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Eburne [De los Archivos de Claudia Prócula] – José Biedma López

Eburne [De los Archivos de Claudia Prócula] – José Biedma López
04/05/2018

Eburne

De los archivos de Claudia Prócula (CLL, 48 ss.)

 

*

 

 

Piérido sobre dalia

 

*

 

Estimada Claudia:

Me llamo Eburne. Nací destinada a conservar los misterios de Noctiluca, la diosa de la luz nocturna, por eso mis pezones dibujan sendas lunas crecientes, rosas pálidas coronando tres pechos de marfil. Cuando mi marido me abraza, me llama Sirena, Selene o Diana. Thierno Traoré dice que mi piel brilla a la luz del satélite con esplendores de perla, nata y nácar. ¡Fantasma de días idos!

Me quiere y me guarda, como se aprecia una rara joya protegida en caja de caoba. Él pinta a caoba, más negro que cerote. Arribó a España en patera. Me enamoró copiando al mirlo cuando trina encelado en primavera, pero sobre todo imitando al ruiseñor, encantador de las noches de mayo. Y porque sabe curtir pieles de gato. Echa la campaña de aceituna en la Loma de Úbeda, y el resto del año se gana la vida de gorrilla en los aparcamientos de un hospital valenciano.

Thierno me adora, como se admira a un pájaro exótico que damos de comer guardado en jaula. Cuando atardece, se abre la celda. Durante el día mi extremo albinismo es tan vulnerable como ostra sin concha. Además, aunque Thierno me ha fabricado un sujetador apropiado con pellejo gatuno, la prenda sostiene en equilibrio con sus hermanos, mas no esconde mi tercer pecho. Por eso casi nunca salgo cuando el sol manda. Sobre las baldosas ajedrezadas del salón semejamos un final de partida imposible, con final de rey negro y reina blanca.

De vez en cuando me recuerda que en su país de origen yo habría corrido mucho riesgo de morir joven, de ser asesinada o mutilada, a causa de mi piel lechosa y mi pelo inmaculado. Los trozos de mi cuerpo, amojamados, valdrían para fetiches o amuletos con que espantar diablos, cargados con la radiación del sufrimiento de un ánima pura. Thierno me predijo un día que no moriré jamás. Simplemente me desvaneceré como criatura de luz de luna, viajaré por el universo en un rayo o flotaré sobre las olas del mar en un reflejo plateado.

De chica me fastidiaron a conciencia:
– ¡Eh, tú, Blancanieves, tu padre le ha puesto al agua de la piscina demasiado cloro!
– Lo tuyo, Casper, ¿es contagioso?
– ¿De qué planeta vienes, Copito de nieve?
Los insultos de aquellos cabrones y de aquellas ruines no me mudaron resentida. Creo que conjuraban así el miedo que yo les provocaba, sobre todo por el destello rojo de mis ojos grises. Nadie se atrevía a tocarme, como si fuese de cristal. Sólo una niña, Ofelia, se atrevió a abrazarme y a besarme. Una chica muy guapa con grandes dotes artísticas, ensimismada y extraña. Presentí que acabaría psicótica.

Al atardecer, ya prescindo de las gafas oscuras y me resulta fácil pasar inadvertida. A la luz de la luna, con los tules con que ella me viste, tomo los cromos plateados del paisaje, desaparezco en los destellos de los adoquines, en las humedades de las paredes, en los claroscuros de los setos, entre los harapos de la niebla; como el gato de Cheshire, me desvanezco en el aire, dejando allí sólo un gesto, una mirada de fuego más que una sonrisa, como arenilla brilladora en el remanso de un arroyo serrano. Oculto parte de mi níveo cabello bajo un pañuelo o un sombrero.

Como la lechuza, extiendo mis alas con el crepúsculo. Entonces mis facultades se amplían extraordinariamente. Despliego antenas. Veo en las tinieblas, como dicen que ven los febriles de oro. Sin embargo, a estos no me parezco. Busco otra cosa que no sé. Salgo de casa y vago por calles y parques. ¡Y me divierto entrando en los sueños de las gentes, revolviendo en sus desvanes, desnudando los misterios de sus cámaras!

Sí, créame Claudia, cuando me acerco a las puertas de las casas oigo el rumor de los personajes de sus pesadillas y, a veces, interactúo con ellos. Pero lo normal es que me limite a escuchar sus preocupaciones, temores y pecados. Me los confían fácilmente porque tienen necesidad de que alguien les oiga. Durante el día todos quieren contar sus vidas, pero nadie les escucha. Nadie les siente. Y yo no les juzgo por sus debilidades, ni por su sed de venganza. Oigo lo que dicen muy naturalmente, y no como el Judío Errante, que tenía que bajarse las bragas y poner el ojo del culo en las paredes para ver lo que pasaba en la intimidad de los dormitorios.

En cuanto apunta el alba por el este, vuelvo a casa oyendo las voces que se apagan a mi espalda. A veces siento la tibieza agradecida de una caricia o la humedad de un beso. Alguien me dedica una palabra de consuelo o paga mis servicios con una sonrisa de recuerdo. Pero sus espíritus se abrazan a sus almas y a sus cuerpos, vuelven a la carne y me abandonan. Todos se quedan atrás, despiertan, olvidan, se preparan para sus quehaceres, donde casi todo será mentira si no se sueña.

¿Todos? No todos… Durante una noche de invierno, un espíritu vivo me siguió hasta mi casa. Oía su música, ese ritmo que es único para cada espíritu, como la huella digital o el olor del sexo. Entré y cerré la puerta… Me desprendí del abrigo y me senté junto al hogar.

Afuera: nieve, frío, blanco, hielo. Dentro, la seguridad y la tibieza de las brasas. Al fondo, la negra piel próxima de Thierno, su respiración profunda. Pero la figura de aquel espectro blanco atravesó la puerta y luego estornudó, de pie sobre el felpudo. Me hizo gracia su aspecto de rey blanco. Me emocionó hasta las entrañas.
– ¡Pasa! -le ofrecí el sillón próximo al cálido crepitar de las últimas ascuas. Como ellas, sus ojos cambiaban de color, del amarillo al rojo.
– ¿Quién es? -preguntó mi esposo desde el cuarto de baño mientras se aseaba preparándose para el trabajo.
– ¡Mi amante! -le respondí, orgullosa de mi sentido del humor. Thierno no me hizo ni caso.

La figura se desabrigó con un gesto firme, masculino. Se quitó el jersey, se desabrochó la camisa. Desató el cinturón. Lentamente se sacó los calzoncillos y los lanzó al fuego. Me aproximé para acariciar su piel de nácar, pero al besarla se metamorfoseó en el acero inoxidable de una lámpara. Ni siquiera hubo lugar para una charla graciosa y demorada.

Mi esposo se inclinó y me besó la frente.
– ¿En qué piensas? –me preguntó. Pensé en arañarlo mientras buscaba despojos de mi amante entre las llamas, después en las cenizas. Nada. Disimulé el fastidio y apunté una sonrisa, y Thierno se marchó. Quedé triste, aburrida, desolada. Una mariposa que volase se oiría en aquel silencio soso.

Desde aquella noche, he enfermado de ansiedad, estimada Claudia, fatigada de resucitar a través de sueños ajenos. Quiero a mi marido, pero mi espíritu extiende sus alas cada noche en dirección al Rey Blanco. Salgo con la esperanza de que me hable o de que me siga el Rey Blanco. Y ya los sueños de las gentes me cansan, redundantes, vanos, y hasta sus arrebatos más libidinosos, los mismos que antes espiaba con diabólica excitación, ahora me empalagan, únicamente escruto en sus frenesís una llamada, una memoria de estragón y menta en lugar de un aroma de canela, la de un gigante albino que camine lento pero infalible en un tablero de horizonte abierto, hacia la guerra, sin esquivar la pelea, que pueda moverse dentro y fuera de mí en todas direcciones, situado por designio divino fuera de su color, a mi lado, donde existo de verdad, en el escaque inmaculado, en el cuadro blanco. Desde allí manejaremos nuestros ejércitos con soltura y acosaremos a la Reina Negra hasta que muera de maldad y espanto…

 

***

 

M. G. E., albacea de C. P.:

No sabemos qué remedio propuso la doctora Claudia contra la ansiedad moral, o tal vez sensual de Eburne, pues su naturaleza cíclica la ponía en gravísimo peligro de incendio según la luna iba acercándose a su decimocuarto día. Pero sí tuvimos oportunidad de conocer personalmente a la albina, magnífica hembra de extraña, peregrina hermosura, los labios un capullito de fucsia asalmonado, los insólitos pechos acompasaban en milagroso equilibrio trinitario un latir de corazón sereno, en escote corzón o palabra de honor asomaban gloriosos, con dos valles en lugar de uno, surcados por un ramo feliz de venillas verdosas, y bajo una blusa ligera sus tres botoncillos parecían gotas de batido de fresa. Y toda ella, una esencia preciosa.

Su padre, Terencio, suave y delicado, muy blanco también pero no tanto, adoraba a su hija albina, y fue encontrado muerto repentino. Unos adujeron apoplejía, otros insinuaron envenenamiento, pues era notorio que la parienta Rémula coronaba de cuernos al blando Terencio con un vendedor de seguros que estafó a los pobres. Científicamente, nada se descubrió. Pero Rémula fue hallada muerta un año después el mismo día que su marido y casi a la misma hora, se desconoce el porqué. Las relaciones de Eburne con su madre habían sido pésimas, ¡era mucha casualidad!, pero los forenses no hallaron nada que contraviniese la muerte natural. Uno de ellos, beaturrón napolitano, comentó que Eburne tendría que haberse encomendado a San Andrés Avelino, abogado de las muertes repentinas, de seglar y ya con don profético de nombre Lanceloto. Eburne se hizo la descreída, pero el napolitano observador notó que se le habían puesto los labios azul turquesa, otros dijeron que azul cerceta. Nadie se percató entonces de su pecho de más. Ni durante todos los años que trabajó en la calle Melindres vendiendo cupones de la ONCE. Fue así como conoció a Thierno, devoto de Fortuna.

Ya que Eburne era huérfana a toda costa, su verdadero problema era Kevin, único hermano, un contrahecho cuyos vicios alimentaba desde jovencita, y luego a espaldas de Thierno Traoré, jorobeta movedizo, bizco de ojo rojo, bandido que abusó de Eburne hasta que, dislocado del todo, no contento con sacarle dineros, intentó un nefasto día también violentarla. No quiso Dios, porque Eburne gritó y Thierno acudió solícito y estranguló a Kevin con una sola mano, mientras le sujetaba las muñecas con la otra. El episodio resultó muy sonado. Sin llegar a ponerse garboso, Thierno conquistaba a todo el mundo por la fácil sonrisa con la que parecía decir que siempre estaba queriendo, por eso triunfaba como gorrilla y la policía en este quehacer ni le molestaba. Aun sin euros ni padrinos, el jurado decidió que el homicidio del malvado Kevin estuvo justificado. Con todo, Eburne le lloró. Buena gente, ¡criatura de luz de luna!

Del Rey Blanco no sabemos nada: si fue inventado por un deseo, objeto de un presentimiento, bálsamo para el dolor de contrición… Ni si fue un fantasma cuántico o eléctrico.

 

*

José Biedma López

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