El Barón Bermejo [Jornada XIII: Macrinus y Akiko]
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Cópula de Eurydemas dominulus
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Giraba el tiempo de la conversación por vía de eutrapelia y de entretenimiento en Le Coin de Poulenca, que así se llamaba el restaurant de Fonterrisa. Macías el juglar animaba la tertulia sin aparente esfuerzo, en prueba de su arte. Armenio apenas participaba, su escudo aún vacío, sin cifra, como el del recluta romano que aún no ha sufrido batalla alguna.
“Un caballero debe acomodar su verbo a la situación según los preceptos de Palas Tritonia”, dijo Radón. “¿Cuáles son los mandamientos de la guerrera sabia?”, se atrevió a preguntar Armenio, su flamante escudero, ansioso por aprender. “Aconseja bien, juzga bien, trata bien”. “¡Hagamos un brindis por la diosa!”, propuso Álex-. “Ya lo aconsejó Eubulo: bebamos comiendo tres copas de vino: por la salud, por el sueño y por si te dan por el…” (Macías, bufón escatológico a los postres).
Ya olía a café cuando entró un mozo amolado en hembra antigua, más enjuto que cecina de mono y más estirado que cuello de ahorcado. “¡Salmón Macrinus resucitado!”, exclamó Tordés recordando a su amigo Orlando, que propendía a gordo. “Hambre de poeta sí que parece afectar”, añadió Álex el ballestero recordando los años en que fue hembra trovadora y se llamó Alejandra. “Es galán de mi oficio -observó Macías-, la natura lo hizo macho, pero la vida ociosa y muelle y la delicada costumbre de un vivir deleitoso lo mudó y tornó en mujer, como liebre armada con capacete”. “¿Pero tú no decías que acababas de llegar a Fonterrisa?” (Bermejo). “¡Por la santa memoria de Leonor de Aquitania!, no mentía, no llevaba ni un día en la aldea y ya me habían hablado de este romaní y de sus tormentos nipones. Verdades pesan; chismes vuelan” (Macías). El nuevo, extrovertido, saludó a todos, pidió leche en vaso de tubo; el barman le ofreció una jarra. “Y eso ¿cuánto vale, Roberto?”. “Medio crédito”. “Bueno, pero pónmela sin espuma, / que por leve ni piyar ni jalar suma”.
Bermejo reparó entonces en la extraña actitud de una chica oriental, que parecía inquieta en mesa aparte y más sola que Adán en el día de la madre. Unos rabos carmesíes al borde exterior de sus ojos daban a su rostro un raro efecto de plato de caolín o torta de azúcar con dos llagas abiertas. En cada rincón siempre hay un depredador de guardia, como médico en Urgencias. Se presentían violentos movimientos. Bajaba la temperatura y olía mal. Descendió la intensidad de la luz, de blanca a la mortecina de tres lámparas de sal del Himalaya. El prodigioso reloj de Bermejo parpadeó un tercio de segundo, antes de que la chica diera tres largas zancadas saltando sobre el cuello del poeta como fiera armada con un enorme tranchete. Macrinus esquivó el tajo, en sus acais la belleza convulsa de dos ascuas brillando en la oscuridad. La jarra vacía rodó por el suelo. El ballestero, ágil y fuerte, desarmó a la chica, no sin antes recibir tres golpes y tres rasguños. El poeta corrió hacia la puerta del establecimiento y desapareció calle abajo.
– ¿Por qué me detenéis, malandrines? ¡Permitidme que le degüelle! –gritaba la muchacha con voz mirlona. Miraba a Álex, al que había herido, con la aplicación inquisitiva e insolente del niño que aún no conoce el pudor de la mirada.
– Imposible que un tranchete destruya solo la unidad de este mundo, ¡muy malo que lo intente! –denunció Álex-. Y no hay en el mundo limosna a Dios tan acepta como remediar a una doncella a punto de ser mala.
– No soy doncella, ¡soy Ikiryoo de Akiko, la dama japonesa que se enciende y se extingue con luz propia! -y gritando esto una y otra vez, arrancábase la ropa, se mesaba los cabellos y arañábase las mejillas, hasta que fue perdiendo consistencia y apagándose entre los brazos del ballestero, que sangraban por tres venas.
– ¡Se esfumó! ¡Desapareció! ¿Quién era? ¿Qué era? –todos abrían mucho los ojos, incluso Roberto el barman, que debía estar acostumbrado a sufrir broncas, acostar ebrios y mirar cosas raras.
– Es una larga historia –informó Alfa Yaloo el guineano, a quien el follón había despertado de su ataque de narcolepsia. Acercándose a la mesa de los caballeros se explicaba-: Una ikiryoo es un espíritu viviente, la emanación de una pasión tan ruinosa como ruidosa, el “doble” emotivo de una persona viva, una tele-aura de intensos sentimientos obsesivos. El ikiryoo se desprende del cuerpo que lo genera, en este caso del cuerpo de la señora japonesa Akiko, como una emanación gaseosa o líquida del odio, de la ira, o de cualquiera otra pasión intensa y destructiva. No siempre toma forma humana, sólo en los casos de caracteres feroces, esos que pasan del desamor al odio. Se han visto ikiryoos formados por enjambres de tábanos enojados y otros por nubes de golondrinas famélicas, pero en este caso sí tomó figura humana para atormentar y perseguir a la persona odiada. Puede que Akiko no sepa que su doble persigue al poeta, puede que duerma y que el ikiryoo sea el producto de un odio involuntario, hasta puede que el espíritu viviente ni siquiera se parezca físicamente a la señora Akiko ni le sea próxima.
– ¿Y por qué persigue a muerte y martiriza al poeta?
– ¡Ah! Eso tendréis que preguntárselo al galán artista y a la dama contrariada. También explicó el barman Roberto que el poeta romaní no creaba versos, sino que sabía manejar un software que los elaboraba perfectos. Su gloria virtual se debía más bien a una gramática que emparentaba el idioma calé con el sánscrito. Sucedía lo mismo con el médico más solicitado en Fonterrisa, no había estudiado medicina, pero dominaba un programa de diagnóstico clínico por tomografía, que no fallaba. Por su parte, Akiko había vivido en Fonterrisa como ceramista apreciada. Padecía un extraño desequilibrio psíquico, pogonofilia, una atracción compulsiva por los galanes con barba. En cuanto veía a alguno, se lanzaba a bailar fuera de coro por jotas o por sevillanas. El gitano lucía la hermosa barba del Cid y engolosinó a la japonesa que, muy humana, le admitió en su gracia, quedando muy pagada de la plática del galán y de sus bellos vellos. Paseaban su diversidad funcional cogidos de la mano por el bosque de los Símbolos y el sendero de Kitaro (filósofo del siglo XXI), bordeado de tarajes y sauces, a las afueras del pueblo, pero un día aciago y sin previo aviso el poeta se afeitó; ella no lo pudo soportar, entendió el afeitado como un sarcasmo cruel y es sabido que la peligrosa arma del sarcasmo provoca odios africanos. Se retiró al templo de Eros Leteo, cuya fuente derrama agua helada sobre el ardor de corazones enfermos, allí acuden los jóvenes solicitando el olvido y la muchacha enamorada de un hombre sin piedad. Luego acudió a la estupa, en la que se encerró y se tapió en un cuartucho con pozo séptico, haciendo votos de reclusa. Le echábamos de comer y de beber por un agujero, pero no halló consuelo suficiente ni en la soledad ni en la oración… Bebió su Cáliz de amargura hasta las heces del dolor y la miseria, cáliz que Dios da de beber a los que ha elegido para que le sirvan y tiene predestinados a su gloria. Mientras, el poeta le ponía más cuernos a la bella ceramista que los que contiene un saco de caracoles. Lo mismo le entraba a la pluma que el pescado, buen galán y admirable embustero. Su firmeza como la de Fortuna consistía en no ser constante.
Más tarde (sigue Roberto), un día de otoño, Akiko abandonó el templete y le perdimos la pista. Hay quien la vio alejarse del pueblo, desvanecida en la niebla, camino del hospital de Haltamisa; hay quien cuenta que en los meses de reclusión, que duraron dos estaciones, le había crecido una larga y espesa barba blanca que le cubría las tetas hasta la bezmellerica; otros, que la barba le llegaba hasta el suelo, cosa posible porque Akiko es bajita. Al sol de mediodía, cerca de la estupa, dejó una extraña vasija hueca con puerta, de su altura, fabricada con barro y excrementos, de irisada transparencia. Como la cáscara de un huevo que contuvo la cría de un dragón.
– No se puede negar que existen gustos torpes y bellezas desgraciadas (Tordés).
– Se puede afirmar que Extrañeza, madre de Sabiduría, combina miedo, asco y belleza (Radón el sefardita).
– No olvides a Curiosidad y Vergüenza (Bermejo).
– El caso es que muchas desean lo que se les escapa y odian lo asequible (Roberto).
– Nihil nisi turpe iuvat (Armenio. ¡Todos aplaudieron la nasoniana ocurrencia! Sólo dos la entendían).
– Una cierva vieja ve mejor las trampas desde lejos (Tordés).
– Y suele suceder que aquella que temió entregarse a un hombre honesto, acaba en los brazos despreciables de otro peor (Roberto).
– Como la manzana su gusano; nuestros amores contienen bárbaras aptitudes (Tordés). Anduvo Armenio curando a Álex, que ni hablaba ni se quejaba, con un botiquín de primeros auxilios. Menos aquella recóndita y secreta que no cerraría nunca, las heridas superficiales de Álex curaban fácil. Después del espectral sobresalto, y consumido el café, pidieron unos cócteles. Radón eligió un daiquiri, bebida favorita de Hemingway (legendario escritor y matador de toros) que combina ron, zumo de limón y almíbar. Álex prefirió un martínez: ginebra, vermú dulce, marrasquino y bitter. Tordés compartió con su escudero un sanfrancisco sin alcohol con dos pajas. Bermejo se inclinó por un anticuado (Old fashioned): miel en lugar de azúcar, whisky irlandés, agrio de almendra y naranja. Invitaron al ecuatoriano a otra cerveza. No sabemos qué privó Macías el juglar, pero se puso muy contento y cantaba:
Anduviste escogiendo
como huevos en canasta
y diste con la más basta.
Al salir de Le Coin les cayó encima una negra lluvia de grillos, casi todos machos, muy propia de aquel tiempo porque todavía era verano. Procuraban no pisarlos mientras montaban, y era difícil porque los ortópteros apreciaban más el ciego celo con el que perseguían a la hembra que la propia vida. Los caballeros se cubrieron. Entre el estridulante criterío del grillerío, todavía se oía a Macías:
Arrímate a mi querer
como las salamanquesas
se arriman a la pared.
Tu cabello y mi barba
se han enredado
como las zarzamoras
en los callaos.
Al fondo, al final y arriba de la calle principal de la aldea, vieron en el cielo con sus crines extendidas arder a un cometa. Bermejo se preguntó –y no sabía bien por qué- si sería la cayena del potaje de Haltamisa y Publicia, o la guinda de su celestial pastel.
Continuará…
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José Biedma López
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