Robo de sombra [de los Arhivos de Claudia Prócula]
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Tras las cortinas
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Estimada doctora:
Mi nombre verdadero es Amalburga de Gante, aunque también me llamaron Amalberga, que significa en germanía “trabajo o defensa”, según unos, o “negligencia”, según otros. Luego, por atracción nominal y moda bizantina, acabaron llamándome Amelia, que en griego significa “la dulce”, o Amalia, “tierna” o “amorosa”. Ni me tengo por dulce ni por amarga, ni me tengo por negligente, tal es la arbitrariedad de los nombres que nos imponen aquellos que nos nacen, nos educan y nos tuercen, o prueban torcernos… Y negligente sería si no le revelase al mundo lo que debo.
Le escribo directamente en la Luz del Padre, desde el recién creado Departamento de Memoria Histórica del Instituto de la Comunión de los Santos (DMH de CSS) antes llamado Seminario de Exaltación Heroica (SEH de CSS). No le mecanoescribo desde el Cielo, sino desde más allá del Cielo, aunque no pueda decirle desde donde, porque ni siquiera es un donde y me está prohibido correr el velo. Como dejó escrito Bernardo de Claraval, doctor Melifluo, en su correspondencia con la profetisa teutónica Hildegarda de Bingen, quien nunca desde la infancia vivió segura ni una hora, la humildad es desprecio del propio prestigio. No me apreciaré, pero tampoco haré hipócrita afectación de humildad como buen publicista, sino defensa de amor propio, que es por donde empieza la caridad, recusando a los soberbios. Así que le recordaré que mi ejemplo, ¡menos mal!, se venera aún en Sajonia como paradigma de santidad, aunque me temo que no tanto como las chuletas de cerdo.
Nací de Zwentilboldo de Lotaringia como noble sobrina de Pipino el Viejo. Y sin proponérmelo, mi discreción y hermosura provocaron la admiración de la corte franca, pero también destilaron la miel que atrajo hacia mí el baboseo de redoblados moscones, entre ellos, el bastardo Carlos Martel, quien quiso rendirme a sus torpes deseos con aún más mostrencas palabras, más parecidas a un balbuceo febril que a un discurso amable. Como sus majaderías, lindantes con lo salaz, ni me conmovieron ni pudieron disminuir un ápice mi seria determinación de servir al Espíritu, el hijo de la concubina Alpaida y de Pipino de Heristal, o sea, el antedicho Carlos Martel, me apaleó, me rompió un brazo y me dislocó el hombro y, convertida su premiosa lujuria en ciega cólera, me habría asesinado si no fuese porque una bandada de gansos salvajes me protegió, me empujó hacia el río y, sin apenas mojarme, me cruzó a ribera segura.
Por ello me otorgaron la palma de mártir, aun sin merecerlo. Repuesta de las heridas causadas por el bárbaro, y a sabiendas de que las cargas del matrimonio y su yugo, por bien doradas y labrado que estén, siempre lastiman, me consagré de religiosa cerca de Lieja, donde cuentan que obré milagros. Es la fe la que mueve montañas y obra prodigios. Si la mía contribuyó a que se asombrara alguno, no lo sé. Ni sé por qué Dios me castigó privándome enseguida de la amorosa amistad de Rigilda, con la que casi fui una, pues se fundían nuestras almas en sus potencias mayores, que son intención y entendimiento, ya que congeniábamos como aceite y miel sobre pan de trigo tostado. Sí alcanzo a saber que allí, tras un año de duelo y luto por la muerte de mi alma gemela, libre de la vanidad de la corte y de la herrumbre de sus vicios, pacificada y purificada mi conciencia por la simplicidad de las costumbres del monasterio y por amenas lecturas cristianas, logré una progresiva e insólita dilatación y claridad de espíritu, hasta entregar mi alma al Padre eterno un diez de julio del 772. Desde entonces invocan mi auxilio aquellos que padecen de dolores de brazos y sufrimiento de hombros. En esto hago lo que puedo, pues incluso en Región de Eternidad el turno para las obras de caridad es limitado y padecemos recortes durante eones.
Se preguntará, querida Claudia, por qué le cuento todo esto… ¿No le parece a usted injustísimo que el nombre de Carlos Martel aparezca en diccionarios, enciclopedias, wikipedias y tratados de historia como santo y seña de un héroe magnífico, rey de Austrasia y Nestria, evangelizador de bárbaros y debelador de musulmanes en Poitiers, mientras que el mío, el nombre de Amalia de Gante o Amalberga, que sufrí víctima de la furia acosadora y violadora de ese bastardo, ni siquiera concurre en muchos santorales, o aparece confundido con el de aquella otra Amalia que Pipino el Breve quiso casar con su hijo Carlos, sí, con ese que luego señalarían Magno y que estableció corte de imperio en Aquisgrán? ¿Hay derecho a una exaltación histórica tan desproporcionada pareja a un olvido tan extremado de lo verdaderamente acontecido? Ni siquiera tuve yo la suerte de Fuscina, hermana de San Avito, Arzobispo de Viena, quien en un famoso Poema coló por su pluma el oro de la virginidad, el pudor, la modestia, la animosidad y demás virtudes de la doncellas que, despreciando el lujo y las vanidades mundanas, se aprestan a servir al Espíritu Santo, coronando con ello la santa devoción de su hermana Fuscina, reconciliando así el honor de la castidad con el canto de las Musas. Tampoco tuve la suerte de que el jesuita Pedro Lamoyne me incluyese en alguno de los tomos de su Galería de Mujeres fuertes, donde opone la gran fuerza de la femenina virtud, ensalzada por Platón, San Ambrosio y San Gregorio, con esa otra fuerza armada y robusta, bestial, menos que subalterna, que se atribuye a los Hércules armados de garrotes y espadones. Siempre acabará siendo efecto del Espíritu Santo su victoria sobre la carne.
Así como hay una Filosofía más agradable y tan útil como la que se oye en las escuelas, hay otra Historia que no se cuenta en ellas, a favor de los mansos y en detrimento de los feroces, olvidada o sumergida en pozo, como tantas veces lo ha sufrido la Verdad… Se ha de saber que los carolingios ni fueron tan heroicos como la historiografía los ha pintado, ni tan cristianos como en ella aparecen, aunque en su momento de máximo poder, eso sí, se hicieron con el control absoluto de la Iglesia de Roma, o sea la de Occidente, que había otra en Constantinopla, más culta y menos bárbara. Comparados con el imperio bizantino al que disputaron fronteras e influencia, los francos vivían como bárbaros de tomo y lomo. ¿Y qué me dice usted de los merovingios, que inventaron un hijo de María Magdalena nacido en Marsella y del que ellos descenderían? ¡Directamente de nuestro Señor! Consulte usted, para más inri, lo del Priorato de Sidón.
No tiene usted más que examinar en sus manuales de historia el terrorismo con el que, en el año de Nuestro Señor de 799, Carlomagno se incorporó Sajonia tras pasar a miles de los habitantes del país a fuego y cuchillo. Un año después de la masacre el Papa le coronó emperador porque no podía hacer otra cosa, avasallado por la fuerza de las armas como se veía, el pobre. Con razón Constantinopla consideró a Carlos un usurpador. Y menos mal que los hispanos le pararon los pies en Roncesvalles, destruyendo su retaguardia tras intentar aquél conquistar Zaragoza.
Es verdad que el emperador de la barba florida, hijo de Berta llamada la del Gran Pie pues nació con un pie siete veces más grande que el otro, contrató a los sabios Alcuino de York, Pablo Diácono y Pedro de Pisa para dar algo de lustre a su corte bárbara, para “darse pisto” –como se dice ahora- financiando su Escuela Palatina. Tuvo su mérito, desde luego, y padeció una digna nostalgia de los estudios clásicos y las humanidades, reconozcámoslo, pero él mismo no los había disfrutado, sublimaba lo que desconocía casi por completo, dominaba pocas letras, ¡en griego, ni pasó del alfabeto!
Se dice que los paladines carolingios veían a enormes distancias para distinguir si lo que volaba en el horizonte era milano o águila. ¡Grandes aptitudes evangélicas! Pero al águila de San Juan, el discípulo amado, ni la vislumbraban. Lo cierto es que eran supersticiosos y miedosos, como cachorros de fieras nórdicas criados en cavernas y bajo selvas oscuras. Para que usted se los imagine, querida Claudia, le diré que temían sobre todo cuatro cosas: al canto de las sirenas, al veneno de la serpiente y al aliento del dragón, pero, más que nada, al robo de la sombra personal por los demonios subterráneos.
Cuando los doce pares llegaron a la ribera ligur donde el Ródano muere, temiendo el canto de las sirenas mediterráneas se taponaron como Ulises los oídos con cera. Los más temerarios y desvergonzados, locos por gozar delicada carne submarina, se ciñeron la cintura con muérdago y protegieron sus genitales con tintura de ámbar, ya que creían que eran estas partes blandas las que las cantantes marinas gustan morder hasta desangrar por allí a sus amantes.
Pero el más estúpido de los terrores de los carolingios era el temor al robo de la sombra por los íncubos o súcubos que ellos llamaban “coboldos”. La medicina contra este presunto expolio consistía en alimentar a la sombra desde el nacimiento del héroe con líquidos estimulantes para que la sombra padeciera insomnio crónico. Estos excitantes se elaboraban con ojo de liebre, sesos de nutria y ceniza de hogueras ardidas en la noche de San Juan, todo pasado por rayos de sol reflejados en el espejo de bronce que vio nacer al ídolo germánico Odín, espejo que luego cristianizaron diciendo que había visto la venida al mundo de San Juan Bautista.
Ya nota usted que estos “fundadores de Europa” quedaron campeones…, ¡pero en violencias arbitrarias y maltrato de género! Y también maltrato doméstico en general, todo hay que decirlo…, Plectruda, sin ir más lejos, la legítima de Pipino de Heristal, encarceló a mi abusador, Carlos Martel, en cuanto murió su marido, aunque no le sirvió de mucho…, aquellos tipos fueron invencibles como digo en supersticiones, simulaciones y fraudes; y sus mujeres, puestas a ser bárbaras, ambiciosas y vengativas, ¡eran mejores!
Le apunto todo esto para que, fiada al porvenir de sus archivos, donde convenga conste. Pues yo no temí por esta causa, pero me robaron la sombra.
AMALIA DE GANTE, considerada santa por la Iglesia Católica, quien, por lo menos, me recuerda cada 10 de junio, aunque no todos los años ni en todas partes.
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No conservamos respuesta a esta epístola compuesta en la luz por Santa Amalburga de Gante, también llamada Santa Amalia. Quizá la doctora Claudia consideró que no requería respuesta alguna un testimonio existencial tan edificante. Aunque, segura de su valor intrahistórico, lo atesoró en su archivo en lugar preferente. Al principio de la A.
Su albacea y amigo Lope
Por la trascripción, J. Biedma L.,
para La Caja del Entomólogo del Café Montaigne.
La Asperilla, julio 2018
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Nota
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