por uno apostado, si conseguía liberar a Lynette viva; diez si viva y no mancillada. En la segunda versión celeste de su spot, Haltamisa ofrecía una representación geométrica de la posible acción exitosa en Red. Imposible que Lynette tomara nota si se hallaba aislada en calabozo o mazmorra.
El Quejumbroso cifra su caballería en bellaquería haciendo gala de sus ruindades; abraza la maldad por el cebo del deleite. Bermejo se enrabió pensando eso, luego se enterneció. Se había prometido ejercer la caballería guerrera sólo al servicio de la espiritual, síntesis de conocimiento y acción. Nada está en reposo, la acción es ley universal de Natura, pero ¿puede computarse o reducirse a cálculo ese movimiento enigmático equívocamente llamado amor? De todos modos, pensó, imprescindible resultaba el consejo de Haltamisa.
Por la difícil Senda de la Degollada cabalgaban cuatro caballeros en dirección norte, ligeros como el hidrógeno hasta que el bosque se fue volviendo impenetrable, valle profundo extrañamente sombrío. Pronto se percataron de que erraban en círculo y la brújula les engañaba. Criaturas exóticas volaban en sus cabezas, quimeras emplumadas y enjoyadas, escapadas de los paraísos de Gustave Moreau, anatomías biomorfas de Dalí, dislocaciones de Magritte.
Nada más ver levantarse de la ribera de un charco una bandada de lavanderas boyeras, como abanico de oro verdoso iluminado por el sol, buscaron una vacada con la que poder darse un festín. No la hallaron, mas encontráronse de bruces con un tipo de luengas barbas, edad indefinida, perfil de ermitaño, si no fuese porque no se estaba quieto. Imagínese el lector al abuelo de Heidi con las maneras de Melquíades, el puma gayo de Hanna Barbera vestido de vegetal a lo Peter Pan y con rabo de urraca en el colodrillo. Se agitaba como un gran mico y su agilidad desdecía de su rancio porte y decano aspecto. Sin que le preguntasen nada se puso a largar:
- Vengo del hospital de Haltamisa, al que fui para que me practicase la eutanasia. Obviamente, sin éxito. Me llamo Asuero, aunque más me convendría llamarme Aysolo, mi abuelo Isquias preparó los arreos de Cleopatra VII ptolomea cuando con veinticinco años se presentó en Roma como reina de Egipto. El último de sus esclavos iba engalanado con paños de oro y plata, ella solo con perlas, sus vestidos ligeras gasas del más fino biso. No cuento estas cosas a cualquiera, pero enloquece la soledad, mucho más cuando dura siglos. Somos el animal comunicativo, por eso hasta el gran Piscator de Salamanca recibió cinco cartas del otro mundo.
Más pedidos que Carracuca, con faz y brazos escritos de arañazos, y sorprendidos por el relato del fresco abuelo, los caballeros descansaron. Tordés hizo fuego. En torno a la hoguera, Asuero siguió contando su suerte: “En Roma, mi señora Cleopatra se percató de la conspiración que se cernía sobre César. Le advirtió, pero Julio el engreído se hizo el sordo. Supo la egipcia que César caería y el mundo romano se dividiría en dos bandos: los amigos de la libertad, liderados por Marco Tulio el de la verruga, cultivado charlatán, estos querían hacer el bien pero no sabían cómo pues desconocían la naturaleza humana; y el otro partido, el de los valientes guerreros y mejores bebedores, que daban curso a sus pasiones y sabían sacar fruto de las ajenas. Cleopatra se decidió enseguida y sedujo a Marco Antonio, adorador de Vinecia. Plan B: si caía César, se casaría con Antonio y reinaría en Roma. Hembra de recursos, dominaba siete idiomas verbales y se doctoró en gestos para autorizar el semblante”.
- ¿De verdad que sabes todo eso como lo explicas?
- Debo repetir en cada etapa de mi inmoderada vida, para que no se apague la memoria, lo que me contó mi abuelo Isquias -siguió Asuero-, tan importante en la corte de Alejandría que Cleopatra asistió a su boda. Mi abuelo, con fama de intachable, fue mortal instrumento involuntario de la reina cuando envenenó a su hermano y esposo, porque Cleopatra encargó a mi abuelo que le llevara al Ptolomeo imberbe unas confituras de plátano traídas de Serendib, antiguo Ceilán, antiguo Sri Lanka, con las que quiso mandarle al otro mundo. Más adelante, mi antecesor no quiso traicionar su fe de hebreo rindiendo tributo a una Cleopatra entusiasta de Venus, al ir a encontrarse con Antonio. Pero el remate fue cuando éste quiso nombrar paje escanciador al bello judío Aristóbulo, cuñado de Herodes el Grande, entonces mi abuelo, escandalizado, se retiró a su casa del lago Mareotis, desgarró sus vestidos y cubrió su cuerpo con un saco y su cabeza con cenizas. Vivía en su casa mi padre Mardoqueo, educado finamente por el músico Delio en la literatura griega. Ambos trabajaron en la traducción de los Setenta del libro santo, encargada por Ptolomeo III en el siglo tercero anterior a vuestra era.
Los ojos de Radón, historiador amateur, se abrieron como platos. Animado por su atención circunspecta y el silencio de todos, Asuero continuó:
- En este mundo hay que ser martillo o yunque, golpear o ser golpeado. Tras caer en desgracia en la corte Alejandrina, mi familia no dejó de padecer persecución y traiciones varias. Tuve la mala suerte de estar en mi tienda de Jerusalén cuando Cristo subía al Calvario, en mi dintel se detuvo el pobre, cansado por la tortura y el peso de la cruz en la que sería clavado. A mí me pilló ese día de mala leche porque no conseguía vender ni una escoba, y sin pensarlo lo aparté de allí porque interrumpía el tráfico de personas y bestias. Dicen que le negué el agua. No es verdad. ¡Yo no le niego el agua a nadie, ni siquiera a un gentil! El caso es que me maldijo y fui condenado a andar errante hasta la parusía. Cada cien años envejezco y sufro angustia de muerte, pero luego rejuvenezco a la edad en que Cristo murió, una buena edad para vivir, la de treintañero. Pero vivir cansa. ¡Y todo por echar a un convicto del que yo no sabía nada de los portalillos de mi tienda! ¿Cómo podría yo saber que era el Hijo predilecto de Dios? Luego me enteré de que también decía ser Hijo del Hombre, con mayúsculas, y como tal pronosticó con increíble acierto cuando le apreté para que aligerara con la cruz de su martirio: ‘Tú errarás por el mundo hasta que las mujeres dejen de parir’, dijo. Comprenderéis que vuestro reino, lugar y tiempo, son, en este sentido, esperanzadores. Sin embargo, otras veces imaginé que mi aburrida vida concluía, así que oyendo las habilidades de Haltamisa, socilité su ayuda. Pero resulta que se doctoró en medicina y juró con Hipócrates. No puede matarme, y auxiliarme en el suicidio no sirve de nada. Soy inmune a cualquier veneno, me restauro enseguida de cualquier golpe, y todo lo que mata me engorda.
- Por lo tanto, ¡tú eres el famoso “Judío errante”! –gritó Álex ballestero.
- Con el nombre de Asuero me presenté a Antonio Colterus allá por 1603. Y luego usé el mismo nombre en Cambridge en 1710. Los cabalistas me buscaron en África, en cuyos desiertos ambicioné por un tiempo el encanto de no ver hombres. Habéis de comprender que tras vivir veintidós siglos y haber visto todo tipo de crueldades y horrores es bastante natural achacar misantropía. Delio, el músico de Cleopatra, el optimista y humanista que nos educó a mi padre y a mí, decía que nadie es tan miserable que no pueda hacer el bien a alguien, ni tan poderoso que no necesite de los demás. Todo eso está muy bien, pero yo veo el vaso medio vacío. Nadie es tan buena persona que no pueda repartir crueldades en caso de aburrimiento o menosprecio de sí, o incurrir en maldades si es desgraciado, como el monstruo de Mary Shelley.
Antes de marchar, Asuero les contó que, aunque fiel como judío a la religión del Dios único, había sido introducido en los misterios egipcios y dogmas caldeos en el bosque de Isis por el sabio Queremón, profesor de Nerón como Séneca, inspirador de Jámblico y discípulo de Porfirio. Y que aprendió de él que el Dios principial es inmóvil, su prédica es el silencio y como Noetarca existió antes que la inteligencia. Podemos divinizar sus atributos, infinitamente variados, pero sólo aquellos que nos resultan asequibles: Emef es el pensamiento de Dios; Tot, su manifestación lógica y persuasiva; Armef el arte de la interpretación, que siempre implica aplicación; etc.
Y Asuero también les contó que una noche en el bosque de la diosa Isis, la de los mil nombres y esposa divina, el venerable Queremón les comunicó a sus catecúmenos el dogma del Verbo o Sabiduría divina (Sofía), que en Atenas había puesto en boga Platón, y que Hermes tres veces grande dividió en tres grandes poderes, pues Sophía es a la vez Padre genuino, Palabra creadora y Espíritu inmortal.
Cuando Tordés el Recto preguntó al judío errante cuál era su diagnóstico respecto de la época que estaban viviendo, Asuero no tuvo reparos en hablar de decadencia, que según él consistía en el doble proceso de feminización de la espiritualidad y materialización de la virilidad. Una época que había olvidado que el verdadero heroísmo cotidiano consiste en mantener una familia y educar a los hijos. A él le había llamado mucho la atención la doctrina de Escoto Erígena, según la cual la separación de los sexos contaba como consecuencia de la caída. Se reconocía tradicionalista en esto, pues entendía el amor ideal como monógamo y obra de restauración andrógina, en tensión armonista hacia la unidad primordial.
Bermejo le preguntó si le parecía bien la aspiración del amor cortés, que centra su interés en la elección y selección de partener, y más en concreto de la dama electiva como generadora del despertar, despreciando o soslayando la función reproductiva, hedonista y emotiva de la sexualidad. Pero precisamente después de esta pregunta fue cuando Asuero, sin despedirse, salió corriendo.
Comenta Radón que el judío errante también tomó a lo largo de su milenaria historia otros nombres como el de Juan de los Tiempos. Asuero no calló hasta bien entrada la noche. Bermejo pensó que así desahogaba su interminable hastío. Y entonces, en lugar de descansar, el judío partió en diáspora. Antes de que marchara, Radón pudo sacarle el probable y más seguro camino hasta Haltamisa, porque en lugar de acercarse a su centro de salud, los caballeros se habían estado alejando de él en espiral amplia.
Continuará…
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José Biedma López, octubre 2019
Para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne
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